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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (32 page)

BOOK: Maldita
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—Tu padre no la había tocado, de hecho, según ella, nunca la tocó y, de ser cierto, y yo creo que lo es, la conclusión es clara.

Como de costumbre en Diego, cuando se sentía acorralado por una conversación incómoda, provocó un largo silencio. Pedro lo agradeció enormemente. Seguía allí, todo un logro. Pero se estaba guardando la parte más escabrosa: la identidad de su padre, y no tenía ninguna intención de revelársela a menos que se sintiera obligado, eso era algo que Diego debía preguntarle a su madre.

La declaración de Pedro encajaba en su memoria, en realidad le había dado las piezas de un inconcluso puzle. Pedro no lo sabía, pero no era la primera vez que a Diego le insinuaban aquel hecho. En más de una ocasión, la Gata le había hecho comentarios que le provocaron grandes carcajadas. Su padre había sido un cliente asiduo del viejo prostíbulo donde ella trabajaba. La dueña del local fue la preferida del cuarto don Diego, hasta tal punto, que cuando la encontraba indispuesta se marchaba sin recibir el servicio requerido. La Rubia, la dueña del prostíbulo, no sólo había sido su compañera de cama durante años, además, fue su confesora y le guardaba sus más oscuros secretos. Ella nunca los hubiera revelado, de no haber sido porque los años se cebaron en su salud mental y comenzó a padecer unos episodios de enajenación en los que vociferaba las confidencias que durante años le habían entregado sus mejores clientes. Cuando se reunía con sus chicas en el almuerzo, las entretenía contándoles los trapos sucios que escondían las mejores familias de la comarca. Era su forma de vengarse, su manera de cobrar lo que realmente valían sus servicios. «Ninguno de todos esos señoritingos merecen su apellido», decía una y otra vez a voces cuando veía a sus antiguos clientes cruzar los pasillos con alguna de sus chicas y recordaba cuando la preferían a ella. Según le contaba La Gata, el tiempo fue ratificando cada una de esas palabras, no se inventaba ni una coma. Poco después de que La Rubia perdiera totalmente la cabeza, fue sustituida para controlar el prostíbulo por la mejor de sus acólitas: La gata, que obligó a la antigua jefa a mantenerse encerrada en su cuarto durante las horas que se abría el negocio. A sus setenta y ocho años aún seguía viva, postrada en una cama, casi cadáver. «Ahí va don Diego, el peor de todos», le contó la Gata lo que gritaba la vieja ama la noche que su padre ya no preguntó por ella y lo vio pasar por la puerta de su dormitorio acompañado por una de sus chicas: con iguales curvas que ella, la misma seguridad, el mismo rubio oxigenado, pero mucho más joven y tonta. «¿Todavía no has sido capaz de meterle mano a tu mujer?», siguió vociferando ante la sorpresa de todas las chicas y los numerosos clientes de aquella noche de sábado.

No era la única pieza del puzle que ahora encajaba: también se había preguntado, cuando tuvo uso de razón, por qué recordaba que sus padres dormían en habitaciones separadas. Supo que las declaraciones de Pedro podrían ser verdad y que no tenía sentido negarse a sí mismo, sólo a sí mismo, tal evidencia. Se sumió en sus pensamientos, ignorando el paso del tiempo y la impaciencia de su acompañante. Pensó, por aquella única vez, que lo poco que conocía de su progenitor lo había heredado: igual que él, había renegado de la mujer que lo amó y de su propio hijo. «¡Adela! ¿Qué hacías en el pajar abrazada a mi enemigo?», fue su último pensamiento.

—¿Hueles eso? Algo se quema. —Diego rompió el interminable silencio.

* * * *

Juanito no podía dilucidar la conversación que llegaba como un rumor desde la habitación vecina, pero sabía de lo que estaban hablando. Después de la larga charla que habían mantenido aquella noche en su dormitorio, por fin, sus padres se habían dormido; sus ronquidos de perros viejos se paseaban por los pasillos de la casa. Los despreciaba hasta lo más profundo, aborrecía sus miserables vidas, sus miedos, su ignorancia. No fue necesario que actuara con sigilo, no los despertaría ni una bomba.

Se dirigió al antiguo establo, donde ahora su padre guardaba todas las herramientas necesarias para cultivar sus escasas tierras, y cogió uno de los bidones de gasolina que almacenaba. Cogió también una linterna, era la noche más negra que recordaba. No fue fácil transportar los veinticinco litros de gasolina hasta el cortijo de Diego; a medio camino, recordó que había olvidado los fósforos y tuvo que abandonar la garrafa para volver. Cuando regresó, pasó largo rato paseando la luz de la linterna por entre los matorrales hasta que la encontró. A pesar del incidente no pensó en echarse atrás ni por un momento, no sólo porque tenía un motivo concreto, además, el hecho de imaginar las llamas devorando todo lo que encontraran a su paso lo llenaba de placer. Juanito era un pirómano.

Por el camino recordó las innumerables veces que tuvo que contenerse para no empujar a su padre cuando atizaba la gran chimenea de la cocina. Si alguna vez incumplió su estricto horario de estudio, fue para contemplar aquel fuego que lo atrapaba y hechizaba hasta olvidarse de su tormentosa existencia. Era la única fuerza capaz de dejarlo sin voluntad. Se acercaba hasta tal punto a la chimenea que casi sentía hervir su sangre y su piel se inflamaba y encendía como las mismas llamas. Su madre lo amonestaba constantemente cuando lo veía ausente frente al fuego, temiendo que se desfigurara la otra mitad del rostro.

Supo que Diego no estaba solo en la casa, el flamante vehículo que había aparcado en la puerta anunciaba visita, seguramente, Pedro se habría comprado por fin un coche. Estuvo tentado de esperar a que se marchara, pero vio luz en la cocina y cuando se asomó por la ventana se encontró a los dos amigos frente a frente en silencio, parecía que fueran a pasar la noche en aquel absurdo estado. Miró a Diego unos segundos, ¡a su padre!, y su inminente fechoría recobró todo el sentido. Lo maldijo para sí mil veces. Maldijo su altanería, su soberbia, su cigarro, el sombrero que colgaba de su silla, su casa, sus tierras…, maldijo a su maldita hija y el día que los engendró a los dos. Pensó que su madre también debería estar allí dentro, pero eso era algo que tendría que solucionar en otra ocasión. En cuanto a Pedro…, para él ni fu ni fa, daños colaterales.

Lucía sabía que Juanito merodeaba por los alrededores; conocía sus pasos mejor que las notas de su violín. Estaba escribiendo en su diario cuando escuchó el leve crujido de los guijarros al ser aplastados por unos zapatos. Incluso, sospechó que Juanito trasportaba algo pesado. Se sobrecogió. Dejó su tarea, cogió su muñeca de la silla y volvió a la cama. Desde el rincón donde se atrincheró, pudo ver la luz de la linterna que aparecía y desaparecía entre el marco de su ventana como si bailara una siniestra danza. Algo le decía que aquella noche cambiaría su vida, o… algo peor. Consciente de que la muerte la acechaba, volvió a salir de su cama para recoger todo aquello que quería llevarse a donde quiera que terminara esa noche. Cuando tuvo sobre la cama sus diarios, los de su madre, su muñeca y su violín, pensó que necesitaría algo para meterlo todo. Miró a su alrededor a modo de despedida de izquierda a derecha: contra la pared, su tesoro, su baúl; después la ventana, por la que todo el mundo se asomaba para contemplar a Lucía en el país de las maravillas; a continuación estaba la puerta que se negaba a cruzar, hacía poco que le había dado una mano de barniz, se apresuró a echar el enorme cerrojo que hizo poner su abuela, tal vez por primera vez, descubrió que ya lo alcanzaba sin necesidad de subirse al cajón; seguidamente se encontró con el aparador, con su escaso menaje, la radio y un montón de libros sobre él; a su lado la cocina, con su pequeño fregadero sobre la cortinilla de cuadros que escondía el cubo de la basura, y a su derecha un trocito de mármol con una cacerolita encima que contenía los restos de la cena que le había traído Herminia; después estaba ella, sobre su cama; y para terminar la puerta de la despensa y la del baño, el baúl y vuelta a empezar. Todo salpicado de libros bien apilados. Sobre la mesa central había gran cantidad de material escolar: libretas, dos lapiceros, uno con lápices de grafito y otro con colores, un diccionario, una buena cantidad de libros de texto dispuestos en dos montones. El lugar olía como el aula de un colegio, como lo que era, olía a lo que contenía, pero con una sola alumna. A sus nueve años había conseguido que su casita fuera un reflejo de ella misma: muy pequeña para tanta luz, para tanta curiosidad, para tanto talento; como era ella.

La bolsa del pan que colgaba del pomo de la puerta de la despensa podría valerle para meter todo lo que había sobre su cama. Estaba muy nerviosa, tenía las manos frías y sudorosas y le temblaban, como el resto del cuerpo. Le costó desenganchar la talega, no estaba segura de reunir las fuerzas necesarias para llevar a cabo su tarea. Sacó los trocitos de pan que guardaba en la bolsa y metió sus pertenencias más queridas, menos su muñeca, que le haría compañía en el duro trance. El mástil de su violín asomaba por la abertura. Hubiera querido guardar también todos sus libros, pero… ¿dónde?

Arrinconada sobre su cama, abrazada a su muñeca y con la bolsa del pan colocada el hombro para asegurarse de que se iría con ella, llena de pavor, esperó el fin.

* * * *

Herminia se levantó para ir al baño. Tenía que cruzar un patio al aire libre para llegar hasta él. Esperaba que pronto tuviesen ahorrado lo suficiente para hacer un baño dentro de la vivienda y así evitar la mayoría de los resfriados que toda la familia cogía en invierno. El viento soplaba en dirección a su casa y notó un fuerte olor a quemado. Se dirigió hasta la cancela desde donde avistaba todo el valle y parte del cortijo de don Diego entre los árboles. Era una noche negra, sin luna. El resplandor que coronaba el horizonte, en un principio, se le antojó un extraño amanecer; pero no eran ni las dos de la madrugada.

—Despierta Ana, despierta. —Herminia zarandeó a su nueva inquilina.

Su marido y su hijo mayor ya estaban vistiéndose.

—¿Qué pasa? —preguntó Ana aturdida.

—Tenemos que irnos, hay fuego en la casa de tu hijo.

—¡Lucía! —Fue la primera imagen que a Ana se le vino a la cabeza.

El marido de Herminia había alertado a los vecinos más próximos y algunos ya bajaban hacia el valle con los hijos varones de sus casas que ya tenían suficiente edad, cargados con cubos y palas por si había que hacer un cortafuego.

* * * *

No había concluido su tarea cuando vio salir de la vivienda a Diego y su amigo. Se escondió en los establos hasta tener la oportunidad de salir corriendo. Diego llevaba una escopeta y blasfemaba como un loco.

—Esto es obra de un maldito cabrón, hay al menos cuatro focos alrededor de toda la casa. —Tropezó con el bidón de gasolina vacío—. Vigila esta zona, yo voy por la parte de atrás, es posible que ese hijo de puta esté todavía aquí —ordenó a Pedro.

«¡Lucía!», igual que Ana, fue lo primero que pensó Pedro al ver que las llamas empezaban a rodearlos. Haciendo caso omiso a las palabras de Diego, volvió a entrar en la casa buscando la despensa. Oyó el estallido de los cristales de la cocina y recorrió el largo y oscuro pasillo presa del pánico; siguiendo el rastro del humo, que cuanto más avanzaba más se concentraba. La cocina ya era irrespirable. Rápidamente, arrancó de un tirón el mantel de la mesa, lo puso bajo el grifo y se lo acercó al rostro; no estaba seguro de estar haciendo lo correcto pero sus pulmones empezaban a colapsarse. Al abrir la despensa una inmensa nube se adelantó a sus pasos. Tras la siguiente puerta estaba Lucía. La vivienda de la niña tenía la luz encendida, pero no se veía absolutamente nada. Una inmensa llamarada asomaba por la ventana. Giró a su derecha y palpó con desesperación la cama. En ese momento se fue la luz.

—¡Dios Santo! Ven aquí pequeña, salgamos de este infierno.

Un cuerpo flácido yacía en sus brazos. Hubiese querido examinarla y deshacerse de la bolsa que colgaba de su cuerpo, cogida a una cuerda que cruzaba su pecho, pero no había tiempo; Lucía se había asegurado de que no cayera de su hombro metiendo también la cabeza por la cinta.

La salida más próxima a la calle estaba totalmente bloqueada por las llamas, tendría que volver a atravesar el ala derecha de la casa. Cogió el mantel mojado y se cubrió junto a la niña, dispuesto a recorrer nuevamente el largo pasillo. El fuego había conseguido entrar dentro de la vivienda, alimentándose de las persianas, marcos exteriores y cortinas. Sintió que se ahogaba, como si el fuego naciera de su interior. Caminaba completamente a ciegas. Un fuerte resplandor al final del corredor lo situó. Pensó que morirían, no podrían salir por la puerta principal, el zaguán y la subida de las escaleras ya eran pasto de las llamas.

El antiguo dormitorio de doña Carmen tenía la puerta cerrada, recordó dónde se situaba la ventana y pensó que podría ser una salida. Abrió la puerta y comprobó que a través de los visillos no se veía ningún resplandor, el cuarto aún estaba limpio de humo, por unos instantes, pudo respirar, antes de que una nube negra se le adelantara. Con la niña en brazos, que ya empezaba a pesarle, y la bolsa del pan, con el mástil asomando, aprisionada entre sus cuerpos, consiguió abrir la ventana; no fue tarea fácil desatascar el pestillo en aquellas condiciones. Entre crujidos, chasquidos y estallidos, escuchó voces cercanas: «Hagamos dos cadenas desde los pozos hasta las casas», los vecinos habían empezado a organizarse.

* * * *

Las llamas estaban a un par de metros de los establos; si no salía de allí rápidamente, el fuego bloquearía la entrada y moriría. Sabía que la casa estaba rodeada por los vecinos que habían acudido a sofocar el incendio y se arriesgaba a ser el primer sospechoso al huir. Una vez más, había calculado mal su tropelía. Una llama asomó por el quicio de la puerta y el miedo decidió por él, empujándolo hacia el exterior como escupido por una fuerza bruta.

—¡Alto ahí, hijo de puta! —Diego lo había visto salir y no dudó en apuntarlo con su escopeta.

Su primer tiro no dio en el blanco.

El cortijo estaba rodeado por hombres y mujeres, y seguían bajando más por el cerro que lo protegía de los vientos del norte. Unas treinta personas se habían dividido en dos filas dispuestas a los costados de la mansión, uniendo ésta con los dos pozos que había en el terreno: uno al este y otro al oeste. Se pasaban cubos de agua unos a otros. El capataz se encargaba de transportar en su moto, nuevamente hasta los pozos, los recipientes vacíos que se acumulaban al final de las colas. Otros hombres, hacían zanjas para parar los diferentes frentes que amenazaban con subir por la colina.

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