Maldita

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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

BOOK: Maldita
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En los años cincuenta, en el seno de una familia adinerada, con apenas dos kilos y cuarto, nace Lucía. Llega al mundo marcada por la muerte de su madre y rodeada de los secretos, los odios y rencores acumulados de las cinco generaciones que la precedieron. Su padre, un terrateniente que goza de gran poder económico y social en la comarca, la repudia desde el momento en que fue concebida y la condena a vivir el resto de su vida en una casucha. Lucía crece, completamente aislada, a merced de la familia de una hacienda vecina, y especialmente de Ángel, un joven muchacho. El encierro hace de ella una criatura especial. Es inteligente, trabajadora y dispuesta, pero incapaz de salir al exterior. Ella no lo sabe, pero ha venido al mundo a cumplir una misión: deshacer todos los entuertos que se han ido sembrando en aquellas tierras por los cinco Diego del Valle que las ocuparon.

A pesar de estar estigmatizada desde antes de nacer, la valentía de Ángel, que se cuela por una pequeña grieta en su pequeño y oscuro mundo, hace de ella una criatura llena de luz. Y Maldita, como la llamara su padre, se convierte en Lucía, luz del día; aunque antes tendrá que convertirse en una mujer y alejarse unos años de los que le enseñaron el lado amable de la vida.

Mercedes Pinto Maldonado

Maldita

ePUB v1.0

Nitsy
25.09.12

Título original:
Maldita

Mercedes Pinto Maldonado, 2012

Editor original: Nitsy (v1.0)

ePub base v2.0

A Miguelito, que tanto me inspiró.

Aquella tarde, en El Cortijo Don Diego, reinaba una quietud inusual. Después de un día especialmente agitado, la siembra había concluido. Una vez recogidos todos los aparejos del campo, y después de haber pagado a los jornaleros, comenzaba el tiempo de espera, que ya se había instalado en la hacienda, introduciendo en el paisaje una pincelada inquietante.

Cuando Diego entró en el caserón y, como de costumbre, se dispuso a quitarse sus enormes botas de faena en el zaguán, percibió cómo el silencio controlaba hasta el último rincón de su monumental vivienda. De repente, sintió que se asfixiaba.

Con los pies ya enfundados en sus cómodas zapatillas, dio dos pasos hacia la izquierda y entró en el pequeño vestíbulo. Allí se quitó su empapada camisa y la colgó en el perchero junto a un sinfín de ropa de trabajo. Antes de marcharse, vio sobre la pequeña mesita el correo acumulado de varios días; no estaba de ánimo para abrir aquel montón de cartas. Después se dirigió al baño para asearse un poco. La calma que lo rodeaba era tal que, con los ojos cerrados sobre el grifo abierto, dispuesto a lavarse la cara, el sonido del agua se le antojó el de un caudaloso río. «¿Qué estará haciendo Adela?», pensó. Otra vez había caído en la trampa. ¡Qué más le daba a él lo que estuviera haciendo Adela!

Salió del distribuidor y cogió el pasillo de la derecha para dirigirse a la cocina, sigiloso, no fuese que el silencio le devolviera con ira el sonido de sus pisadas. A su izquierda dejó el dormitorio que utilizaba su suegra cuando pasaba algunos días en casa, perfectamente limpio y ordenado; a la espera, como sus campos.

Seguidamente estaba la salita. Al pasar por la puerta advirtió que estaba entreabierta. Se asomó con disimulo por la abertura y… Allí estaba Adela, frente al ventanal, de espaldas a la puerta, en la vieja mecedora, apenas meciéndose, haciendo nada; esperando, como el dormitorio de su suegra, como sus campos. Su silueta difusa en la penumbra le provocó una extraña sensación de tristeza. ¡Ella! Tan bella y tan sola. Sintió el impulso de nombrarla y aliviar la soledad de los dos; pero se contuvo, estaba entrenado, sabía hacerlo.

Siguió su pausado paseo por el corredor hacia la cocina y, al verla vacía, recordó que aquella mañana María le había dicho que ella y su marido se marcharían después de ordeñar las vacas y que no volverían hasta la mañana siguiente, según le dijo, tenían que arreglar unos papeles en la ciudad. La estancia era de unas enormes proporciones, pensada para poder realizar en ella las tareas de matanza. Una robusta mesa la presidía, su padre la había mandado hacer al carpintero del pueblo cuando él aún era un niño; aunque sobre esto había varias versiones. Ocupando la quinta parte de la mesa, un pequeño mantel enmarcaba el sombrío bodegón preparado para la cena; un solo servicio. Una noche más, Adela no cenaría con él. Sobre la hornilla, una perola esperando el calor del fuego; esperando, como sus campos, como el dormitorio de su suegra, como Adela. Echó la dosis de arroz, que María había dispuesto en un platito, en el caldo de gallina y encendió el fogón. Mientras tanto, se sentó a fumarse otro Celtas corto. El cigarro no se le caía de la boca.

Había tomado una decisión muy meditada, irrevocable. Después de que se diluyera la ira del trágico momento, sólo quedó un ácido rencor y, tras su amargura, tomó una determinación: no echaría a Adela de su casa. No por lo que dijera la gente del pueblo, nunca le importaron las habladurías, sencillamente no podía, todavía no. Desde el fatídico día en que la encontró en el pajar en brazos de Juan, dejó de dirigirle la palabra. A las pocas semanas ella le dijo que estaba embarazada y él rompió la promesa que se había hecho a sí mismo para hablarle por última vez:

—Puedes quedarte si quieres, pero procura que ni tú ni tu bastardo invadáis mi espacio. Este es el trato, lo tomas o lo dejas.

—¿Cómo? ¿Qué estás insinuando? Este hijo es tuyo, yo… —Para qué seguir, Diego la había dejado con la palabra en la boca; estaba sola en la habitación.

La sentencia de su marido hizo caer a Adela en una profunda tristeza. Llevaba semanas con unas persistentes náuseas. Se sentía agotada, apenas encontraba fuerzas por las mañanas para levantarse. Tenía un embarazo especialmente difícil, pero la actitud de Diego era el peor de sus males. Sabía lo importante que había sido para él desde el principio de su matrimonio tener hijos; siempre decía que no pararía hasta llenar la casa de niños. Llevaban más de un año casados y su esposo esperaba la noticia con ansiedad. Ella pensó que al anunciarle su estado olvidaría el incidente del pajar.

El humo de su tercer cigarrillo se tornó acre. El caldo de su sopa se había consumido y los granos de arroz chisporroteaban en el fondo de la perola. De súbito se dio cuenta del penetrante olor a quemado que había inundado la cocina. «Maldita sea», masculló contrariado mientras corría a apagar el fuego. Se le había ido el santo al cielo pensando en Adela, estaba enfadado consigo mismo, ella ya no merecía un lugar en su mente.

Metió la cacerola en el fregadero y, mientras la llenaba de agua para ablandar el carbón del fondo, pensó en su padre. Recordó la entereza que mantuvo durante toda su vida ante una situación similar. Nunca se permitió un atisbo de debilidad; jamás hubiera consentido que cuestiones personales lo distrajeran de sus quehaceres. Si alguna vez tuvo un mal momento y los recuerdos de su esposa lo asaltaron, nadie lo supo. ¡Eso sí que era un hombre! Diego tenía tanto que aprender. Se dirigió a la alacena y sacó unos trozos de carne de la orza. Se le habían quitado las ganas de comer, pero no pensaba irse a la cama sin cenar por una mujer.

* * * *

Como todos los viernes, esa tarde Diego tenía partida de cartas en la taberna de Paco. Estarían los cinco: Adrián, Isidro, Alfonso, Pedro y él. De los cuatro compañeros de cartas que solían jugar con él, sólo a Pedro lo consideraba su amigo; el único a quien alguna vez había hecho confidencias, y del único que se fiaba. Diego no era hombre de ir contando sus asuntos personales a cualquiera, como Isidro; pero Pedro era diferente. Se conocían desde la infancia. Era callado, leal por naturaleza y un hombre de palabra; lo había demostrado cuando habían hecho algunos negocios juntos, en los que sus firmas fueron meros trámites, para los dos innecesarias. Estas cualidades eran para Diego fundamentales en un hombre que se preciara y las únicas que él creía tener en común con su amigo.

Por lo demás, se parecían tanto como un huevo a una castaña. Pedro le parecía a Diego un ser sombrío, apagado, falto de personalidad e iniciativa. Pensaba que descuidaba demasiado su imagen, y así se lo hacía saber sin ningún reparo, y que, teniendo en cuenta que su posición social era más elevada que la de mayoría de los hombres del pueblo, que se dedicaban básicamente a las labores del campo, no se preocupaba en absoluto de parecerlo. Con su abundante pelo, Diego se habría preocupado cada día de hacerse un buen tupé a la izquierda de una raya bien delineada. Por más que su madre lo obligaba a cambiarse de ropa, era rara la vez que no lucía un lamparón en su camisa o pantalón. Y, aunque siempre llevaba las manos limpias, no recortaba sus uñas lo debido. Tenía un caminar indeciso, como despistado; visto avanzar de lejos parecía estar a punto de tropezar constantemente. Aun así, gozaba un aire bohemio y misterioso apreciado en su entorno, más motivado por su dejadez y timidez que por su rico mundo interior, según le parecía a Diego, claro está. Cuando Diego lo miraba a los ojos tenía la sensación de estar frente a un niño distraído. «¿Hay alguien detrás de mí, Pedro?», le decía a veces cuando no se creía escuchado. «Nadie, y aunque lo hubiera no podría verlo. —Diego era de unas enormes proporciones—.» «Pues entonces ¿qué coño estás mirando?». En realidad Pedro asistía a las conversaciones de su interlocutor muy atento, su forma de mirar era un signo del manifiesto desapego que sentía hacia todo cuanto le rodeaba, consciente de la levedad del mundo. Alguna vez pensó que algo le pertenecería para siempre y, al perderlo, experimentó tal sensación de desarraigo que decidió no pasar más por un dolor semejante. Era demasiado joven cuando perdió a su padre. A partir de ese momento, de una forma instintiva, aprendió a mantenerse a cierta distancia de todo: su familia, sus amigos, un posible amor, su dinero y posesiones… Todo tenía una relativa importancia para él, dando a veces la impresión de que sentía cierto desprecio hacia su entorno. Aunque en muchas ocasiones Diego llegaba a sentirse molesto por la actitud desinteresada de Pedro, no era menos cierto que, precisamente por esto, confiaba en él. Pedro era el único de sus conocidos que no se esforzaba en caerle bien por el hecho de ser el hombre más rico y poderoso del pueblo, lo que le daba la seguridad de que en la amistad que mantenían desde niños no había un interés oculto.

La partida terminó sin acontecimientos dignos de mención. Diego llegó con quinientas pesetas en el bolsillo y finalmente le quedaron trescientas cincuenta. Naturalmente que le hubiese gustado ganar, de hecho tenía muy mal perder, pero, teniendo en cuenta que había estado especialmente disperso durante toda la tarde, consideró que podría haber perdido mucho más. Solían apostar bastante fuerte.

Antes de marcharse, Isidro quiso felicitarlo:

—Me he enterado de que Adela está embarazada. ¡Enhorabuena, hombre! Estarás contento —habló con una sorna nada sutil, dejando claro que había una doble intención en sus palabras.

—¿Tienes algún problema, Isidro? ¿Qué tal está tu hijo? —Diego quiso bajarle los humos recordándole que su hijo mayor estaba en la cárcel por haber matado a su jovencísima esposa de una paliza que remató con una puñalada.

—Venga Diego, vámonos a casa —dijo Pedro, temiéndose que de nuevo llegaran a las manos, como había ocurrido unos meses antes; aunque se retiraron a tiempo.

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