Va por la misma calle por la que hemos estado esta mañana. ¿No ha tenido suficiente? ¿Y por qué lleva una mochila? ¿Qué hay dentro? ¿Adónde va?
En este instante, mi cerebro me pide que me calme, pero mi instinto me indica que allí hay gato encerrado.
—Julie, ¿me escuchas?
Florence acaba de decirme algo. No consigo quitar la vista de Ric. Sophie me pone la mano en el brazo.
—¿Estás bien?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? ¡Parece que hayas visto un fantasma! No será el de tu ex.
«No, si fuera Didier habría abierto la ventana para tirarle a Florence encima».
Sophie mira fuera. Pero no se fija en el pequeño punto que se aleja corriendo.
¿Le sucede a todo el mundo igual? Cada vez que me enamoro atravieso una fase en la que quiero saberlo todo sobre él. Se parece un poco a la bulimia. ¿Qué lee? ¿En qué estará pensando? ¿Qué estará haciendo en este preciso momento? Las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. Resulta agotador, pero no puedo evitarlo. Así soy yo. Aunque tenga la cabeza en otra parte, aún me queda algo de lucidez para saber que nunca me había pasado algo de esta magnitud. Con Ric, es rotundamente más fuerte. Me doy cuenta de que, a pesar de todo, mi memoria fotográfica ha hecho su trabajo en el apartamento de él. La agente J. T. se ha superado a sí misma. Puedo describiros todo lo que he visto con el más mínimo detalle. Si hubiera un campeonato del mundo de encontrar los siete errores en su apartamento, sería sin duda la ganadora. A vosotros os puedo confiar que mientras le veía correr esta mañana he tomado nota de todo. Os puedo hablar sobre cómo son sus antebrazos, cómo apoya los pies, sobre su mentón, su porte, sobre la manera en la que entrecierra los ojos por el sol, su sonrisa, el modo en que levanta la ceja izquierda cuando dice algo serio. Nada se me escapa. Esa necesidad de saberlo todo sobre alguien, de estar cerca de él, jamás había sido tan virulenta.
Evidentemente la moneda también tiene otra cara. Cuando se está en ese punto, nos formamos una idea sobre alguien y nos lo imaginamos así en todo lo que hace. Eso nos hace confiar, nos une. El gran problema es que la menor sorpresa, el menor desajuste entre lo que creemos y los hechos es un jarro de agua fría. Tenemos la impresión repentina y brutal de habernos equivocado, de que nos han tomado el pelo. Incluso nos sentimos traicionados. Y el problema real es la sensación atroz que permanece: nos convencemos de que nos elude y nos abandona. Por un mínimo gesto, una frase de nada, la moral se colapsa y el corazón se nos hace trizas.
Aquella tarde en casa de Sophie no pronuncié ni una sola palabra durante la cena. Lo que en mí resultaba bastante extraño. De pronto, las chicas olvidaron sus conversaciones para ocuparse de mí. No era lo que yo pretendía, sobre todo porque, a pesar de todas sus encantadoras atenciones, no podían hacer nada por cambiar mi estado. Aunque estuviera rodeada de amigas pendientes de mí, me sentía sola. Horriblemente sola.
Regresé a casa como una zombi y fui incapaz de dormir. Durante horas, con los ojos clavados en la oscuridad, estuve preguntándome por qué volvió a salir a correr. Tal vez estuviese loco o hubiera un misterio detrás. Solo podría descansar cuando descubriese el secreto de aquel enigma.
Pensándolo bien, el chico es demasiado bueno para ser real. Amable, educado, guapo, alguien que dobla su ropa aun cuando no espera a nadie. ¡Por supuesto que era como para dudar! Es como un gato de angora que no lo llene todo de pelos: eso no existe. Bajo ese aspecto encantador debe de esconderse un asesino. Frío, metódico, me seducirá para robarme los ahorros. Si es así, se va a llevar una gran decepción. Y no le quedará más remedio que desangrarme como a un conejo y doblarme como una de sus camisas antes de enterrarme en el parque de las antiguas fábricas.
Pasé la noche y el día del lunes torturándome con esto. Es una locura. Las chicas, cuando pensamos en alguien, lo hacemos todo el tiempo. Ocupa cada rincón de nuestra cabeza. Hacemos esfuerzos para pensar en otra cosa pero el menor detalle hace que regresemos al tema. Presas de una obsesión. Veo un folleto para un seguro de vida y sueño con cómo podría ser la nuestra en común. Lavo la tetera y es casi del mismo color que sus ojos. Hojeo el libro de cocina «Especial quiches y tartas» —sí, en esas ando— y en el apartado de «quiches» hay una «c», como en Ric. Una arruga en la cortina me recuerda a la caída de su camisa por el torso. Soy como una drogadicta, solo que no quiero desengancharme. Intento distraerme. Envío algunos emails, pero como no puedo evitarlo, acabo buscando su nombre en Internet y el resultado es sorprendente: no encuentro nada. Absolutamente nada. Ni antiguos compañeros de colegio, ni exámenes, ni rastros de estudios en un instituto oscuro, ni diploma de informática. Como si Ric no existiese, o como si solo lo hiciera en la vida real. Intento analizar todos sus gestos, sus palabras, como si fueran las pruebas de un caso judicial. Y en mi cabeza se forma un auténtico tribunal. A veces me pongo la toga de abogado y cada indicio prueba su inocencia, pero otras veces asumo el papel de fiscal y todo son pruebas de su culpabilidad. Aunque en el fondo, cualquiera que sea la sentencia verá que lo que quiero ser es su guardiana.
Para distraerme intento llamar a mis amigas y charlar, pero nada. Me obligo a salir y a disfrutar del sol, y lo que hago es dar una vuelta a la manzana y lo único en lo que pienso todo el rato es por qué salió de nuevo a correr. Acabo volviendo para sentirme cerca de él. Debéis de pensar que estoy chiflada. Cuando llego a mi apartamento tengo el deseo momentáneo de subir al suyo para estar más cerca aún. Podría haberme quedado ahí, sentada en el escalón o hecha un ovillo encima del felpudo como un perro. De pronto hay un ruido y me precipito hacia el piso inferior. Casi me mato, pero lo último que quiero es que él me vea allí. Me lanzo hacia mi puerta y la abro. Ric ocupa todos mis pensamientos y no hay modo de evitarlo. Estoy viviendo una auténtica pesadilla.
Como quiero encontrar la serenidad en ese aspecto, me propongo no sufrir por otros. Punto por punto, repaso mi insignificante existencia y decido erradicar de mi vida todo aquello que la hace más complicada. Ya que lo principal se me va de las manos, me libraré al menos de todo lo demás. Nunca había tomado tantas decisiones como esta tarde.
El martes por la mañana, cuando llegué a la oficina, ya estaba agotada. Me pregunté si era a causa de mi estado lamentable que Géraldine tuviera mejor aspecto que nunca. Cuando me abrió y la descubrí detrás de su mostrador no solo me dije que estaba más guapa que nunca (eso es evidente para todo el mundo), sino que además tenía algo de nobleza en su porte.
—Hola, Julie. ¿Qué pasa, has estado de fiesta todo el fin de semana?
«¿Dice eso porque cojeo o por las ojeras?»
—La verdad es que no. ¿Y tú estás bien?
—Fenomenal.
Jamás la había visto reaccionar con tanto entusiasmo. De vez en cuando no está de más darle un bofetón a un idiota.
Fui a dejar mis cosas en mi sitio. Mi primera cita aún tardaría media hora en llegar, así que aproveché para ir a hablar con Géraldine. Estaba frente al armario blindado, clasificando los cheques que acababan de llegar. Había que formar pequeños fajos con ellos. Intentaba ponerles gomas alrededor, pero como eran muy pequeñas, cada vez que lo hacía la goma salía disparada como un resorte. Le pregunté:
—¿Puedo molestarte un momento?
—Claro. Solo estoy peleándome con estas porquerías. Esto no te lo enseñan en el curso de formación. ¿Cómo haces tú para que se sujete?
—Cojo las gomas de aquella caja. Son más grandes.
El rostro de Géraldine se ilumina. Ahora ya sé la cara que puso Cristóbal Colón cuando descubrió América. Incluso seguro que es más expresiva la de Géraldine, porque también hay agradecimiento en sus ojos. Le tiembla la barbilla. Parece que va a llorar. Justo en ese momento pienso que quizás es un error confiar en ella. Sobre todo cuando mi futuro está en juego. Reculo intentando aparentar naturalidad.
Prueba con una goma más grande y ahora los fajos de cheques se sujetan perfectamente. Lo observa fascinada y con una emoción contenida. Se gira hacia mí.
—¿Querías decirme algo? ¿Me necesitas?
Tiene en la mirada algo de sinceridad y condescendencia. Siempre me han conmovido esas manifestaciones sentimentales. Mis reticencias se evaporan.
—De hecho quería contarte una cosa y pedirte consejo.
—Dime.
En ese momento Mortagne asoma la cabeza por la puerta de su despacho. Normalmente lo habría hecho para recordarnos que las conversaciones personales se deben hacer fuera de la oficina y que, si fuera de tipo profesional, lo mejor sería llamarnos de una mesa a otra porque eso impresiona a los clientes. Ya nos lo ha dicho alguna que otra vez. Pero, sorprendentemente, esa mañana se contenta con sonreírnos tontamente y decirnos:
—Disculpe, señorita Dagoin. Cuando tenga un minuto, ¿le importaría pasar a mi despacho? Es para tratar lo del dossier de la señora Boldiano.
Cuando me ve, añade:
—Buenos días, señorita Tournelle. Tiene buena cara hoy. ¿Ha pasado un buen fin de semana?
Si Géraldine hubiera sabido quién era, habría visto en mi cara la de Alfred Nobel cuando le explotó en la mano el primer cartucho de dinamita. Estoy alucinando. Géraldine responde como si nada:
—Cuando termine voy. Pero ahora estoy ocupada.
—Gracias, Géraldine.
Estoy alucinada. El perrito fiero se mete en su caseta. Ella se gira hacia mí y sigue:
—¿Qué querías preguntarme? ¿Estás embarazada?
Y sin esperar la respuesta se pone a dar saltitos y grititos a la vez. E insiste:
—¿Conozco al padre? ¿Quieres preguntarme si debes tenerlo? Julie, un hijo es un milagro.
En ese momento se suelta. Une las manos, mira al cielo (en este caso, a la luz de neón) y comienza a hablarme del amor, de la felicidad. Menuda película se ha montado. Le pongo la mano en el brazo:
—Géraldine, voy a dimitir.
—¿Quieres irte del banco?
—Esa es la idea.
—¿Has encontrado a alguien rico y ya no necesitas trabajar?
—La verdad es que no. Pero ya no puedo más. Este trabajo es demasiado para mí. Bueno, no es el trabajo, sino la mentalidad que hay que tener para hacerlo. No estoy cómoda frente a los clientes y no me gusta la jerarquía. No puedo seguir así. No quiero resignarme a hacer este trabajo hasta que me jubile, no a mi edad. Quiero buscar uno que me guste más.
Géraldine se queda quieta durante un momento y de repente me rodea con los brazos. Me aprieta contra ella con una emoción sincera. Su enorme collar se me clava en el pecho. No me atrevo a moverme. Qué le vamos a hacer, conservaré la marca de su joya hasta que me muera. Me suelta al fin y me mira a los ojos.
—¿Sabes, Julie? De todas las compañeras de trabajo que he tenido, eres la única de la que me hubiera gustado hacerme amiga. Eres una buena chica. Me da pena que te vayas. Pero piénsalo bien, no tires tu carrera por la borda porque sí.
—¿Qué carrera? Si me quedo, es mi vida la que se va a la basura. Me gustaría preguntarte si sabes cuándo podría irme. Con los días de vacaciones que me quedan, supongo que el tiempo de preaviso será menor.
Pone cara de reflexionar, lo que en Géraldine es bastante raro.
—No te preocupes. Lo miro y te lo digo enseguida.
Mi primera cita llega a su hora. Os voy a confiar un truco infalible para saber a qué hora llegará una cita. Cuando un cliente quiere pedir algo, será puntual. Si es por un proyecto vital para él, vendrá incluso antes. Si, en cambio, viene porque se le ha propuesto una inversión, siempre llegará tarde, eso si no anula la cita. Este hombre quiere un crédito para poder comprarse un coche de coleccionista, «un buen negocio». Consulto su dossier: casado, dos hijos, buena situación profesional pero no los medios adecuados como para permitirse una colección de trastos. Mirando sus cuentas, está claro que gasta más en sus hobbies que en su familia. ¿Debería dejar que se endeude por una pasión adolescente e inmadura? Aunque el banco lo odie, actúo según mis principios e intento convencerle de que no se le otorgará ese préstamo para ese tipo de proyecto.
La vida es extraña. Una vez que he tomado la decisión de marcharme, veo el banco de otro modo. Casi podría decir que con nostalgia. A Fabienne, que toma café tras café, al cartel con la chica guapa que intenta convencernos de que tener una cuenta aquí la vuelve loca de alegría, a Mortagne y sus estúpidos discursos, a Mélanie y su planta verde a la que le habla. Aunque sean ellos, me da pena dejarlos. No me gusta perder a gente. Lo de Mortagne se puede explicar por el síndrome de Estocolmo; acabamos hermanándonos hasta con los carceleros. Lo de Mélanie y su helecho que no crece no lo entiendo. Resulta extraño, porque soy yo quien ha tomado la decisión. Fuera me espera mi futuro. Me espera la vida. Me espera Ric.
Una de las mayores cualidades de Xavier es que siempre cumple sus promesas. Esta vez no sería una excepción. Me dijo que me haría una hermosa puerta para el buzón y no mintió. Se puede llegar a decir incluso que se lució.
Cuando entré en mi edificio tenía la cabeza atiborrada de preguntas sobre Ric y sobre mi orientación profesional. Sin embargo, en cuanto puse un pie en el portal vi la nueva puerta. Xavier se había pasado. Me pregunté si no habría tomado como modelo su limusina blindada. No, más bien había hecho una réplica exacta de la tapa del cofre del capitán Nemo en el
Nautilus
. Me acerqué, medio fascinada, medio aterrorizada. Un bonito fleje de cobre con grandes remaches, de metal grueso y con una bonita pátina. Todo perfectamente encajado, pulido. Creo que esa obra de arte debía de pesar dos toneladas e iba a hacer que los otros buzones se soltaran de la pared. Al lado de las otras puertas, la mía parecía la de la celda del hombre de la máscara de hierro.
Tengo que agradecérselo a Xavier, ha hecho un trabajo increíble. Nadie me robará jamás mis folletos de publicidad. El dinero del banco estaría más seguro aquí que en la oficina. Pero aun así hubiera preferido algo más sencillo, más sobrio.
Te está bien empleado, Julie. Esta puerta es tu penitencia. Si no te hubieras cargado el buzón de Ric, nada de esto habría pasado. Tu castigo será el siguiente: todos tus vecinos pensarán que eres una loca peligrosa con solo ver esta infamia metálica y, como mucho en cuatro años, debilitada por la edad, no serás ni siquiera capaz de abrirla.