Seguramente su misterioso viaje no tenía otro fin que reunirse con sus cómplices. Pero ¿qué cómplices? Puede que sea agente secreto de alguna organización gubernamental que investiga delitos fiscales de las empresas Debreuil. Me gustaría creerlo. Quisiera creer de verdad que todo esto tiene como fin una buena causa.
De pronto me viene a la mente la imagen de Albane Debreuil, con un vestido azul o rojo, pero sobre todo adornada con unas joyas espectaculares. ¿Y si lo que quiere Ric es robárselas? ¿Será un ladrón de guante blanco que prepara su golpe definitivo? ¿Y si se tratara de su último robo antes de fugarse al fin del mundo? ¿Estaría dispuesta a seguirlo? ¿Cómo podría vivir con todas estas preguntas en el aire? La respuesta a esta última es la única sencilla: no viviré más.
Esta tarde, a pesar de mi estado, debo ir a visitar a la señora Roudan. Me espera. Esta vez no le llevaré ni pasteles, ni verduras, ni frutas. Por desgracia se los han prohibido.
Cuando entro en la habitación me doy cuenta de que parece más consumida. Sus ojos brillan con un extraño resplandor. Declina mi propuesta de ir a pasear por el jardín. Intenta sonreír pero es evidente lo mucho que le cuesta. Trato de distraerla, pero los sentimientos me dominan y no logro ser frívola. Espero que al menos no se dé cuenta de mi esfuerzo.
La foto amarillenta reina sobre su mesilla. En ella se ve a un hombre alto con chaleco de terciopelo, bigote y sombrero. Está muy tieso ante la puerta de una finca. Aunque la placa esmaltada fija en la piedra está borrosa se distingue que es el número veinte.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Claro, Julie.
—No quiero ser indiscreta.
—No tengo nada que ocultarte.
—¿Quién es el hombre de la foto? ¿Su marido?
Con dificultad estira su brazo delgado. La vía le molesta. Coge la foto.
—Estuve casada hace mucho tiempo, Julie. Se llamaba Paul. Pero aquello no duró mucho porque me engañaba con otra, una mujer más rica y más guapa por la que me dejó. En aquella época este tipo de historias podían destrozarte la vida. La reputación era muy importante, por lo que nadie volvió a acercarse a mí.
—¿Todavía lo ama?
—¿A Paul? ¡Claro que no! ¡Que se vaya al infierno! De hecho creo que lleva allí varios años.
—¿Entonces por qué conserva esa foto?
—Este no es Paul. Es mi hermano, Jean. Es a él a quien echo de menos.
Su voz tembló.
—¿Y dónde está?
—En el cementerio, con mi madre y mi padre. Se murió hace cuatro años.
—¿Lo quería mucho?
—Lo adoraba. Era mi hermano mayor. Pero hacía veinte años que no nos hablábamos, desde la venta de la casa que se ve detrás.
—¿Un problema de herencia?
—Un problema de vida. Los dos estábamos solteros. Cuando mi madre murió le propuse que nos fuéramos a vivir a la casa familiar. Cada uno en un piso diferente. Por aquel entonces él vivía en un pequeño apartamento y yo también, cada uno en una punta de la ciudad. Habríamos salido ganando los dos. Así hubiéramos tenido más espacio, un jardín. Y una familia. Pero él no quiso. No quería que yo ocupara el lugar de la mujer que esperaba poder encontrar.
—¿Y encontró alguna?
—No. Me forzó a vender mi parte, me mandó la mitad del dinero y no nos volvimos a hablar.
—¿Y ya lo ha perdonado?
—Sí, pero mi gran lamento es no haberlo hecho mientras todavía vivía. Ahora ya no tengo ni casa ni familia.
Su cara está tranquila, su mirada pausada. ¿Cómo se puede hablar de cosas tan graves sin la menor pasión? La emoción se apodera de mí. Quisiera decirle que nunca es tarde, prometerle que todo puede arreglarse, pero es imposible. Yo ya conozco la frontera infranqueable que separa el antes y el después.
—Julie, ¿puedo pedirte algo? Me gustaría que me llamaras Alice. Desde el entierro de mi madre, nadie me llama por mi nombre. Y de eso hace veintidós años.
—Encantada, Alice.
Seguimos hablando un buen rato más. También lloramos un poco. Me cuenta muchas cosas que yo escucho con atención. Cuando llego a casa por la noche llamo a mis padres. Me alegra oír a mi padre con sus historias de bricolaje y a mi madre con las de la nueva peluquera que le ha hecho mal las mechas. No tengo ningún hermano. Quizá por eso tengo tantos amigos. A falta de una gran familia de sangre, me he construido una de afectos. Daría cualquier cosa por saber si Ric forma parte de ella.
Antes veía a Ric con fascinación. Ahora con inquietud. Llevo un mes intuyendo que trama algo, pero eso no me ha impedido enamorarme. La realidad supera el guión más enrevesado. Es peor de lo que sospechaba. Ya no hay lugar a dudas. Lo sé. Ya no es mi imaginación la que se embala de la mano de mi corazón, sino mi cerebro en plena lucha contra mis sentimientos.
Él se muestra tan encantador como siempre. Creo que incluso más. Nos vemos con frecuencia, pasamos momentos increíbles, como una pareja a punto de formarse. Todo sería perfecto si me limitara a pensar en la parte visible del iceberg. Cuando voy a su casa, no puedo evitar pensar que sus archivadores están llenos de secretos, que tras las puertas de los armarios se esconden instrumentos sospechosos, o peor aún, armas y explosivos. Deseo ser capaz de ver a través de la materia como los superhéroes. Sueño con verlo y leerlo todo. No para traicionarlo o impedirle actuar. No. Soy suficientemente lúcida como para saber que en lo que a Ric se refiere he renunciado a toda objetividad. Solo quiero descubrir si bajo el disfraz de príncipe encantado se esconde un monstruo.
Afortunadamente Sophie estaba conmigo cuando descubrimos adónde se dirigía a escondidas. Sola habría sido incapaz de asumir el peso de esa verdad. Me habla del tema, se preocupa por mí, me pregunta qué pienso hacer. Los días pasan, también sus noches, y yo le doy vueltas al problema pero sigo sin saber cómo actuar.
A veces Ric me llama o pasa a verme, y siento que pone más ilusión en la relación que yo. El colmo.
Cuando estoy en la panadería no le quito ojo a la calle y a menudo lo veo pasar corriendo por delante del escaparate. He notado una cosa: nunca saluda cuando sale. Parece concentrado, taciturno. En cambio, a su regreso, cuando no pasa a comprar algo al menos me saluda a través del cristal. Jekyll y Hyde. El doctor Ric y Mr. Patatras. Vaya título.
El 10 de octubre, dentro de nueve horas, será mi cumpleaños. Ric me ha invitado a su casa el próximo sábado. Ese detalle me habría hecho feliz si no existiera esa cuestión que me tiene en vilo.
Estoy en la panadería rebanando un pan de pueblo. Cuando me doy la vuelta allí está.
—Hola, Julie.
—Hola, Ric.
Hace tiempo que la señora Bergerot sabe lo que representa Ric para mí. Cada vez que entra por la puerta ella se las arregla para desaparecer y cederme el placer de atenderle.
Ric señala una gran tarta detrás de una vitrina.
—Si me llevo esa tarta, ¿vendrás a compartirla conmigo esta noche?
«Más bien te vas a llevar la tarta puesta si no respondes a mi pregunta. ¿Por qué te dedicas a espiar las fábricas de los Debreuil?»
—¿Por qué no?
—Entonces la compro y te espero a las ocho.
«¿Qué te traes entre manos? Por favor, Ric, confiesa».
—Llegaré en cuanto salga del trabajo.
Hace un tiempo, si un hada me hubiera concedido el deseo de poder hacerle una sola pregunta a Ric ante la que él no pudiera mentir, le habría preguntado si me amaba, o a qué esperaba para besarme. Ahora mi obsesión por descubrir en qué está involucrado, unida al miedo de que ese secreto nos separe, ha tomado la delantera.
Cuando sale de la panadería, la señora Bergerot se acerca a mí.
—Julie, no quiero meterme en tu vida privada, pero siento que estás más distante con este chico. Sin embargo, tiene muy buena pinta. ¿No te gusta?
«Sí, tiene muy buena pinta y me tiene loquita, pero…»
—No lo tengo muy claro.
—No quiero darte consejos, Julie, pero en el amor es mejor dejar la razón de lado y hacer caso al corazón. Rara vez la decisión más meditada es la que nos hace felices. Sigue tu instinto.
Ha puesto el dedo justo en la llaga. Justo ahí. Reflexionar y dudar o dejarse llevar esperando no despertarse nunca. Me entran ganas de arrojarme a los brazos de la señora Bergerot y confesárselo todo, de echarme a llorar como una niña pequeña.
De pronto veo que cambia la expresión de su cara. Acaba de localizar, al otro lado del cristal, un nuevo expositor de frutas que ha aparecido por arte de magia justo delante de nuestro escaparate.
—¿Qué demonios es esto?
«Seguramente Mohamed, que acaba de mover otra ficha en ese juego que os traéis».
—¿Quiere que vaya yo?
—No, hija mía. Es necesario tener experiencia para enfrentarse a ese hombre.
«Veamos».
Mis padres llegan tres días antes de mi cumpleaños. Siempre regresan a la región en esta época del año para visitar a los amigos que dejaron y pasar conmigo al menos un día al año. El tiempo pasa rápido. Como buenos jubilados, tienen la agenda más repleta que un ministro, y yo tengo mi vida. Mi madre suele repetirme que ya nos veremos más cuando tenga hijos.
Se alojan en casa de los Focelli, unos antiguos vecinos. Su hijo Tony era compañero mío del colegio, pero nunca fuimos amigos. Cuando jugábamos en la arena de pequeños ya era un creído. Vociferaba, ante quien quisiera escucharlo, que sus castillos eran los más bonitos. Mantuvo esa actitud al crecer, se jactaba de escribir las mejores redacciones de la clase y de ir vestido más a la moda que nadie. Se casó con la chica más guapa, y estoy segura de que cuando se divorció, en lugar de pasarlo mal y tratar de cambiar, proclamó que su abogado era el mejor. Otro dios. Sin embargo, sus padres no son así y siempre me he llevado bien con ellos.
Mis padres se han empeñado en invitarnos a Ric y a mí a cenar en un restaurante. Cuando pienso en el modo en que han insistido me da la impresión de que les apetece más conocerlo a él que estar conmigo. Se llevarán un buen chasco cuando vean los titulares en los periódicos: «Tu futuro yerno en la cárcel», o «Exclusiva: El padre en potencia de los niños por los que ibas a construir una piscina es un criminal peligroso».
No vayáis a pensar que soy reticente a la idea de presentárselo a mis padres. Simplemente me pregunto a quién les estoy presentando exactamente.
A Ric también le hace mucha ilusión conocerlos. Así que, atrapada en una maniobra envolvente por parte de los tres, acabo sentada en el Cheval Blanc, una institución en la zona, con la cara iluminada por una vela posada en nuestra mesita redonda. Ric va vestido como para una boda y yo he optado por mis zapatos planos por si se vuelve necesario salir corriendo.
Mis padres parecen a gusto. Mi madre se ha puesto sus joyas —son menos llamativas que las de la señora Debreuil, pero algo es algo—. Espero que a Ric no le dé por robarlas. Ella no calla ni un minuto, tiene una opinión para todo: el color del mantel, los camareros, que deberían caminar más rectos, el cuenco de galletitas saladas del aperitivo, del que podrían haber retirado las que estaban rotas, siempre hay algo que comentar. Mi padre me mira. Parece estar pensando en lo mucho que ha crecido su niña. Cada vez que nos vemos se las apaña para pasar un momento a solas conmigo. Siempre me ha gustado eso de él. En sus ojos siempre me siento más joven. Se dedica a rememorar nuestra vida, desde la época en que cabía en la palma de su mano hasta el día que descubrió que ya era una mujer. Aun así, nunca dejará de verme como a un bebé.
Mi madre le ha pasado revista a Ric. Él anda con pies de plomo, midiendo cada palabra. Yo tiemblo cuando abordan algún tema sensible. ¿Quién será el primero en lanzarse sobre los platos? Mi padre no dirá nada, pero sus miradas son elocuentes. Lo peor es cuando se dedica, en silencio, a dar golpecitos con la uña del dedo en la base de su copa. El ritmo va acompasado con el de su pie derecho. En cuanto a mi madre, lo que temo no son precisamente sus silencios, que no se producen nunca. En este momento me siento como un conejo que debe correr a través de un campo de minas. En el ambiente denso de este restaurante casposo, con un hilo sonoro de éxitos de jazz y el lento movimiento de las langostas entre las rocas del acuario, a punto de ser devoradas, soy como una funambulista en equilibrio entre dos bandos dispuestos a abrir fuego.
—Entonces, Ric, ¿me permites que te llame Ric? ¿Qué tal va la informática?
—A veces demasiado bien, incluso. Sabe, señora Tournelle, cuanto peor va más trabajo tengo.
—Llámame Élodie, me resulta más simpático.
Mi padre observa a Ric. No parece disgustarle. Siempre me ha interesado el momento en el que el macho dominante se encuentra con el joven. Se juzgan y se olisquean. Sin duda se plantean si podrían haber sido amigos de no existir diferencia de edad. He asistido a ese rito iniciático en varias ocasiones. El pretendiente se ve frente al padre de su amada. Se produce entonces un examen secreto, una prueba tácita en la que la mujer es lo que está en juego. Miles de años de evolución para acabar encontrándote con la sensación de estar en una cueva prehistórica con unos hombres que negocian contigo como en una feria. ¿Es que no podemos decidir por nosotras mismas sin que otros se pongan de acuerdo? ¿Los hombres se sienten responsables de nosotras o acaso nos consideran de su propiedad? ¿Mi padre trata de determinar si puede confiarle la integridad de su hija a este individuo o Ric está marcando su territorio frente a un hombre ya tan asentado? ¿Y qué puedo hacer yo? Al fin y al cabo, se trata de mi vida.
Mi padre habla de trabajo dejando caer indirectas sobre los ingresos necesarios para mantener a una familia. Ric responde a la perfección. Obtiene un diez en las tres primeras preguntas del examen. Si la conversación se mantiene en el afable intercambio en torno a temas universales, saldré del paso sin demasiados estragos. Pero por suerte ahí está mi madre:
—Entonces qué pasa, ¿te gusta nuestra pequeña Julie?
«Dispuesta a abrir fuego, os lo decía. Si sigue así, en un rato podrá preguntarle, con la misma naturalidad, si le van las prácticas sexuales no convencionales».
Ric no se inmuta. Ni siquiera vacila su sonrisa.
—Eso será mejor preguntárselo a ella, ¿no?
«¡Rajado, cobarde, traidor! Me pasas la patata caliente. Me importa un bledo, llevo zapatos planos y estoy cerca de la salida de emergencia».