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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, otros

Manalive (5 page)

BOOK: Manalive
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La existencia con un hombre semejante era una carrera de obstáculos, hecha de obstáculos agradables. De cualquier objeto familiar y trivial podía sacar carretes de exageración, como un prestidigitador. No había cosa más retraída y personal que la fotografía del pobre Arthur. Pero al absurdo Smith se lo veía ayudándolo, con entusiasmo, durante soleadas horas matinales, y una serie indefendible clasificada con el nombre de “Fotografía Moral” empezó a desarrollarse en la pensión. No era sino una versión del viejo truco del fotógrafo que repite la misma figura en una misma placa, haciendo que un hombre juegue al ajedrez consigo mismo, cene consigo mismo, etc. Sin embargo, esas placas eran más misteriosas y ambiciosas, por ejemplo: “La señorita Hunt se olvida a sí misma”, mostrando a esa señorita en el acto de responder a su propio saludo desmesuradamente expresivo con una mirada fija de desconocimiento aterrador; o también: “El señor Moon se procesa a sí mismo”, en la cual se presentaba al señor Moon volviéndose loco bajo la presión de su propio interrogatorio legal dirigido por un largo dedo índice y un aire de burla sangrienta. Una trilogía de inmenso éxito que representaba a Inglewood reconociendo a Inglewood, a Inglewood pros ternándose delante de Inglewood, y a Inglewood vapuleando severamente a Inglewood con un paraguas, la quería hacer ampliar Innocent Smith para colocarla en el
hall
, como una especie de fresco, con la inscripción:

“Tres cosas: conocimiento, respeto y dominio propios, bastan para hacer de un hombre un perfecto presumido".
—Tennyson
[7]

Asimismo, nada podía ser más prosaico e impenetrable que las energías domésticas de la señorita Diana Duke. Pero Innocent, no se sabe cómo, descubrió que la economía de esa señorita en materia de corte y confección iba acompañada de una notable preocupación femenina por el vestido: la única cosa femenina que nunca había fallado a su solitario respeto de sí misma. En consecuencia, Smith la apestilló con la teoría (que él parecía de veras tomar en serio) de que las mujeres podrían combinar economía con magnificencia si trazaran dibujos leves con tiza sobre vestidos lisos y los borraran después sacudiéndolos bien. Instaló la “Compañía Relámpago de Confección de Smith” con dos biombos, una alacena de cartón y una caja de lápices suaves y vistosos; y la señorita Diana le tiró positivamente un desechado guardapolvo o vestido de faena negro, para que ensayase con él su talento de modista. Smith le presentó de inmediato un traje inflamado en mirasoles de púrpura y oro; ella lo suspendió un instante de sus hombros, y pareció una emperatriz. Y Arthur Inglewood, unas horas después, al limpiar su bicicleta (con aquel aire habitual de estar oculto en ella de modo inextricable), alzó la vista y su rostro acalorado se intensificó porque Diana, por un instante, se asomó riendo a la puerta, con su oscuro ropaje enriquecido por el verde y violeta de grandes pavos reales decorativos, que parecían un jardín secreto de las Mil y Una Noches. Una punzada demasiado rápida para que se la pudiera llamar dolor o placer le atravesó el corazón como un antiguo estoque. Se acordó de lo bonita que la había encontrado años atrás, cuando estaba dispuesto a enamorarse de cualquiera; pero era como recordar el culto de alguna princesa de Babilonia en alguna existencia anterior. En la siguiente vislumbre de su silueta (y se sorprendió a sí mismo esperándola) la tiza violeta y verde había sido cepillada, y ella pasó rápida en su traje de faena.

En cuanto a la señora Duke, nadie que conociese a aquella matrona podía concebirla como resistiendo activamente esa invasión que le había revuelto la casa. Pero entre los observadores más prolijos había la firme creencia de que estaba complacida. Porque era una de aquellas mujeres que en el fondo consideran a todos los hombres como animales locos, salvajes, de especies completamente separadas. Y es dudoso de que en realidad viera algo más excéntrico o inexplicable en los picnics sobre las chimeneas o en los mirasoles rojos de Smith que en la química de Inglewood y en las frases sardónicas de Moon. La cortesía, por otra parte, es cosa que todo el mundo puede entender, y los modales de Smith eran tan corteses como poco convencionales. Ella decía que era “un perfecto caballero”, con lo cual quería decir sencillamente un hombre de buen corazón, cosa muy diferente. Se sentaba —ella— a la cabecera de la mesa, con las regordetas manos cruzadas, y una gorda sonrisa replegada, durante horas consecutivas, mientras los demás hablaban a un tiempo. La única otra excepción era la compañera de Rosamund, Mary Gray, sumida en un silencio mucho más ansioso. Aunque no hablaba nunca, todo el tiempo parecía estar dispuesta a hablar en cualquier momento. Quizá sea esa la definición real de una dama de compañía. Innocent Smith parecía lanzarse, así como a tantas otras, a la aventura de hacerla hablar. Nunca1 lo logró y sin embargo, nunca fue desairado. Si algo consiguió fue tan sólo atraer la atención sobre esa silenciosa figura e ir convirtiéndola, con muy poco esfuerzo, de prototipo de modestia en prototipo de misterio. Pero si era un enigma, todos reconocían que era un enigma fresco e incontaminado como el enigma del cielo y de los bosques en primavera. En efecto, aunque algo mayor que las otras dos muchachas, tenía un ardor mañanero, una fresca seriedad juvenil que Rosamund parecía haber perdido con el mero hecho de gastar dinero, v Diana con el de ahorrarlo. Smith la miraba v la volvía a mirar. Tenía Mary los ojos y la boca distribuidos en la cara de forma singular, pero que, en realidad, era la correcta. Tenía la habilidad de decirlo todo con la cara: su silencio era una especie de aplauso sostenido.

Sin embargo entre las cómicas experiencias de ese día de fiesta (que más parecía una semana que un día), hay una que descuella entre todas, no porque fuera más tonta o de mayor éxito que las demás, sino porque de esa locura en particular fluyeron todos los extraños sucesos siguientes. El resto de las bromas explotaron solas y murieron en el vacío, todas las demás ficciones se replegaron sobre sí y terminaron como un canto. Pero la cadena de sólidos y asombrosos hechos, que habían de incluir un coche de plaza, un pesquisa, una pistola y una licencia de matrimonio, se hizo toda ella primariamente posible merced a una broma: la de la Suprema Corte del Faro.

Había tenido su origen, no en Innocent Smith, sino en Michael Moon. Se encontraba éste presa de un extraño ardor y presión espiritual, y hablaba sin cesar; sin embargo, jamás había sido más sarcástico y hasta inhumano. Utilizaba sus antiguos e inútiles conocimientos de abogacía para hablar festivamente de un tribunal que era una parodia de las pomposas anomalías del derecho inglés. La Suprema Corte del Faro, declaró, era un espléndido ejemplo de nuestra constitución libre y sensata. Había sido fundada por Juan Sin Tierra en desafío de la Carta Magna, y ahora ejercía poder absoluto sobre molinos, licencias para vino y alcohol, damas viajeras en Turquía, revisión de sentencias sobre hurtos de perros y sobre parricidios, así como absolutamente sobre cualquier cosa que sucediera en la ciudad de Market Bosworth. Todos los ciento nueve senescales de la Suprema Corte del Faro sesionaban una vez cada cuatro siglos; pero en los intervalos (según explicó el señor Moon) todos los poderes de la institución los investía la señora Duke. La Suprema Corte, sin embargo, por la agitación de todos sus componentes, no conservaba su seriedad histórica y legal, sino que era utilizada con cierta falta de escrúpulo para un cúmulo de detalles domésticos. Si alguien derramaba sobre el mantel la salsa Worcester, tenía la seguridad de que era un rito sin el cual las sesiones y resoluciones de la Corte serían inválidas; o si alguien quería que una ventana permaneciera cerrada, se acordaba de repente de que sólo el hijo tercero del Lord de la casa solariega de Penge tenía derecho a abrirla. Hasta se llegó al extremo de hacer embargos y practicar inquisiciones criminales. El proceso propuesto contra Moses Gould por patriotismo se hallaba un poco por encima de las facultades de la asamblea, especialmente en lo criminal; pero el proceso contra Inglewood por un cargo de difamación fotográfica, y su triunfante absolución de culpa y cargo por alegato de insania, estaban, según se admitió, dentro de las mejores tradiciones de la Corte.

Pero cuando Smith estaba de óptimo humor, se ponía más y más serio, no más y más locuaz como Michael Moon. El proyecto de esa corte de justicia privada, que Moon había lanzado con desinterés de humorista político, fue captado realmente por Smith con entusiasmo de filósofo abstracto. Era en verdad lo mejor que se podía hacer, declaró, para reclamar poderes soberanos aun en el gobierno de una casa individual.

—Usted es partidario de gobierno propio para Irlanda, yo de gobierno propio para los hogares —exclamó con vehemencia, dirigiéndose a Michael—. Sería mejor que cada padre
pudiese
matar a su hijo como los antiguos romanos; sería mejor, porque entonces no se mataría a nadie. Dictemos una Declaración de Independencia de la Casa del Faro. Podríamos cultivar en ese jardín la verdura suficiente para sostenernos y, cuando venga el recaudador de impuestos, digámosle que nos mantenemos a nosotros mismos y apliquémosle la manguera… Bueno, quizá, como usted dice, no podríamos tener manguera porque ésa se surte del caño de la calle, pero podríamos abrir un pozo en esta tierra calcárea y mucho podríamos hacer con jarras de agua. Que ésta sea realmente la Casa del Faro. ¡Encendamos una antorcha de independencia en el tejado y veamos cómo casa tras casa le responden, a través del valle del Támesis! ¡Iniciemos la Liga de las Familias Libres! ¡Fuera el Gobierno Local! ¡Nos importa un bledo el Patriotismo Local! Sea cada casa un estado soberano como ésta, y júzguense sus hijos por su propia ley, como lo hacemos nosotros por la Corte del Faro. Cortemos la amarra de la lancha y empecemos a ser felices juntos, como si estuviéramos en una isla desierta.

—Conozco esa isla desierta —dijo Michael Moon—, existe solamente en
El Robinson Suizo
[8]
. Uno siente un extraño apetito de alguna especie de leche vegetal y ¡zas!, cae un coco inesperado arrojado por un mono oculto. Un literato tiene ganas de escribir un soneto, e inmediatamente un puercoespín comedido sale corriendo de unas malezas y dispara una de sus púas.

—No me lo toque al
Robinson Suiz
o —exclamó Innocent con gran calor—. No será exacto como ciencia, pero es de una precisión matemática como filosofía. Cuando usted naufraga de veras, encuentra de veras lo que le hace falta. Cuando usted está de veras en una isla desierta, nunca la encuentra desierta. Si estuviéramos de veras sitiados en este jardín, encontraríamos cien pájaros ingleses y cien bayas inglesas que ni remotamente sabríamos que estuviesen aquí. Si la nieve nos bloqueara en esta pieza, nos aprovecharía la lectura de centenares de libros que están en aquel armario y que ni sabemos que están ahí; tendríamos charlas entre nosotros, charlas buenas, terribles; sin jamás llegar a sospecharlas, nos iremos al sepulcro. Encontraríamos materia para todo: bautismo, matrimonio o entierro; sí, señor, hasta para una coronación en el caso de que no nos decidiéramos a ser República.

Una coronación sistema “Familia Suiza”, supongo —dijo Michael, riéndose—. Si nos hiciera falta una cosa tan sencilla como, por ejemplo, un dosel para la coronación, dando una vuelta alrededor de los geranios encontraríamos el árbol dosel en plena floración. Si necesitáramos el detalle de una corona de oro, pues removiendo las florecitas silvestres encontraríamos una mina de oro debajo del césped. Y cuando precisáramos óleo para la ceremonia, supongo que una gran tormenta barrería todo hacia la costa y nos encontraríamos con una ballena en la finca.

Y ¡vaya usted a saber!: hay una ballena en la finca —aseguró Smith, golpeando apasionadamente la mesa—. Apuesto que no ha examinado usted nunca la finca. Apuesto a que nunca ha andado por el fondo, como lo hice yo esta mañana, porque encontré precisamente la cosa que usted dice no puede existir a no ser que brote de un árbol. Hay una especie vieja de carpa cuadrada al lado del depósito de basura; tiene tres agujeros en la lona y el poste está roto, así que para carpa no sirve mucho que digamos, pero lo que es para dosel… —y le falló la voz para expresar lo adecuado de su brillante aplicación; luego continuó con vehemencia de controversia—: Como ve, recojo el guante de los desafíos tal como usted los lanza. Creo que cada bendito objeto que según usted no puede estar aquí, ha estado aquí todo el tiempo. Usted dice que para aceite precisa una ballena barrida por el mar. Pues, señor, hay aceite en aquellas vinajeras a la altura de su codo; pero no creo que nadie lo haya tocado o pensado en él durante años. Y en cuanto a su corona de oro, no hay ningún acaudalado por acá, pero podríamos juntar de nuestros propios bolsillos bastantes piezas de diez chelines para rodear durante media hora la cabeza de un hombre; o una de las pulseras de oro de la señorita Hunt es casi bastante grande para…

La jovial Rosamund por poco se ahogaba de risa. —No es oro todo lo que reluce, —dijo— y además. ..

—¡Qué error tan grande! —exclamó Innocent Smith incorporándose de un salto con gran agitación—. Todo lo que reluce es oro, especialmente ahora que somos un Estado Soberano. ¿Para qué un Estado Soberano, si no se puede establecer un soberano
[9]
? Podemos declarar cualquier cosa metal precioso, como podía hacerla la gente en la aurora del mundo. No se eligió el oro porque fuese escaso; los hombres de ciencia le podrán indicar cien especies de lodo mucho más escasas. Se eligió el oro porque era brillante, porque era una cosa difícil de encontrar, y bonita una vez encontrada. No se puede pelear con espadas de oro, ni comer galletitas de oro; únicamente se puede mirarlo, y aquí fuera se puede mirar.

Con uno de esos movimientos inesperados tan característicamente suyos, dio un salto hacia atrás y abrió de golpe las puertas que daban al jardín. Al mismo tiempo, también, con uno de esos ademanes que en su momento no parecían tan poco convencionales como en realidad lo eran, alargó la mano hacia la señorita Gray y la condujo al cuadrado de césped como para un baile.

Las ventanas francesas, así abiertas de par en par, dieron paso a una tarde aun más hermosa que la del día anterior. El oeste nadaba en colores sanguíneos y una especie de llama soñolienta yacía sobre el césped. Las torcidas sombras de uno o dos árboles se destacaban sobre este verde, no grises o negras como a la luz común del día, sino como arabescos trazados en tinta violeta fuerte sobre alguna página de oro oriental. La puesta del sol era una de aquellas festivas y a la vez misteriosas conflagraciones, en las cuales las cosas ordinarias, por razón de sus colores, nos recuerdan objetos costosos y exóticos. Las pizarras del tejado inclinado ardían como las plumas de un vasto pavo real en todas las misteriosas combinaciones de azul y verde. Los ladrillos de tono pardo rojizo relucían en la pared con todos los matices otoñales del vino tinto y rubí. El sol parecía ir encendiendo cada cosa con una llama de distinto color como quien enciende fuegos artificiales; y hasta el pelo de Innocent, que era de un rubio bastante descolorido pareció brillar con una llama de oro pagano, mientras atravesaba a grandes pasos el césped hacia el único alto parapeto de piedras.

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