Mala ciencia (20 page)

Read Mala ciencia Online

Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: Mala ciencia
6.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

Como nuestros modernos gurús de la alimentación, las figuras históricas del nutricionismo eran, principalmente, gente entusiasta y lega en la materia que aseguraba conocer y entender la ciencia, las pruebas y la medicina de la nutrición mejor que los científicos y los médicos de su tiempo. Puede que los consejos y los productos hayan ido cambiando a medida que lo han hecho las nociones religiosas y morales dominantes, pero los nutricionistas siempre han tratado de hacerle el juego al mercado de turno, ya fuera de signo puritano o liberal, cristiano o de la Nueva Era.

Las galletas saladas Graham son un producto digestivo inventado en el siglo XIX por Sylvester Graham, el primer gran defensor del vegetarianismo y el nutricionismo tal como hemos acabado conociéndolos, y propietario de la primera tienda de alimentos naturales y productos dietéticos del mundo. Como sus sucesores de la actualidad, Graham mezclaba nociones sensatas —como la recomendación de rebajar el consumo de cigarrillos y de alcohol— con otras bastante más esotéricas que él mismo había ideado por su cuenta. Entre otras cosas, advirtió, por ejemplo, de que el
ketchup
y la mostaza podían provocar «demencia».

No tengo ninguna gran queja en contra del movimiento de defensa de los alimentos orgánicos (aun cuando sus pretensiones sean un poco irreales), pero, aun así, es interesante señalar que la tienda de Graham promocionaba la comida que allí se vendía (y hablamos de 1837) por haber sido cultivada conforme a «principios fisiológicos» en «suelo virgen sin viciar». Según el fetichismo «retro» de la época, eso significaba que se trataba de un terreno que no había sido «sometido» a «sobreestimulación»… ¡con estiércol!

Pronto, el testigo de esas técnicas de comercialización alimentaria fue recogido por fanáticos religiosos más abiertamente puritanos como John Harvey Kellogg, el hombre de los
corn flakes
. Kellogg era un curandero naturista, un activo combatiente antimasturbación y un defensor de los alimentos sanos, que promocionaba sus barritas de cereal de avena como camino de entrada en la abstinencia, la templanza y la más sólida moralidad. Dirigió un sanatorio para clientes privados en el que se usaban técnicas «holísticas», incluida la favorita de Gillian McKeith: la irrigación de colon.

Kellogg fue también un entusiasta activista antimasturbación. Defendía dejar al descubierto el tejido del extremo final del pene para que escociera al realizar actos onanistas (y uno no puede menos que preguntarse por los extraños motivos que guiarían a alguien a reflexionar tanto sobre el tema y con semejante grado de detallismo). He aquí un pasaje particularmente ameno de su
Treatment for Self-Abuse and its Effects
(1888), en el que Kellogg expone las líneas generales de su opinión sobre la circuncisión:

La operación debería ser realizada por un cirujano sin administración de anestesia, pues el breve dolor experimentado durante la intervención tendrá un efecto saludable sobre la mente, sobre todo si se conecta con la idea de castigo. En las mujeres, el autor ha descubierto que la aplicación de ácido carbólico puro en el clítoris constituye un medio excelente de disipar la excitación anormal.

A comienzos del siglo XX, el modelo del nutricionismo fue puesto al día para adaptarlo a los valores morales del momento por un hombre llamado Bernard Macfadden, quien, gracias a ello, se convirtió en el gurú sobre salud de mayor éxito comercial de su época. Cambió su nombre de pila de Bernard a Bernarr porque sonaba más parecido al rugido de un león (esto es completamente cierto) y dirigió una revista de éxito llamada
Physical Culture
, en la que salían cuerpos hermosos haciendo cosas saludables. La pseudociencia y las poses eran las de siempre, pero él sabía usar muy bien la libertad sexual en beneficio propio: vendía sus barritas de cereales como alimento favorecedor de un estilo de vida muscular, vigoroso y concupiscente en medio del torrente de hedonismo que inundó a Occidente en el período entre guerras.
[*]

Unas décadas más tarde, el testigo fue recogido por Dudley J. LeBlanc, senador por Luisiana y creador del Hadacol (nombre comercial resultante, según él, del hecho de que «
I had’da call
it something», o lo que es lo mismo: «tenía que llamarlo de algún modo»).
[1]
El Hadacol lo curaba todo, costaba cien dólares al año si se seguía la dosis recomendada y, para asombro del propio Dudley, se vendía por millones. «Venían a comprar Hadacol —explicó en una ocasión un farmacéutico— cuando ni siquiera tenían dinero para comprar comida. Tenían agujeros en los zapatos y se gastaban 3,50 dólares en un frasco de Hadacol.»

LeBlanc no atribuía beneficios médicos concretos a su producto, pero suministraba testimonios directos de sus clientes a unos medios de comunicación ávidos por hacerse eco de ellos. Nombró a un director médico que había sido condenado en California por practicar medicina sin licencia ni titulación universitaria válida. Una paciente de diabetes casi murió cuando dejó de administrarse insulina para tratarse solamente con Hadacol, pero a nadie le importó. «Es una moda. Es una cultura. Es un movimiento político», se comentó en el
Newsweek
.

Es fácil infravalorar el fenomenal y duradero atractivo comercial de esta clase de productos y alegaciones de eficacia a lo largo de la historia. En 1950, el volumen de ventas de Hadacol había superado ya los 20 millones de dólares anuales, con un gasto publicitario de un millón de dólares al mes repartido entre 700 diarios y 528 emisoras de radio. LeBlanc organizó un espectáculo itinerante con 130 vehículos con el que hizo una gira de más de 6.000 kilómetros por todo el Sur de Estados Unidos. La entrada al
show
se abonaba en tapones de frascos de Hadacol y entre las estrellas invitadas del espectáculo se contaban Groucho y Chico Marx, Mickey Rooney, Judy Garland… y unas mujeres ligeras de ropa que desfilaban en unas exhibiciones educativas sobre «la historia del traje de baño». Varias bandas de
dixieland
amenizaban las sesiones con canciones como el «Boogie del Hadacol» o «¿Quién le levantó el ánimo a la abuela?».

El senador aprovechó el éxito del Hadacol para impulsar su carrera política, y sus competidores, los Long (descendientes del reformista demócrata Huey Long), se dejaron llevar por el pánico y lanzaron su propia medicina patentada, llamada «Vita-Long». Al empezar 1951, LeBlanc gastaba más en publicidad de lo que ganaba con las ventas del producto, y en febrero de ese mismo año, al poco de haber vendido la compañía (y al poco de que ésta acabara quebrando), apareció en el programa de televisión
You Bet Your Life
junto a su viejo amigo Groucho Marx. «¿El Hadacol? —preguntó Groucho— ¿Para qué sirve eso?»

«Bueno —dijo LeBlanc—, a mí me sirvió para ganar unos cinco millones y medio de dólares el año pasado.»

Lo que estoy tratando de decir es que no hay nada nuevo bajo el sol. Siempre ha habido gurús de la salud vendiendo pociones mágicas. Pero no soy un periodista especializado en consumo y derechos del consumidor, y, por lo tanto, no me ocupo de que haya personas ejerciendo con cualificaciones poco habituales o vendiendo sustancias absurdas. Lo que a mí me preocupa en particular, simplemente, es que McKeith constituye una amenaza para la adecuada comprensión de la ciencia entre el público en general. Tiene un programa de televisión sobre nutrición en uno de los principales canales del país y en horario de máxima audiencia, pero eso no es óbice para que, al parecer, malinterprete, no ya ciertos matices, sino los aspectos más básicos de la biología: cosas en las que cualquier escolar sabría corregirla.

Supe por primera vez de la existencia de la doctora Gillian McKeith cuando un lector me envió un recorte extraído del semanario de radio y televisión de la BBC,
Radio Times
, sobre su primera serie de programas en Channel 4. McKeith se presentaba allí —muy sorprendentemente— como una autoridad académica y científica en nutrición —una «nutricionista clínica»— que vestía bata blanca, posaba en laboratorios rodeada de tubos de ensayo y hablaba de diagnósticos y moléculas. También se citaba allí algo que ella había dicho y que cualquier estudiante de biología de secundaria sería capaz de calificar de puro absurdo: concretamente, recomendaba el consumo de espinacas y de las hojas más oscuras de las plantas por su mayor contenido en clorofila. Según McKeith, ésas son hojas «ricas en oxígeno» y, por lo tanto, «oxigenan mucho la sangre». Y la «doctora» ha reiterado dicha afirmación en todos sus libros.

Perdónenme si sienten que les trato con cierta condescendencia, pero, antes de continuar, tal vez necesiten un ligero recordatorio a propósito del milagro de la fotosíntesis. La clorofila es una pequeña molécula verde que se encuentra en los cloroplastos, fábricas en miniatura insertas en las células de las plantas, que toman la energía de la luz solar y la usan para convertir el dióxido de carbono y el agua en azúcar y oxígeno. Mediante este proceso, conocido como fotosíntesis, las plantas almacenan la energía de la luz del sol en forma de azúcar (de elevado contenido en calorías, como ya saben), y luego pueden usar la energía de ese azúcar para fabricar todas las demás sustancias que necesitan: proteínas, fibra, flores, granos de maíz con los que revestir las mazorcas, corteza, hojas, trampas fascinantes para cazar moscas, curas contra el cáncer, tomates, etéreas flores de diente de león, castañas, chiles y todas las demás cosas asombrosas que suceden en el mundo de las plantas.

Mientras tanto, nosotros respiramos el oxígeno que las plantas despiden durante ese proceso —y que es, esencialmente, un subproducto de su fabricación de azúcares— y también comemos esas plantas o los animales que se alimentan de esas plantas, o construimos casas con madera, o fabricamos analgésicos con corteza de sauce, o hacemos cualquiera de las muchas y fascinantes cosas que hacemos relacionadas con el susodicho mundo de las plantas. También emitimos dióxido de carbono al respirar, y las plantas pueden entonces combinar ese dióxido con agua para fabricar más azúcar aprovechando la energía de la luz solar. Y, así, el ciclo continúa.

Como la mayoría de las cosas que aprendemos en el relato que las ciencias naturales pueden contarnos acerca del mundo, éste es un proceso tan hermoso, tan sutilmente sencillo, pero, al mismo tiempo, tan gratificantemente complejo y tan elegantemente interconectado (y tan verdadero, no lo olvidemos), que no logro imaginar por qué nadie iba a querer creerse una memez «alternativa» de la Nueva Era en vez de la verdad. Me atrevería incluso a decir que, en el muy hipotético caso de que, al final, se demostrara que todos estamos bajo el control de un Dios benevolente, y que la realidad en su conjunto puede reducirse a una especie de «energía» espiritual extraña que sólo los terapeutas alternativos saben aprovechar realmente, esto no sería tan interesante ni tan elegante como los contenidos más básicos que me enseñaron en la escuela a propósito de cómo funcionan las plantas.

¿La clorofila es «rica en oxígeno»? No. Ayuda a fabricar oxígeno. Mediante exposición a la luz del sol. Y el interior de nuestros intestinos está muy oscuro. De hecho, si en algún momento llega a haber alguna luz en ellos, es que algo está yendo muy mal. Así que ninguna clorofila que ustedes puedan ingerir servirá para crear oxígeno, y aun en el imposible caso de que sí sirviera (es decir, si la «doctora» Gillian McKeith les introdujera un reflector por el trasero para convencerles de que tiene razón, y la ensalada que hubieran ingerido unos minutos antes empezara a fotosintetizar después de que ella hubiera hinchado sus tripas con dióxido de carbono insuflado a través de un tubo para dar a los cloroplastos algo con lo que trabajar, y si —por algún extraño milagro— ustedes empezaran realmente a producir oxígeno ahí dentro), tampoco podrían absorber ninguna cantidad significativa de ese gas a través de sus intestinos, pues éstos están adaptados para absorber alimento. Son sus pulmones los que están optimizados para absorber oxígeno. Les aseguro que no tienen branquias en los intestinos. Ni siquiera los peces las tienen. Y ya que hablamos del tema, es probable que tampoco quieran tener oxígeno dentro del abdomen: cuando se practican intervenciones de cirugía mínimamente invasiva, los cirujanos tienen que inflar el abdomen del paciente para poder ver mejor lo que hacen dentro de él, pero no emplean oxígeno para ello, pues nuestro abdomen encierra también gas metano (el mismo de las ventosidades) y ningún médico desea que ningún paciente se incendie por dentro. En resumidas cuentas, en nuestros intestinos no hay oxígeno.

Entonces, ¿quién es esa persona y cómo llegó a enseñarnos cosas sobre nuestra dieta en un programa de televisión en horario de máxima audiencia y en un canal nacional en abierto? ¿Qué clase de titulación universitaria en ciencias posee para cometer errores tan básicos que hasta un escolar podría reconocer? ¿Fue aquél un error aislado, un lapsus excepcional? Me temo que no.

De hecho, sé que no, porque nada más leer aquella ridícula cita suya, encargué unos cuantos libros de McKeith. Pues bien, no sólo comete el mismo error en numerosos pasajes más, sino que su concepción de —incluso— los elementos más fundamentales de la ciencia está, a mi entender, profunda y chocantemente distorsionada. En
You Are What You Eat
(pág. 211), dice: «Cualquier semilla en germinación encierra en su reducido tamaño toda la energía nutricional necesaria para crear una planta plenamente desarrollada y sana».

He aquí algo que, ciertamente, cuesta seguir. ¿Acaso un roble adulto y sano, de treinta metros de alto, contiene la misma cantidad de energía que una diminuta bellota? No. ¿Una planta de caña de azúcar plenamente desarrollada y sana contiene la misma cantidad de energía nutricional —mídanla en «calorías» si así lo prefieren— que una semilla de caña de azúcar? Tampoco. Díganme que pare si les aburro. En realidad, díganme que pare si he entendido mal algo de lo que ella ha dicho, pero a mí este error me parece casi del mismo bulto que el de la fotosíntesis, porque esa energía adicional necesaria para que una planta crezca hasta su pleno desarrollo adulto procede, precisamente, de la función clorofílica, mediante la cual las plantas usan la luz para transformar dióxido de carbono y agua en azúcar y, a partir de ahí, en todos los demás componentes de los que están hechas las plantas.

Ésta no es una cuestión anecdótica, un oscuro lunar en un recóndito rincón de la obra de McKeith, ni tampoco depende para nada de su afiliación a una u otra «escuela de pensamiento»: la «energía nutricional» de un determinado alimento es una de las cosas más importantes que podemos esperar que un nutricionista conozca. Yo mismo puedo asegurarles que es un hecho demostrado que la cantidad de energía nutricional que obtendrán si se comen una semilla de caña de azúcar será infinitamente menor que la que ingerirán si se comen toda la caña de esa misma planta. No son errores debidos a referencias de pasada, ni lapsus del momento. Yo tengo por norma el no criticar las expresiones espontáneas, porque todos nos merecemos la oportunidad de «pifiarla» de vez en cuando. Las que aquí cito son afirmaciones muy claras extraídas de libros publicados.

Other books

Wolves at the Door (MMM) by Marie Medina
Veinte años después by Alexandre Dumas
FindingRelease by Debra Smith
Somewhere In-Between by Donna Milner
Favored by Felix by Shelley Munro
The Society Wife by India Grey
The Night Book by Charlotte Grimshaw
The Bull Rider Wears Pink by Jeanine McAdam
For Nicky by A. D. Ellis
Nomad by Matthew Mather