Read Manuscrito encontrado en Zaragoza Online

Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Manuscrito encontrado en Zaragoza (17 page)

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
8.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me mantuve en la negativa y rogué a la bella que no habláramos más de lo que me pedía. Entonces me miró con una especie de benevolencia y me dijo:

—¡Cuán feliz sois de poseer ciertas virtudes que os señalan el camino que debéis seguir y os permiten mantener la paz de vuestra conciencia! Nuestra suerte es muy distinta. Hemos querido ver con nuestros ojos lo que no se concede a los hombres y enterarnos de lo que su razón no puede comprender. Ya no estaba hecha para esos conocimientos sublimes. ¡Qué me importa un vano imperio sobre los demonios! Me habría contentado con reinar sobre el corazón de un esposo. Pero mi padre no lo ha querido, y debo sufrir mi destino.

Al decir estas palabras, Rebeca sacó un pañuelo y pareció ocultar en él algunas lágrimas.

Después agregó:

—Señor Alfonso, permitidme que vuelva mañana a esta misma hora y haga todavía algunos esfuerzos para vencer vuestra obstinación o, como vos la llamáis, vuestra gran sujeción a la palabra empeñada. Muy pronto el sol entrará en el signo de Virgo y entonces, una vez pasado el momento, habrá de suceder lo que suceda.

Al decirme adiós, Rebeca me estrechó la mano muy amistosamente y pareció volver con pena a sus operaciones cabalísticas.

JORNADA DÉCIMA

Me desperté más temprano que de costumbre y fui a la terraza para respirar a mis anchas el aire de la mañana, antes de que el sol hubiese abrasado la atmósfera. El tiempo estaba apacible. El torrente mismo parecía rugir con menos furia y permitía oír el concierto de los pájaros. La paz de los elementos llegó a mi alma y pude reflexionar con alguna tranquilidad sobre lo que me había sucedido después de mi partida de Cádiz. Algunas palabras que se le escaparon a don Enrique de Sa, gobernador de aquella ciudad, me hicieron sospechar que él no era ajeno a la misteriosa existencia de los Gomélez y que conocía también una parte de su secreto. Era él quien me había procurado a mis dos servidores, López y Mosquito, y yo imaginaba que era por su orden que éstos me habían abandonado a la entrada del desastroso valle de Los Hermanos. Mis primas me habían dado a entender que se quiso poner a prueba mi coraje. Pensé que me habían dado en la venta un brebaje para dormir y que, durante mi sueño, me habían transportado bajo la horca. Pacheco pudo quedar tuerto por un accidente que no fuera su vínculo amoroso con los dos ahorcados, y su atroz historia pudo ser un invento. El ermitaño, tratando siempre de que le confesara mi secreto, me parecía ser un agente de los Gomélez que quería poner a prueba mi discreción. Me pareció, en fin, que empezaba a ver más claro en mi historia, y a explicármela sin tener que recurrir a seres sobrenaturales. De pronto, escuché a lo lejos una música muy alegre cuyos sones parecían atravesar la montaña. Cuando se hicieron más nítidos, divisé una alegre banda de gitanos que avanzaba cadenciosamente, cantando y acompañándose con panderetas y castañuelas. Establecieron su campamento volante cerca de la terraza, cosa que me permitió observar la elegancia de sus vestiduras y de su porte. Imaginé que serían los mismos gitanos ladrones bajo cuya protección se había puesto el huésped de la venta de Cardeñas, según me dijo el ermitaño, pero me parecieron demasiado amables para ser bandidos. Mientras los contemplaba, levantaron sus tiendas, pusieron sus ollas al fuego, colgaron las cunas de sus niños de las ramas de los árboles vecinos. Y cuando terminaron todos estos preparativos se entregaron de nuevo a los placeres de su vida vagabunda, de los cuales, a sus ojos, el más precioso es la holgazanería.

El pabellón del jefe se distinguía de los otros, no sólo por el bastón de grueso puño de plata que estaba plantado a la entrada, sino también porque se hallaba mejor acondicionado, y hasta adornado con una rica franja, cosa que no suele verse, por lo común, en las tiendas de los gitanos. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando se abrió el pabellón y salieron de él mis dos primas con esos elegantes vestidos que en España se llaman de majas gitanas. Avanzaron hasta la terraza, sin que parecieran advertir mi presencia. Después llamaron a sus compañeras y se pusieron a bailar una jota, acompañada por estas palabras:

Cuando Joselito alza las palmas para bailar se me pone el cuerpecito como hecho de mazapán. Si la tierna Emina y la afectuosa Zebedea me dieron vuelta la cabeza con sus cimarras moriscas, no me embelesaron menos con estas nuevas vestiduras. Pero les encontré una expresión maliciosa y burlona, propia de dos gitanas que dicen la buenaventura, y tal vez indicio de alguna nueva mala pasada que estarían prontas a jugarme bajo esa metamorfosis imprevista.

Como el castillo del cabalista estaba cuidadosamente cerrado, y sólo él guardaba las llaves, no pude reunirme con las gitanas. Sin embargo, pasando por un subterráneo que conducía al torrente y estaba cerrado por una verja de hierro, podía observarlas de cerca y hasta hablarles sin que me vieran los habitantes del castillo. Llegué pues a la verja, y me encontré separado de las bailarinas por el lecho del torrente. No eran mis primas. Les encontré un aspecto bastante ordinario y conforme a su condición. Avergonzado por mi tropiezo, volví lentamente a la terraza. Cuando llegué, miré de nuevo y reconocí a mis primas. Ellas también parecieron reconocerme, lanzaron grandes carcajadas y se retiraron a sus tiendas.

Yo estaba indignado. «¡Cielos! —me decía—, ¿es posible que esos dos seres tan amables y amantes no sean más que dos duendes, acostumbrados a encarnarse en toda suerte de formas para burlar a los mortales? ¿Es posible que no sean más que dos brujas o, cosa más execrable aún, dos vampiros a quienes les está permitido animar los cuerpos odiosos de los ahorcados del valle»? Hasta entonces me pareció que todo lo ocurrido podía explicarse naturalmente, pero ahora no sabía ya qué creer.

Mientras hacía estas reflexiones entré en la biblioteca, donde encontré sobre la mesa un grueso volumen escrito en caracteres góticos, cuyo título era Curiosas relaciones de Hapelius. El volumen estaba abierto y la página parecía deliberadamente plegada en el comienzo de un capítulo, donde leí la siguiente historia:

"HISTORIA DE THIBAUD DE LA JACQUIÈRE

Había una vez en Lyon, ciudad francesa situada junto al Ródano, un rico mercader llamado Jacques de la Jacquière, aunque sólo tomó el nombre de La Jacquière cuando hubo abandonado el comercio y sus conciudadanos lo nombraron preboste de la ciudad, cargo que los lioneses confieren únicamente a los hombres que tienen gran fortuna y renombre sin tacha. Tal era el buen preboste de La Jacquière, caritativo con los pobres y benefactor de monjes y demás religiosos, que son los verdaderos pobres según el Señor. Pero tal no era el hijo único del preboste, Thibaud de la Jacquière, guión de la compañía real, borracho, espadachín, mujeriego, jugador, alborotador, jactancioso, pendenciero, parlanchín y blasfemo, aficionado a detener al burgués en las calles para trocar su viejo manto por uno nuevo y su fieltro usado por uno mejor. De tal modo que sólo se hablaba de Thibaud de la Jacquière, ya en París, ya en Blois, ya en Fontainebleau, ya en otras moradas del rey. Ahora bien, sucedió que nuestro buen señor Francisco I, de santa memoria, harto ya de la conducta libertina del joven de La Jacquière lo envió a que hiciera penitencia a Lyon, a casa de su padre, el buen preboste de La Jacquière, que vivía por entonces en la esquina de la plaza de Bellecour, a la entrada de la calle Saint Ramond. El joven Thibaud fue recibido en casa de su padre con tanta alegría como si viniera cargado de todas las indulgencias de Roma. El buen preboste no sólo mató para él el ternero cebado, sino que dio en su casa un banquete que costó más escudos de oro que convidados había. Hizo más. Bebió a la salud de su hijo, y cada cual le deseó sabiduría y arrepentimiento. Pero estos votos caritativos disgustaron al mozo. Llenando de vino una copa de oro, dijo: «¡Voto a vuestra merced el diablo, con este vino que voy a beber en vuestro honor estoy dispuesto a entregaros mi cuerpo y mi alma si alguna vez me hiciera yo más hombre de bien de lo que soy! ». Atroces palabras que pusieron los pelos de punta a los convidados. Todos se persignaron, y algunos se levantaron de la mesa. Thibaud se levantó también y fue a tomar fresco a la plaza de Bellecour, donde encontró a unos antiguos camaradas, dos bellacos cortados por la misma tijera. Los abrazó, los llevó a su casa, y allí les hizo servir copa tras copa, sin preocuparse por su padre ni por los convidados.

Lo que Thibaud hizo el día de su llegada, lo hizo al día siguiente y los días después. El buen preboste, con el corazón traspasado, pensó en recomendarse al apóstol Santiago, su patrón, y llevó ante su imagen un cirio de diez libras. Lo había hecho fundir para otra ocasión, pero en ese momento, como nada le interesaba tanto como la conversión de su hijo, lo ofrendó de buena gana. Como quisiera colocar el cirio en el altar, lo hizo caer, y aquél volteó una lámpara de plata que ardía delante del apóstol. El cirio caído y la lámpara volcada le parecieron de mal augurio, y volvió tristemente a su casa. Ese mismo día, Thibaud se divertía con sus amigos. Bebieron copa tras copa y después, como la noche avanzaba, una noche sombría, salieron a tomar fresco a la plaza de Bellecour. Y entonces se pasearon los tres del brazo, como hacen los guapos, creyendo atraer las miradas de las muchachas. Por esta vez nada obtuvieron, pues no pasaban muchachas, ni mujeres casadas, y ni siquiera podían verlos desde las ventanas porque la noche, como creo haberlo dicho, estaba sombría. De modo que el joven Thibaud, alzando la voz y lanzando su juramento de costumbre, dijo: «Voto a vuestra merced el diablo, estoy dispuesto a entregaros mi cuerpo y mi alma si la gran diablesa vuestra hija llegara a pasar, y entonces estoy dispuesto a requerirla de amores, hasta tal punto me siento enardecido por el vino».

Estas palabras disgustaron a los dos amigos de Thibaud, que no eran tan empedernidos pecadores como él. Y uno le dijo:

—Thibaud, amigo mío, piensa que el diablo es el eterno enemigo de los hombres, y que les hace bastante mal sin que lo incitemos a ello e invoquemos su nombre. A lo cual Thibaud respondió:

—Como he dicho, lo haré.

Entretanto, los tres bellacos vieron salir de una calle vecina a una mujer velada, de bonito talle, y que aparentaba estar en su primera juventud. Un negrito, que corría tras ella, dio un paso en falso, cayó de narices y se le apagó la linterna. La muchacha pareció muy asustada, sin saber qué hacerse. Entonces Thibaud se llegó a ella y con el mayor comedimiento que pudo le ofreció su brazo para volver a conducirla a su casa. La muchacha aceptó, después de hacerse de rogar un poco, y Thibaud, volviéndose hacia sus amigos, les dijo a media voz:

—Aquel a quien he invocado no se ha hecho aguardar. Por eso os deseo buenas noches.

Los dos amigos comprendieron lo que quería y se despidieron de él, deseándole fiesta y regocijo.

Thibaud dio pues el brazo a la bella, y el negro, cuya linterna se había apagado, marchaba delante de ellos. La muchacha parecía al principio tan turbada que se sostenía dificultosamente, pero fue serenándose poco a poco y se apoyó francamente en el brazo de su caballero. A veces daba un paso en falso y le apretaba el brazo para no caer; entonces el caballero, queriendo retenerla, le oprimía el brazo contra su pecho, cosa que hacia, no obstante, con bastante discreción para no asustar a su presa.

Así caminaron y caminaron durante tanto tiempo que al fin le pareció a Thibaud que se habían extraviado por las calles de Lyon. Cosa que no dejó de alegrarlo, pues creyó que la hermosa descarriada estaría más en su poder. Sin embargo, queriendo saber quién era, le rogó que se sentaran en un banco de piedra que distinguieron junto a una puerta. Ella consintió. Entonces él, tomándole una mano galantemente, le dijo con harto ingenio:

—Hermosa estrella errante, puesto que mi estrella ha hecho que os encuentre en la noche, hacedme el favor de decirme quién sois y dónde vivís.

La muchacha pareció al principio muy intimidada, después se serenó y al final respondió en estos términos:

HISTORIA DE LA GRACIOSA MUCHACHA DEL CASTILLO DE SOMBRE

—Mi nombre es Orlandina, o a lo menos es así como me llamaban las pocas personas que habitaban conmigo el castillo de Sombre, en los Pirineos. Allí no he visto otros seres humanos que mi gobernanta, que era sorda, una sirvienta que tartamudeaba tanto que hubiéramos podido considerarla muda, y un viejo portero que era ciego. Ese portero no tenía mucho que hacer, pues sólo abría la puerta una vez por año, y siempre a un caballero que venía a visitarnos para pellizcarme el mentón y hablarle a mi dueña en vizcaíno, lengua que no comprendo. A Dios gracias, yo sabía hablar cuando me encerraron en el castillo de Sombre, porque con toda seguridad no lo habría aprendido de mis dos compañeras de prisión. Al portero ciego no lo veía sino en el momento en que venía a pasarnos la comida a través de la reja de la única ventana que había. A decir verdad, a menudo mi sorda gobernanta me gritaba al oído no sé qué lecciones de moral, pero yo las comprendía tan poco como si hubiera sido tan sorda como ella, porque me hablaba de los deberes del matrimonio y no me decía qué era el matrimonio. A menudo, también, mi sirvienta tartamuda se esforzaba en contarme alguna historia, asegurándome que era muy graciosa, pero, no pudiendo nunca pasar de la segunda frase, estaba obligada a renunciar a contarla, y se iba tartamudeando excusas que expresaba con igual fortuna que su historia.

Os he dicho que no teníamos más que una ventana, es decir que sólo había una que daba al patio del castillo. Las demás daban a otro patio que tenía algunos árboles y podía pasar por jardín, y cuya única salida era la que conducía a mi aposento. Yo cultivaba en el jardín algunas flores, y ésa era mi única diversión. Digo mal, también tenía otra, e igualmente inocente. Era un gran espejo en donde iba a contemplarme desde que estaba levantada, y aun saliendo de la cama. Mi gobernanta, en paños menores, también iba a contemplarse, y yo me divertía comparando mi imagen con la suya. También me entregaba a observarme en el espejo antes de acostarme, y cuando mi gobernanta estaba dormida ya. A veces imaginaba ver en el espejo a una compañera de mi edad que respondía a mis gestos y compartía mis sentimientos. Mientras más me entregaba a esta ilusión, más el juego me complacía.

Os he dicho que había un señor que venía una vez por año a pellizcarme el mentón y hablar en vizcaíno con mi gobernanta. En una ocasión, en vez de pellizcarme el mentón, el señor me tomó de la mano y me condujo a una carroza donde me encerró con mi gobernanta. Bien puedo decir que me encerró, porque las cortinas de la carroza estaban bajas. Sólo salimos de ella al tercer día, o mejor dicho a la tercera noche, a menos que la tarde estuviera muy avanzada ya. Un hombre abrió la portezuela y nos dijo:

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
8.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Make Mine a Marine by Julie Miller
Tanequil by Terry Brooks
Darling Beast (Maiden Lane) by Elizabeth Hoyt
Going Home by Mohr, Nicholasa
The Memory Garden by Mary Rickert
Ladies’ Bane by Patricia Wentworth
Notorious by Roberta Lowing