Estoy feliz de ir al concierto con Ric. La frase es aún más cierta si se le quita el «de ir al concierto». Se ha puesto una elegante camisa de color gris perla y un pantalón de lino perfectamente planchado. Un agente secreto tiene que saber planchar. Yo he escogido minuciosamente un vestido estampado azul grisáceo, a juego con el gris de Ric. Los que nos vean pueden confirmar sus sospechas de que somos pareja por ir tan conjuntados.
Una ligera brisa me acaricia la cara, me encuentro bien. Tengo ganas de cogerle de la mano, pero estaría fuera de lugar. Después de todo, somos dos vecinos, dos amigos, de los que uno está a punto de enamorarse perdidamente del otro mientras se pregunta qué se trae entre manos con ese tejemaneje de mochilas y averiguaciones sobre el metal. La noche anterior no le conté nada a las chicas, pero Sophie casi se va de la lengua. Conseguí detenerla tras amenazarla con contar lo de su ruptura. Aunque jamás lo habría hecho, eso la calmó.
Ya en la plaza de la catedral, nos vimos rodeados por una multitud. Grandes carteles anuncian el evento: «V Festival de música amateur» bajo el apadrinamiento de la virtuosa pianista Amanda Bernstein. El festival es muy conocido en la zona, pero jamás he asistido. Y todo gracias a Didier, que solo quería que escuchara su música lamentable.
Me provoca curiosidad averiguar qué nivel tiene el talento local. El espectáculo está patrocinado por el ayuntamiento, el gobierno local y el célebre taller Charles Debreuil, especializado en marroquinería, insignia del lujo cuyas fábricas confieren a la ciudad cierta importancia.
El público, vestido de domingo, se apretuja en la catedral Saint-Julien, abarrotada como en las grandes ceremonias. Al pasar por el arco de entrada, me pongo bien cerca de Ric y cierro los ojos. Me imagino la futura boda de Sarah y pienso en nosotros. ¿Querré casarme algún día?
En la nave hace fresco. Ric me lleva hasta las primeras filas.
—Deben de quedar dos huecos para nosotros.
En el centro, un gran piano de cola negro delante del altar. La luz solar, coloreada por las vidrieras, inunda el espacio y proyecta imágenes en las columnas que se elevan hasta la bóveda. Los cientos de pasos y murmullos hacen presagiar un momento importante. Puedo distinguir a algunos clientes del banco y de la panadería. Incluso el señor Ping, el dueño del restaurante chino.
Poco a poco, la gente se va colocando. El señor alcalde aparece y comienza a subir desde el coro. Se hace el silencio.
—Buenos días a todos y bienvenidos a la nueva edición de nuestro festival. Hoy, los finalistas de un largo proceso de selección que ha durado todo el año nos van a dar lo mejor de sí mismos. Al final, anunciaremos al ganador o ganadora. Algunos de vosotros habéis venido hasta aquí para escuchar a los jóvenes talentos de nuestra ciudad, otros lo habéis hecho para escuchar a la maravillosa Amanda Bernstein que nos ha hecho el honor de aceptar nuestra invitación. Pero lo que es seguro es que todos estamos aquí por amor a la música y las artes…
Blablabla.
Ric escucha con atención. De reojo, veo su perfil, las manos con las palmas en las rodillas.
—… Sin más demoras, cedo la palabra a nuestra generosa mecenas, la señora Albane Debreuil.
La multitud aplaude. La señora Debreuil, nieta única de los fundadores y heredera de la prestigiosa marca, es lo que se podría llamar todo un personaje. Los bolsos y maletas diseñados por su ilustre padre y abuelo son conocidos en todo el mundo y se venden a precio de oro. Pieles excepcionales, una forma original reconocible entre un millón, pero sobre todo un marketing con famosos y gente del corazón que convence a miles de mujeres de que no se es elegante sin un «Charles Debreuil» bajo el brazo. La señora llega a grandes pasos, envuelta en un vestido largo de un rojo profundo y con un adorno de diamantes. Imposible no verla. Tiene presencia, prestancia y jamás pierde la oportunidad de lucir el último modelo de bolso que continuará aumentando su fortuna y su gloria.
—¡Bienvenidos todos! —suelta.
Habla de creación, de talento, de emoción, todo el mundo piensa que se refiere a la música pero no puede perder la oportunidad de hablar de la marca. Me parece perfecto que haga ese tipo de manifestaciones, pero me pregunto si lo hace para darle una oportunidad a los jóvenes o para inflar su ego.
Ric también la escucha con atención. Diría incluso que la escucha con más atención que al alcalde. La mira fijamente, inclinado hacia delante, las manos ligeramente crispadas sobre las rodillas.
Remata su discurso deseando buena suerte a los candidatos y propone comenzar con una pieza interpretada por Amanda Bernstein.
El público aplaude. Una señora pequeña, vestida con un traje de tela de cortina, hace su entrada sin mirar a la multitud. Como un fantasma que se desliza por el suelo de una iglesia, llega al piano entre ovaciones. Insensible al ruido, se sienta frente al teclado. Justo en el momento en el que levanta las manos para empezar a tocar se hace un profundo silencio. Salen las primeras notas. Debussy. No es necesario saber qué es para sucumbir al embrujo. Es lo que caracteriza a todo arte. Nos emociona. Sus dedos recorren, enlazan, hacen nacer la melodía que llena la nave entera. Somos cientos y, sin embargo, nada interrumpe la magia que nos rodea. No hay especie como el ser humano. Si se piensa en la suma de talento, de saber hacer, de genio que hace falta para que podamos escuchar una composición tal, tocada en ese instrumento, en este lugar, por esa pequeña mujer. Da vértigo. Siglos de esfuerzo y pasión para que todos, sentados, reunidos, cada uno perdido en sus propios sentimientos, estemos juntos, con escalofríos recorriéndonos, mudos. La música me causa este efecto.
Ric también escucha pero parece contrariado. Imposible preguntarle, imposible tocarle. Hasta la última nota de Amanda, el público está contenido, transportado, dejándose llevar. Creo que soy una de las primeras en levantarme para aplaudir. He saltado tan rápido que, durante un momento, he llegado a pensar que la pieza no había terminado y que era un inculta, la bárbara que interrumpió a la prodigio con su alegría ruidosa. Una pesadilla de un microsegundo. Gracias a Dios, solo fui la primera y la pieza estaba ya acabada. La pequeña señora, la gran artista, se retira otra vez sin mirar. Se lo perdonamos. Sus dedos acaban de regalarnos lo que sus ojos nos niegan.
Tras ella, el turno de los jóvenes finalistas. No es fácil ir detrás de semejante demostración. Cuatro pianistas y una flautista. Confieso que tengo preferencia por el piano. La flautista abre el festival. Vivaldi. Las notas agudas parecen poder atravesar los muros de piedra de tan finas que son. Contra todo pronóstico, me ha encantado.
El primer pianista se instala, solo tiene catorce años. Elige tocar jazz y parece muy dotado. El público está hechizado. El segundo, apenas un poco mayor, se decanta por Chopin y lo hace con una maestría destacable. La tercera es una niñita, Romane, que toca muy bien salvo por unas cuantas notas dudosas. La melodía no termina de encajar del todo. Cuando la cuarta y última pianista toma asiento, no me creo lo que ven mis ojos. Es una de las hijas del dueño del restaurante chino. Se llama Lola. Es la única que saluda al público. La tarde está ya bien avanzada, todo el mundo está pensando en la entrega del premio que seguirá a lo que ella interprete. Sin embargo, en cuanto Lola comienza a tocar, los asistentes se quedan paralizados. Rachmaninov, imposible para alguien de su edad. La pieza es suntuosa pero lo que ella le hace es sublime. La adapta, la vive, la domina. Sus manitas vuelan de tecla en tecla. Un momento de gracia absoluta. No tiene un aspecto serio como los dos chicos, ni sobrio como la otra niña. Parece feliz. Podría estar tocando en su casa, podría estar tocando delante de cien mil personas, lo haría igual. Ella con su piano y nosotros testigos afortunados de un talento incipiente, subyugados por la emoción que emana de su interpretación.
Al terminar el último acorde, ha recibido más aplausos y bravos que la mismísima Amanda Bernstein. El público está como galvanizado por esta pequeña tímida que, después de saludar, corre a acurrucarse con sus padres.
El alcalde vuelve bajo la avalancha de bravos que parece no tener fin. Invita a la señora Debreuil a que se una a él. Muestra el sobre que contiene el nombre del vencedor:
—Ha llegado el momento de recompensar a aquel o aquella que más se lo merece. Todo el mundo estará conmigo en que cualquiera de los presentes merecería ganar, pero como hay que elegir uno, el jurado, tras largas deliberaciones, ha encontrado a la persona que más talento tiene de nuestra ciudad.
Estoy segura de que Lola ha ganado. Los demás han estado bien pero ella, sin lugar a dudas, está claramente por encima.
—Me hace especialmente feliz anunciar que la ganadora es: ¡Romane Debreuil!
Estupor entre el público. El alcalde arranca los aplausos, los asistentes tardan en unirse. La ganadora se precipita hasta donde está él y los aplausos se trocan en ovación. Incluso Lola, su hermano, su hermana y sus padres aplauden. Estoy horrorizada. ¿He oído bien? ¿Romane Debreuil? ¿Una familiar? Si es cierto lo que estoy pensando, esto es un escándalo. Toda la felicidad que esos artistas nos han regalado está mancillada por lo que acaba de pasar. Para Lola no es una prueba, es una injusticia.
En el camino de vuelta me cuesta contener la rabia. Ric intenta tranquilizarme pero, a fuerza de verle tratar de encontrar excusas, tengo que confesar que acabé por enfadarme un poco con él.
—¿Cómo que quizá la pequeña Romane sea mejor pero que hoy no ha sido su día? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Acaso no has escuchado a Lola?
Estoy ofendida, rabiosa e indignada por no ver la emoción que todo el mundo ha sentido lógicamente recompensada. ¿Por qué? ¿Porque Romane es la hija de alguien importante y Lola la de un humilde restaurador chino que nos ha puesto a todo el mundo enfermo al menos una vez? Inaceptable.
Cuando lo pienso me doy cuenta de que Ric debía sentirse desamparado ante mi cólera. Era la primera vez que me veía en un estado semejante. Pero sinceramente, en el trayecto de vuelta, no era eso lo que me importaba. Hubiera preferido compartir el único sentimiento que me parecía legítimo después de tal afrenta al talento.
Necesité horas para poder volver a calmarme. Se lo conté todo por teléfono a mi madre, luego a mi padre y después a Sophie. Pero fue más tarde cuando me di cuenta de que, por hacer trampas, los organizadores del concurso habían herido seguramente a una pequeña más que dotada, lo que me había hecho sacar una faceta de mi personalidad que hacía peligrar mi relación con Ric. Y de repente, tuve miedo.
Sé que me voy a pasar el día de descanso esperando cualquier señal de Ric. Minuto tras minuto. No me siento bien. Pero visto el estado en que estaba yo ayer por la tarde y lo poco que debo de significar para él, ya he previsto cualquier posibilidad, sobre todo las peores. ¿Y si nunca más vuelve a hablarme? ¿Y si aparta la mirada la próxima vez que nos veamos? Tengo un nudo en el estómago y la sensación de no poder respirar. ¿Qué debo hacer? ¿Lo llamo? ¿Me disculpo? Sin embargo, sigo convencida de que se había cometido una injusticia. De eso no cabe ninguna duda. ¿Por qué me invitó a ese concierto?
Esta mañana tengo que regar el jardín de la señora Roudan. Cuando subo a su casa paso por delante de la puerta de Ric y ralentizo el paso. Tan cerca, tan lejos. Ningún ruido. Me cuesta seguir subiendo. Demasiado triste.
El apartamento de la señora Roudan está casi tan silencioso como cuando ella está. Lleno la regadera y atravieso la habitación. Abro la ventana, algunos pájaros salen volando. Metódicamente riego surco a surco. Voy y vengo como un robot. Toda la azotea está recubierta de una buena capa de tierra que debe de haber acumulado desde hace meses. ¿Cuántos carritos llenos habrá tenido que acarrear para crear aquel huerto secreto? Me deslizo entre las fresas para regar los tomates más alejados. De pronto, me giro y me doy cuenta de que estoy al borde del vacío. A mis pies, un precipicio y tres pisos más abajo, el patio del edificio de al lado. Mi vista se nubla, presa del vértigo. Regreso a la ventana para recuperar el aliento. Compruebo mi móvil. Nada. ¿Ric, dónde estás?
La idea de perderlo me hace darme cuenta de qué cosas son importantes en mi vida. Si le quito de mi ecuación, el resultado es nulo. El chico no me ha pedido nada, no ha dado el primer paso, ni ha hecho nada que sugiera que podemos compartir el futuro. Yo sola, como una chiflada, me he atado a él. Yo sola, enloquecida, por el impulso que él me provoca, «he echado mi vida por la borda», como diría Sophie.
¿Podría sentirme feliz de trabajar en la panadería sin Ric a mi lado? No lo sé. ¿Quién me provoca las ganas de correr, ordenar, mejorar? Eso sí lo sé. De pronto, el miedo de haber construido castillos en el aire, de haber caminado sobre el vacío, me paraliza. No tengo ganas de probar, no tengo ganas de arriesgar. Querría que todo volviera a ser como antes. Antes de él. Sueño con regresar al banco, cumplir órdenes y tener una mesa propia en la que poder colocar mis cosas. No hay que esperar nunca nada para no decepcionarse jamás.
Cojo dos tomates y unas cuantas fresas. Se las voy a llevar a la señora Roudan. El mal que ella tiene es sin duda mucho peor que el mío. Pero en cierto modo, pienso que el mal que la afecta nace de dolores como este que estoy experimentando. La gente feliz enferma con más dificultad.
Por la tarde conseguí una cita con el doctor Joliot. Es grande y no parece estar muy en forma. Si le quitamos la bata y lo acostamos en una camilla podría pasar perfectamente por uno de sus pacientes en fase terminal.
—Siéntese, señora —me dice mientras se acomoda detrás de su mesa.
«¿Señora? ¿La ausencia de Ric me ha envejecido tan rápido?»
—La señora Roudan es su tía, ¿verdad?
—Desde luego, doctor.
—Quiero ser sincero con usted: los resultados de los análisis no son buenos. La metástasis se está extendiendo. El hígado está afectado y, a su edad, los tratamientos que podrían funcionar provocan más desgaste que lo que realmente consiguen.
Estoy abatida. El doctor seguramente está acostumbrado a comunicar ese tipo de noticias, pero para los que nos sentamos enfrente, es siempre la primera vez. Continúa:
—Por ahora hemos preferido no comunicarle los resultados a su tía. Pero si así lo desea, podemos decírselo, o si quiere puede hacerlo usted. Lo dejo en sus manos. Lo que recomiendo es no alarmarla e intentar hacer lo que se pueda.