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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (3 page)

BOOK: Maldita
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* * * *

—Empuja Adelita, empuja una vez más y acabaremos con esta tortura —decía Carmen a su hija, con los ojos como ascuas de aguantar el llanto.

Pero Adela, con los brazos en cruz y sobre un mar de sangre, sólo acertaba a mover la cabeza de un lado a otro pidiendo el auxilio que su garganta ya no le permitía.

—El niño viene de pies, hay que llevarla a la ciudad inmediatamente. Llama a tu yerno y dile que traiga la camioneta —dijo la matrona a Carmen después de sacar su mano del conducto del parto.

Por su experiencia, Dora sabía que en aquellas condiciones rara vez terminaba con éxito un alumbramiento, incluso en el hospital. Lo más probable era que se produjera una desgracia por el camino. Pero ella no podía hacer nada, su obligación era darles al niño y a la madre otra opción, por descabellada que pudiera parecer.

Carmen buscó a Diego por la finca lo más rápido que le permitieron sus deformados pies. Nada, no había señales de él por ninguna parte. En las cuadras se encontró a Alfonso tan atareado como ella —aunque él parecía haber tenido más suerte—, éste no supo darle razón. Asfixiada, regresó.

—No lo encuentro. Diego no está en la finca. No entiendo dónde se ha metido este hombre en un momento como este.

—Voy a decirle a Alfonso que vaya en la moto a buscar al médico —dijo María saliendo ya por la puerta.

Aunque Adela era incapaz de hablar, bajo sus insoportables dolores, en lontananza, escuchaba los comentarios que hacían las tres mujeres. De alguna manera, supo que la vida de su hijo dependía de que ella fuese capaz de encontrar en algún lugar de su ser las fuerzas necesarias para dar un último empujón.

Al momento, volvió María.

—Ya está, Alfonso ha ido a buscar al médico a la ciudad, esperemos que regrese con él a tiempo.

—Háblame, Adela. Hija ¿qué tienes? —Carmen supo que su niña se le iba.

* * * *

En la taberna de Paco sólo quedaban ellos: dos sombras en la penumbra envueltas en el humo de los incontables Celtas cortos que se había fumado Diego. Paco había apagado la luz de la sala y sobre la barra, colgada del techo, apenas centelleaba una ocre bombilla oculta tras la mugre grasienta. Encima de las mesas, las patas de las sillas apuntaban al techo como espadas desde hacía una hora. El hedor que dejaba la dura jornada de los campesinos se había debilitado y, a esa hora, era la acritud de la madera enmohecida de las barricas la que surgía de los rincones. Hablaban susurrando, ajenos a la desesperación de Paco por cerrar, que de haber podido escuchar la conversación no habría sido tal; era un tabernero bastante cotilla. Habían dado buena cuenta de tres botellas de vino. Diego estaba bastante ebrio, se le trababa la lengua y tenía los ojos rojos y vidriosos.

—Esta es la peor noche de mi vida Pedro. Si mi padre levantara la cabeza…, si viera a mi mujer dando a luz su bastardo bajo mi propio techo, mientras yo paso la noche fuera, emborrachándome para soportar la vergüenza. ¿Cómo he podido llegar a esto? ¡Qué pesadilla Pedro! —Esto sí lo oyó el tabernero, que paró por un momento de pasar la bayeta por la barra—. Qué pesadilla.

—Me parece que te estás precipitando, puede que ese niño sea tuyo y estés renegando de él antes de nacer.

—¡No-es-mío! —Volvió a levantar la voz—. Y aunque lo fuera, nunca tendría la garantía.

Paco seguía pasando, una y otra vez, el mugriento trapo por la barra. Hacía ya un par de horas que debería haberse metido en la cama con su esposa.

Diego cogió el último cigarro que le quedaba en la cajetilla y la tiró al suelo. El tabernero se acercó a recogerla y, con cierta timidez, habló por fin:

—Tengo que cerrar. Son más de las dos de la madrugada, vosotros también deberíais iros.

—Vámonos Diego, esta noche dormirás en mi casa, no estás en condiciones de conducir. Iremos dando un paseo para despejarnos.

Diego caminó hacia la puerta dando tumbos y traspiés, apoyado en su amigo. A la salida, un relámpago descomunal acuchilló las calles, seguido de un trueno que sacudió el firmamento.

* * * *

—Inténtalo hija mía, sólo una vez más. —Volvió a implorarle su madre, aunque no estaba segura de ser escuchada.

De súbito, se fue la luz. La tormenta que se acercaba había afectado al tendido eléctrico. Las seis manos femeninas que Adela tenía a su servicio se posaron en su cuerpo: una en sus entrañas, otra en su vientre, dos acariciándole el rostro y el pelo y las demás cogidas con cariño a las suyas.

—Tranquila mi vida, estamos aquí contigo. —Sonó en la absoluta oscuridad una voz maternal.

—¡María, busca unas velas! Date prisa —gritó Dora con desesperación.

Adela empezó a jadear como una fiera mal herida. Sentía que se le iba la vida. «Ahora o nunca», pensó. Apretó con fuerza las manos que tenía a su disposición, encajó los dientes y, levantando el cuerpo treinta grados, empujó por última vez. Si ella perdía la vida sería para entregársela a su hijo.

Un rayo cegador iluminó la habitación. Las tres mujeres se quedaron atónitas. Entre las piernas de Adela se encontraba la mitad del cuerpecito de un bebé, atrapado en la cintura por el útero. La cabeza, el tórax y los brazos seguían dentro de su madre. Era una niña.

Dora actuó con rapidez y habilidad y, presionando con una mano el vientre de Adela y con la otra manipulando en su interior, sacó a la pequeña. Un trueno ensordecedor le dio vida y rompió a llorar.

El veintitrés de agosto a las dos y cuarto de la madrugada, en el cortijo de don Diego, la hija de Adela vino al mundo.

Seguidamente volvió la luz, sorprendiendo a las tres mujeres rodeando a un cuerpecito que se movía sobre las sabanas empapadas llorando con una fuerza impropia de apenas dos kilos y cuarto.

—Qué pequeña es —dijo su abuela—. Parece un gatito.

—Lucía, se llama Lucía. —Se oyó un susurro.

Las tres, que por un momento se habían olvidado de la madre, volvieron sus miradas hacia ella. La vida acababa de abandonarla. Su último aliento fue para su hija.

* * * *

—¡Pedro! ¡Abre! ¡Abre, por el amor de Dios! —gritaba Alfonso entre truenos y relámpagos mientras golpeaba la puerta.

Por fin, la puerta se abrió.

—¿Qué pasa Alfonso? ¿Qué voces son estas?

Alfonso apareció en el umbral completamente empapado. Un rayo iluminó su figura y el agua la hizo centellear en la noche, antojándosele a Pedro una visión espectral.

Estaba aturdido, acababa de quedarse dormido y el alcohol lo había atrapado en un profundo sueño que necesitó de la insistencia de los golpes de Alfonso para que lo dejase salir. Sentía que la sangre le bombeaba en la cabeza como si su agitado corazón estuviese dentro. Él no había bebido tanto vino como Diego, de haberlo hecho, a esas horas estaría amortajado, pero, aun así, se había pasado. El rostro desencajado de Alfonso lo obligó a concentrarse en sus palabras.

—Adela ha muerto en el parto, dio a luz una niña y ha muerto en el parto. ¿Sabes dónde está Diego?

Necesitó unos segundos para repetirse a sí mismo lo que acababa de oír y asegurarse de que no estaba sufriendo una pesadilla. Cuando comprobó que estaba en el mundo real y que las palabras de Alfonso no habían escapado de sus sueños, se giró noventa grados buscando el marco de la puerta, levantó su antebrazo, lo apoyó en el quicio y escondió la cabeza debajo. Una seca bola de trapo le presionaba la garganta. «Adela, ¿cómo has podido terminar así por amor?», le lanzó la pregunta a dónde quiera que estuviese en aquel momento. Hubiera necesitado llorar y gritar para dar salida a su dolor, pero Alfonso lo miraba expectante, esperando una respuesta.

—¡Bendito sea Dios! Está aquí, Diego está aquí. Pasa, voy a llamarlo.

Diego estaba en coma profundo. Hacía media hora que se había desvanecido en un sillón como una cuba. Después de las tres botellas que compartieron en el bar de Paco, se bebió otra media, él solo, en casa de su amigo. Pedro lo zarandeaba insistentemente mientras pronunciaba su nombre, pero era una tarea imposible, estaba casi muerto. Alfonso miraba la escena desolado.

—Lo siento Alfonso, ya ves que no hay manera de despertarlo. Vuelve a casa y di que no lo has encontrado. Yo mismo lo acercaré en cuanto se recupere un poco. Anda, vete, en esa casa necesitan un hombre esta noche. —No era su costumbre incitar a mentir, pero en aquel momento le pareció lo más oportuno; sabía que Alfonso no los delataría.

Cuando despidió a Alfonso, Pedro se derrumbó. En cuclillas, con la espalda apoyada tras la puerta, escondió el rostro entre sus manos y rompió a llorar como un niño. Tal vez no habría en el mundo un hombre que llorara la muerte de Adela más que él. Así estuvo hasta que el alba se coló por la puerta de la cocina e iluminó el zaguán, sollozando. Mientras los ronquidos del recién viudo se confundían con la tormenta.

Tuvo tiempo de pensar en tantas cosas… Recordó las tardes del invierno previo a la boda de Diego, cuando encontraba a Adela sentada en la salita de su casa, cosiendo con su madre. Ella quería aprender punto de cruz para bordar en su ajuar las iniciales de su futuro esposo y de ella. Rosa era una experta en punto de cruz y Adela quería instruirse con la mejor. Además, era la excusa perfecta para pasar temporadas en el pueblo, en casa de una vieja tía, y así estar más cerca de Diego. Cuando Pedro regresaba del trabajo y la encontraba en su casa se sentía estremecer. Fantaseaba pensando que era su esposa y que lo estaba esperando después de una dura jornada. Pero enseguida ella, con su saludo de siempre, lo hacía volver a la cruda realidad: «¡Hola, Pedro!», a juzgar por el saludo podría parecer que le entusiasmaba su llegada. Pero seguidamente le preguntaba: «¿Has visto a Diego hoy?». Lo único que le interesaba de él eran las noticias que podría llevarle de Diego. Cuántas veces, en los momentos que la encontró sola, estuvo tentado de robarle un beso, de decirle que la quería. Tuvo oportunidad de ser testigo de cómo, poco a poco, Diego le iba robando la alegría, aún antes de estar casados. Cada tarde la encontraba más callada, más pálida, menos ella; el amor que sentía por Diego ya había empezado a destruirla.

«¿Por qué permití que te fueras apagando hasta llegar a este triste final?», le preguntaba al vacío, como ido, una y otra vez, mientras el agua de la fuerte tormenta se colaba por la raja de la puerta empapando sus pantalones. El trajín del día que amanecía y un persistente golpe de tos de Diego aliviaron su tortura. Había que ponerse en marcha. Ahora tendría que esconder su luto al mundo y comportarse como lo que era: un buen amigo del viudo.

Diego llegó al cortijo bien entrada la mañana, acompañado por Pedro. Desde que éste le dio la noticia hasta que fue capaz de levantarse del sillón tuvieron que pasar unas horas. No dijo absolutamente nada. Le pidió a Pedro que lo dejara sólo y cuando estuvo preparado lo llamó. Durante todo el tiempo que Diego necesito para armarse de valor y aparecer por su casa, Pedro y su madre se atiborraron de café en la cocina, mientras comentaban una y otra vez el desgraciado suceso. A duras penas Pedro pudo esconderle su dolor a Rosa, aunque ella lo intuía.

Apareció desaliñado, con la ropa del trabajo del día anterior empapada; no había parado de llover desde que nació Lucía. Tenía la cara hinchada y los ojos ensangrentados. Hacía un gran esfuerzo por mantener su actitud altiva de siempre; apenas lo conseguía. En su interior, la desolación y la cólera mantenían una batalla que lo estaban destrozando. No obstante, él era don Diego del Valle, el quinto don Diego del valle; nunca un del Valle se mostró abatido, por muy duras que fuesen las circunstancias. «Ellos no eran como los demás», le decía su padre cada vez que a Dieguito se le escapaba alguna lágrima, «se vestían con la dignidad cada mañana, por eso los habían respetado generación tras generación».

La casa era un hervidero, todas las habitaciones de la planta baja estaban a rebosar, incluida la cocina. Hasta tal punto, que la aglomeración se derramaba por los pasillos y salía por la puerta principal. Conforme Diego y Pedro iban avanzando, la gente les abría paso. La mayoría de los presentes no estaban allí por mero afecto al recién viudo, habían acudido por compromiso, por curiosidad o para acompañar a doña Carmen, cuya familia sí gozaba de gran simpatía en el pueblo, a pesar de que hacía dos décadas que el matrimonio y su hija pequeña se marcharon a la ciudad. Aunque de alguna manera se compadecían de Diego, los asistentes al velatorio lo miraban con recelo, como si en parte lo consideraran culpable de la muerte de la muchacha más bonita que había pisado aquellas tierras. Era matemático: todas las mujeres que entraban en El Cortijo Don Diego desaparecían de una forma extraña. La maldición de los del Valle se estaba convirtiendo en una leyenda.

No se dignó a entrar en el salón donde se había dispuesto el ataúd, no tenía la más mínima intención de despedirse de la única mujer que lo había amado de verdad. Avanzó como pudo hasta el recibidor. De haber podido, habría dado una fuerte sacudida a su casa hasta desprenderla de la última sabandija y poder volver a reconocerla. No soportaba ver al populacho paseándose por su casa y curioseando a su antojo; para la mayoría era la oportunidad perfecta de contemplar con sus propios ojos la gran mansión de Diego del Valle. Entre el murmullo, le pareció escuchar un par de veces: «Lo siento señor don Diego». Pero muy bajito, como susurrado. No sabían cómo interpretar su deplorable aspecto: si era consecuencia de la trágica pérdida por la que estaba pasando y se había pasado la noche bebiendo para mitigar su dolor; o eran ciertos los rumores y se había ahogado en vino para olvidar su vergüenza. Ante la duda, la mayoría callaba y apenas lo miraban de reojo, controlando las exclamaciones que suscitaba su lamentable estado.

Doña Carmen supo que su yerno había llegado por el revuelo que se formó entre los que la acompañaban. No tuvo fuerzas para ir en su busca y enfrentarse a él. Estaba destrozada.

Adela nació cuando sus padres ya pensaban que no tendrían hijos. No es que doña Carmen fuera muy mayor, tenía veintiocho abriles, pero después de nueve años de matrimonio había perdido las esperanzas. La niña fue una bendición para sus padres y sus abuelos. Era tan bonita y delicada. Casi nunca la llamaban por su nombre, que fue un homenaje a una bisabuela. Florecilla, princesa, lucero, bizcochito…, eran las palabras que inspiraban a sus mayores a la hora de nombrarla, todas dulces y tiernas como ella. Era una niña muy alegre. Su abuelo Pepe siempre decía: «Esta niña ríe al menos un millón de veces al día», y ella se reía una vez más. Creció sin recordar un solo deseo frustrado. Se lo daban todo, antes incluso de que ella pudiera soñarlo. Sólo tenía que detenerse ante un escaparate para mirar algo que llamara su atención y al momento lo tenía en las manos. A veces Carmen se enfadaba con su marido y sus padres por la forma en que la consentían, pero la verdad es que ella la mimaba aún más.

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