Mañana lo dejo (23 page)

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Authors: Gilles Legardinier

Tags: #Romántico

BOOK: Mañana lo dejo
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—Oh, ¡qué calor hace! —digo en voz alta.

¿Dónde habrá escondido las cámaras?

Estoy completamente loca, y encima me estoy volviendo paranoica. Soy una tía irresistible. Pero esta tarde he aprendido algo nuevo: no es que me falte algo, es que me falta alguien.

51

Cuento los días. El fin de semana sin él ha sido complicado. He visto a Xavier, en muy buena forma. He visto a Sophie, en muy mala forma. He hablado con mi madre por teléfono y le he contado un poco por encima, está loca de alegría con la idea de que por fin haya encontrado a alguien decente. Me ha confesado que, a pesar de haber visto a Didier solo una vez, no le había caído nada bien. ¿Qué diría de Ric si lo viera algún día? Seguro que mi padre ya ha empezado a construir la piscina para los nietos que le van a sobrar en cuanto encontremos una esquina oscura y unos diez minutos. ¡Miau!

Rozando el fetichismo, he comprado el mismo detergente que había visto debajo del fregadero para lavar su camisa y que siga oliendo a él.

La señora Roudan me preocupa. El doctor Joliot dice que los análisis no se estabilizan y que la enfermedad avanza. Me da muy pocas esperanzas. Ahora que nos conocemos mejor, la señora Roudan acepta salir a pasear conmigo por el jardín del hospital, aunque en su silla de ruedas. No dura demasiado porque se cansa enseguida. Tengo la impresión de que sus verduras le interesan menos. Lo único que le hace sonreír son las historias que le cuento, de Ric, de los cotilleos de la panadería. Para mí, que nunca hablé demasiado con mi única abuela, esta relación colma un inmenso vacío. Cuando me iba a marchar me pidió un favor que interpreté como una mala señal. Quería que le llevara la foto amarillenta de encima de la mesilla de noche. No me gusta nada lo que eso puede significar dado su estado de ánimo. Voy a intentar visitarla más a menudo, pero es difícil con mis horarios de trabajo. Cuando cerramos, las horas de visita ya se han acabado.

Hoy hace cinco días desde que Ric se ha marchado. Espero que regrese pronto. Quizá ya haya llegado a nuestra casa (al edificio, quiero decir).

Esta mañana, la señora Bergerot me ha confiado una misión muy especial. Denis y yo tenemos que llevar diez kilos de pastas al ayuntamiento, para una ceremonia. Me pongo una camisa limpia, la camioneta está llena de bandejas de pequeños pastelillos multicolores impecablemente alineados.

Denis conduce. La verdad es que es encantador. No entiendo que un tipo así siga soltero. No va deprisa para que no se estropeen los pasteles.

—Vamos a aparcar detrás del ayuntamiento —me explica—. El alcalde es muy simpático, ya verás.

—Ya lo conozco. Su hija tenía una cuenta en mi banco.

—¿Te alegras de haber cambiado de oficio?

—Es la mejor decisión que he tomado en toda mi vida.

—No sé si la dueña te lo habrá dicho, pero entre tú y Vanessa, hemos salido ganando con el cambio.

—Gracias, Denis.

Llegamos frente al ayuntamiento. Rodea la plaza atestada ya de coches, de los cuales hay varios oficiales.

—¿Cuál es el motivo de esta ceremonia?

—Ni idea. Hacen una todas las semanas. Una inauguración, un apadrinamiento, una celebración. Siempre hay medallas que repartir y manos que apretar.

Un agente de la policía municipal nos hace señal de que aparquemos cerca de la salida de emergencia de la sala de honor. En cuanto nos detenemos, un camarero sale a preguntarnos:

—Estamos hasta arriba. ¿Podríais ayudar a meter las bandejas?

—Claro —responde Denis.

Todo el mundo corre de aquí para allá. Un técnico hace ensayos con el micrófono, otro sitúa plantas verdes en las esquinas del escenario. Colocamos las bandejas en una mesa larga. De pronto, entra el señor alcalde. Sonríe a todo el mundo con sonrisa de candidato permanente. Detrás de él, también entra la señora Debreuil. No saluda a nadie. Comprueba que todo está en orden antes de que comience el espectáculo. Se ha puesto un vestido azul tan elegante como la vez anterior. Lleva su bolso estrella y un collar que emite destellos.

Se pone justo delante del lugar donde debo depositar la bandeja. Jamás la he tenido tan cerca. Tiene rasgos marcados, e impone bastante. Me mira sin verme. Su collar me fascina. No creo que sea falso.

Se gira hacia el alcalde.

—Gérard, ¿no crees que falta más luz? Me parece que todo está demasiado oscuro.

Él a su vez se gira hacia sus empleados:

—Chicos, ¿creéis que se pueden poner dos o tres proyectores más?

Los trabajadores municipales se ponen manos a la obra.

—Gérard, necesitamos también iluminar el escenario, si no, es muy triste.

Cuando se les ve juntos es complicado saber quién es el político. Como si estuvieran solos, ella da órdenes y él las obedece.

Denis entra con la última bandeja. Va a saludar al alcalde y a la señora Debreuil, que no coge la mano que él le tiende.

—Venga, Julie. Vámonos.

De vuelta a la panadería, compruebo que no había visto a todas las bellas almas. Me he perdido al señor Calant, pero la señora Bergerot está estupefacta con lo que una clienta le está contando:

—Mi hija me lo ha contado. Trabaja en la comisaría. Lo interrogaron ayer durante cuatro horas y se enfrenta a una gorda.

Tengo miedo de que hablen de Xavier. ¿Habrá alguien identificado su coche? Si es así, debo declararme culpable. Les diré que soy yo el cerebro de la operación. Y cuando salga de prisión dentro de veinte años, iré a despellejar al gato, que seguro que ha sido él quien se ha chivado.

La señora Bergerot parece escandalizada. Cuando me ve, me dice:

—Estamos hablando del vendedor que vive al lado, ya sabes, el del coche rojo que había estado ayudando a los africanos.

Se gira hacia la clienta y le dice:

—Cuénteselo usted, señora Merck. Estoy demasiado asqueada.

—Pues bien, no fue para ayudarles en nada. Se ve que leyó en algún sitio que un tipo había hecho fortuna en Nigeria vendiendo caramelos de colores haciéndolos pasar por medicamentos. Y ese cerdo quiso copiar la idea. Así que se marchó al último pueblo de Senegal haciéndose pasar por médico. Los caramelos rojos eran para la disentería, los azules para la fertilidad y los verdes para el crecimiento de los niños. Les vendía aquellos «medicamentos» por el equivalente a dos meses de sus sueldos. Todo el mundo en la comisaría quería partirle la cara. Los empleados de la Cruz Roja han descubierto su negocio y se lo han comunicado a las autoridades.

¡Y yo que intentaba ser amable con él! Si lo tuviera delante le partiría la cara. Deberíamos confiar siempre en las primeras impresiones. Ese hombre es una basura. Le deseo el peor de los castigos.

A la señora Bergerot sobre todo le indigna que hubiera presumido por todas partes de su viaje «humanitario». Grita:

—¡Seguro que ha pagado su coche hortera con el dinero que le sacó a esa pobre gente!

No os escondo que durante los días siguientes no quedó nadie que entrara en la panadería que no se enterase de la historia. Pero lo mejor fue cuando él vino a la tienda.

52

Cuando aquel despojo humano aparca su coche en la acera, solo hay tres personas en la panadería. Oigo zumbar ya los reactores de la señora Bergerot, que mete la cabeza en la parte de atrás y grita:

—¡Julien, Denis, os necesito aquí!

El hombre entra, con su traje demasiado grande. Solo hay mujeres en la tienda. Se pavonea como un gallo en un corral. Pero, a juzgar por las miradas asesinas que le echan dos de las clientas, la información ha circulado bien. Sin embargo, esto no parece perturbarlo. Está contento de lo que es. Increíble. ¿Cómo un humano, si se le puede llamar así, puede pasearse con la conciencia tranquila hasta tal punto que parece tan orgulloso después de lo que ha hecho en África y con los maderos detrás de sus pasos? Sin duda el poder que tienen es que son insensibles a todo, salvo a sus intereses.

Se planta delante de la señora Bergerot, que le podría fulminar.

—Quiero dos baguettes y cuatro tartaletas de cebolla.

—Lo siento, no quedan.

Desconcertado, abre mucho los ojos.

—¿Es una broma?

Señala una balda llena de baguettes y de tartaletas.

—¿Y eso qué es?

—Una ilusión óptica. Sin embargo, si quiere, tenemos pastillas contra la estupidez y la maldad —añade la dueña mostrando el expositor de caramelos.

Julien y Denis salen. El jefe panadero lleva incluso su pala para el horno.

El miserable estafador demuestra una vez más hasta dónde es capaz de llegar. Con un dedo amenazante, señala a la señora Bergerot y declara:

—No tiene derecho a hacer eso. No puede negarme una venta. Voy a ir a quejarme.

La señora Bergerot está a un pelo de explotar. Julien la para y pasa al otro lado del mostrador. Se planta delante del idiota:

—Escucha, pedazo de imbécil: no vas a volver a poner un pie en la panadería nunca más. Lárgate. La gente como tú es una vergüenza.

—¿Crees que me das miedo?

Denis da un paso hacia delante:

—Si no tienes miedo, es otra prueba más de lo estúpido que eres. Te han dicho que te pires. Vete del barrio, vete de la ciudad.

La señora Bergerot añade:

—¡Vete incluso del planeta, pedazo de cerdo!

Levanta la cabeza y se bate en retirada, creyéndose digno. En tres días, Mohamed le pidió que saldara la cuenta que tenía con él y le prohibió la entrada, la librera dejó de dirigirle la palabra, su jefe recibió la anulación de casi la mitad de los pedidos que los clientes le habían encargado en el último año. La farmacéutica hizo una colecta de fondos para enviar medicamentos de verdad a la gente de la que se aprovechó. Al menos esto anima. A veces, el mal engendra bien. Quizá sí consigamos humillar a ese fracasado. Pero voy a confesaros lo que más me duele: puede que se libre de su castigo después de todo. Aunque lo juzguen, tendrá derecho a un abogado que le salve el culo. Este tipo de gente siempre encuentra excusas. Tienen ese talento (yo he vivido con uno algunos años). Prefieren renunciar a su honor a cambio de un coche. Eso me trastorna. Si no fuera una chica, me habría puesto al lado de Denis y Julien. Me arrepiento de no haber dicho nada y de no haber podido hacer nada. Se me ha ocurrido algo con su coche, pero es muy chungo.

53

Ric me ha llamado, vuelve hoy, tarde. Me ha prometido pasar a saludarme. Ha estado fuera siete días. Su llamada me ha tranquilizado, me alivia que vuelva. Le voy a contar todo, los ovnis, la señora Roudan, lo del capullo y hasta lo de los australianos que han venido para la boda de Sarah. Espero que también me lo cuente todo y que acepte lo que le voy a pedir.

Me he traído de la panadería multitud de cosas dulces y saladas por si viene con hambre. También he decidido cogerle el correo. Lo creáis o no, no le he echado ni un ojo a lo que ha recibido. ¿Os habéis dado cuenta? Hace solo unas semanas me quedé atrapada en su buzón y ahora, con las llaves en la mano, ni siquiera me he molestado en cotillear.

Le estoy esperando. Espío los ruidos en la escalera. Tengo ganas de bailar de lo feliz que me hace volver a verlo, aunque Toufoufou lo desaprueba. Alguien llama. Ahí está. Siento que mi vida vuelve a retomar su curso tras un paréntesis. Parece cansado. Le encuentro más delgado. Su mirada parece más sombría. Esta vez, soy yo quien lo atrae hacia dentro y lo abraza. No me atrevo a besarlo pero apoyo la cabeza en su pecho. Acaricia mi pelo.

—Te he traído un recuerdo.

Me tiende un paquete. Por la forma, no puede ser la muñeca Yupi, pero sé que me va a gustar también. Lo desenvuelvo. Una caja. En el interior: un jersey marrón, suave, grueso, precioso. Aunque parece de hombre. Dudo.

—Es genial, muchas gracias.

—Como parece que te gusta la ropa de hombre.

«Para que me guste tanto como tu camisa deberías llevarlo durante un año a ras de piel. Pero déjalo, son cosas de mujeres».

Me lo pongo, es dos veces más grande que yo. Le puedo alquilar la mitad a Sophie o a una familia de gatos. Lo peor es que con ese tipo de regalo no puedo deducir dónde ha estado.

—No ha habido ningún problema en tu apartamento. Ningún escape.

—Ya lo he visto. Gracias por subir el correo.

«Puedes comprobar en tus vídeos de seguridad que no he cotilleado nada. Ni siquiera me he acercado a tus cosas».

—¿Quieres comer algo?

—Muchas gracias, pero estoy muerto. Necesito dormir.

«¿Has hecho lo que tenías que hacer? ¿Ya eres libre? ¿Se acabaron los secretitos, las mochilas misteriosas y las herramientas para cortar barrotes?»

—¿Has tenido buen viaje?

—Sí, gracias. ¿Tienes mis llaves?

El mensaje está claro. Cojo un estuche de mi biblioteca.

—Sé que estás cansado pero me gustaría hacerte una pregunta.

—Dime.

—El sábado que viene es la boda de una amiga, ¿te gustaría…?

Dudo. No quiero que me rechace el día de nuestro reencuentro. Inspiro y me lanzo:

—¿Te gustaría venir conmigo?

Ya está, ya lo he dicho. Y ahora, cronometro lo que tarda en contestar, hasta los milisegundos, y grabo su reacción en alta definición para poder repasar la escena y analizarla bien.

—Encantado. Ya me dirás qué tengo que ponerme.

Qué fácil es unas veces y otras qué difícil. Qué raros son los hombres. A veces, se montan unas películas enormes por insignificancias y otras, nada de nada. ¿Alguien tiene las instrucciones?

Me besa en la mejilla, pero no es solamente un beso de amigo.

—Estoy contento de verte. Me encantaría quedarme pero estoy derrotado. Hablamos mañana, ¿vale?

54

Durante toda la semana, las chicas me han estado llamando para decirme que habían visto a Steve, a su familia o a uno de sus compañeros bomberos. Algunas incluso han pasado por la panadería solo para contármelo. Están como locas con los australianos. Sophie ha pasado una tarde con Sarah y su futura familia. Dice que Sarah y Steve parecen muy enamorados. También dice que los padres de Steve son tan feos como guapo el hijo.

La señora Bergerot me ha dejado la tarde del sábado libre para ir a la boda. Sarah tiene suerte, el tiempo es sublime.

Ric está superelegante. Pantalón crema de lino, camisa parda, corbata y chaqueta de un tono un poco más oscuro que la camisa. Yo me he puesto mis zapatos especiales de tortura, pero lo hago por Sarah. Nos contemplo en el reflejo del escaparate de la carnicería que da a la plaza del ayuntamiento y encuentro que quedamos bien juntos.

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