Mar de fuego (91 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Cuando la luz desapareció, la escena quedó en la más absoluta oscuridad y el intruso se dispuso a consumar la venganza tanto tiempo meditada.

A través de la información de la malograda Gueralda conocía la mansión como si hubiera vivido en ella. Salió de las cocinas y por una escalera secundaria llegó a la planta baja. Un gran hachón encendido iluminaba el nacimiento de la barandilla de balaustres de roble que en un amplio caracol llegaba al primer piso. Mainar subió los peldaños de dos en dos. La cámara de su enemigo se hallaba en el extremo del pasillo. Avanzó por éste y llegado al extremo, con sumo tiento, intentó abatir el tirador de la puerta, pero, como esperaba, estaba cerrada por dentro con la balda pasada. Mainar no dudó un instante; en dos zancadas se llegó al balcón que se abría en el extremo del pasillo. El aire agitaba los cortinajes. Mejor, pensó: de aquella manera desde el exterior nadie se extrañaría del temblor del lienzo. Se asomó con sumo sigilo y observó que desde la terraza hasta el balcón del dormitorio apenas mediaba un paso. Tras comprobar que nadie le observaba desde la muralla, saltó la barandilla. Ya en el otro lado, apoyó una de sus piernas en el saliente de la pared y con un ágil escorzo se halló a caballo en el alféizar del ventanal del dormitorio de su odiado enemigo. Con sumo tiento apartó el cortinón que lo cubría y su único ojo pudo observar la escena tantos años soñada. En medio de una estancia en penumbra ricamente amueblada destacaba una inmensa cama adoselada y en ella un bulto que, sin duda, era el cuerpo del hombre a quien él también responsabilizaba de la muerte de su padre.

El recuerdo de su hija hizo que las inquietudes que asaltaban a Martí fueran por otros derroteros que nada tenían que ver con su seguridad ni su fortuna. A pesar de los meses transcurridos, el joven Bertran aún no había regresado de Cardona… Martí apretó los puños al pensar en el semblante triste de Marta la última vez que había ido a visitarla al monasterio. Ella no había querido reconocerlo, pero Martí intuía que su corazón debía estar sufriendo en silencio, tal y como él había predicho años atrás… ¡Malditos nobles!, se dijo, y se maldijo a sí mismo, por enésima vez en aquellos años. Si no hubiera dejado a Marta en palacio nada habría ocurrido. Jamás se habría cruzado con el futuro vizconde de Cardona y ahora estaría en su hogar: junto a él, con los suyos, donde debía estar. Como siempre que pensaba en su hija, la mente de Martí acabó evocando el amable rostro de Ruth: aquel semblante que nunca había envejecido, terso y suave, decidido y sonriente. Martí entrecerró los ojos y se dejó acariciar por los recuerdos. Deseó que, desde el cielo, Ruth hubiera comprendido la necesidad de sacrificar sus últimas voluntades… Muchas veces se dormía así, sintiendo a Ruth a su lado, dejándose engañar por las sombras hasta que el amanecer le devolvía a la triste realidad. Pero esa noche un ruido procedente de la ventana disipó aquel momento de ensoñación. Sin saber muy bien de qué se trataba, Martí Barbany se incorporó en el lecho.

Mainar procedió con sumo cuidado. Rebuscó en la escarcela y de ella extrajo uno de los pequeños dardos voladores, dejándolo junto a él en el alféizar; luego, a tientas, buscó la ampolleta de vidrio y con su daga rompió el lacre, a continuación mojó la punta de la flecha en el líquido oscuro y denso, y finalmente extrajo la cerbatana y armó el artilugio. Ya sólo faltaba el final. Se llevó la embocadura a los labios y decidió en un instante cuál era la mejor opción. En aquel momento el bulto de la cama hizo ademán de incorporarse. El ojo de Mainar lucía con un brillo asesino. El recuerdo de su padre y el postrer deseo de su bienhechor, Bernat Montcusí, guiaban sus actos. Se llevó la cerbatana a los labios y realizó el acto que había practicado tantas veces hasta con animales en movimiento. Apuntó al blanco con su único ojo y un corto y seco soplido impulsó al pequeño mensajero de la muerte hacia su destino. El dardo atravesó el aire como un abejorro furioso.

Martí notó un pinchazo en el cuello, e instintivamente llevó la mano hacia él. Sus dedos se encontraron con algo que no supo identificar. Atónito, intentó arrancárselo, pero el veneno comenzó su letal tarea… Un espasmo sacudió el cuerpo del naviero, que con todas sus fuerzas intentó levantarse del lecho.

—Muere, Barbany —dijo Mainar acercándose al lecho y hablando en voz suficientemente alta para que su víctima le oyera—. Por mi padre, Luciano Santángel, por mi buen amigo Bernat Montcusí… Por fin ha llegado la hora de su venganza.

La mente de Martí se iba sumiendo en un pozo ciego, su corazón latía cada vez más débilmente, las fuerzas le abandonaban… Sin embargo, en un último momento de lucidez, reconoció aquella voz, antes de caer inerte sobre las sábanas. Murió con una expresión de sorpresa en su rostro y Mainar sonrió, sabiendo que nada había fallado. Luego, tras vaciar el resto de la ampolla en el aire, guardó sus cosas en la escarcela y desanduvo el camino andado. Llegando a la cocina, saltó a la leñera. El gancho de hierro que remataba la cuerda pendía sobre los sacos, Mainar dio el tirón acordado que fue respondido desde el exterior al instante. Entonces, ayudado por la cuerda, se encaramó por la rampa y aguardó a que sus hombres abrieran la trampilla indicando que el campo estaba libre. Al cabo de un suspiro estaba acomodado en el fondo del carro y oía cómo su cochero se despedía del centinela. Entonces, con la sensación del deber cumplido, descansó.

122

Después de la tormenta

La noticia de la muerte de Martí Barbany se propagó por Barcelona a la mañana siguiente como si fuera un reguero de pólvora. El primer rumor hablaba de que el naviero había fallecido en su lecho, mientras dormía, pero a medida que transcurría el día las circunstancias de su muerte dieron paso a un sinfín de especulaciones. Sólo un lugar permaneció ajeno al tumulto y la consternación que provocó la tragedia.

Los gruesos muros del monasterio de Sant Pere de les Puelles aislaban a las religiosas de toda noticia del mundo exterior. Las únicas monjas que tenían contacto con gentes ajenas al monasterio eran la hermana tornera y la encargada del huerto que por demás, cumpliendo con el voto de obediencia, tenían orden estricta de la abadesa de únicamente comunicar a ella cualquier noticia de la que tuvieran conocimiento.

La mañana que siguió al luctuoso suceso, un Eudald Llobet pálido y desencajado entró como un vendaval en el gabinete de sor Adela de Monsargues.

—¿Os habéis enterado, madre?

La abadesa miró al confesor del monasterio sin comprender.

—Han asesinado a mi amigo Martí Barbany.

—¿Qué es lo que me estáis diciendo?

—Alguien, no se sabe cómo, ha entrado en su casa y desde el balcón de su dormitorio le ha lanzado un dardo envenenado que ha acabado con su vida. ¡Dios mío! Hace poco mi coadjutor perdió su vida y su alma… ¡Y ahora esto!

La superiora se santiguó.

—Alabado sea Dios. ¿Cómo lo ha sabido vuestra reverencia?

—Esta mañana fui muy temprano a la biblioteca de la Pia Almoina donde recibí un recado urgente. Luego acudí a la casa de la plaza de Sant Miquel… Aquello era un caos; estaba lleno de gente: el veguer, un físico, jueces, notario mayor y altos funcionarios de palacio; he hablado con sus allegados. Nadie se explica cómo han podido entrar, la vigilancia estaba reforzada y se cambiaban los centinelas en turnos dobles… Hace ya tiempo, mi amigo recibió una amenaza en forma de una cabeza de lagarto que, según el capitán Manipoulos, se corresponde con la costumbre de una secta de turbios herejes de las tierras del Nilo.

—¿Y han averiguado algo? —inquirió la abadesa.

—La justicia del conde lo intenta, pero dudo que se aclare el hecho… Ya sabéis cómo están las cosas desde que murió el viejo conde. Los únicos que se acercaron al lugar esa noche fueron unos falsos repartidores de leña… Pero eso es lo único que se sabe a estas horas.

Un silencio se estableció entre los dos. Ambos pensaban lo mismo.

—Y Marta… —suspiró la abadesa, consternada—. ¿Cómo le decimos a esta niña que su padre ha sido asesinado?

—Hacedla llamar, reverenda madre, yo se lo diré.

Marta entró en la biblioteca acompañada de Amina. Al ver el cariacontecido rostro de su padrino y el gesto de la abadesa cuando ordenó a Amina que saliera de la estancia, fue consciente de que algo muy grave había acaecido.

Tras una breve genuflexión con las manos unidas sobre el regazo, aguardó a que la superiora le dirigiera la palabra y cuando lo hizo por el tono tuvo la certeza de que su pálpito era cierto.

—Sentaos, hija. El padre Llobet tiene que deciros algo.

Marta se sentó en el sillón, frente al arcediano, y sin poder contenerse, preguntó:

—¿Qué ha pasado?

Su padrino le tomó la mano, que temblaba cual pajarillo caído del nido.

—Verás, Marta, debes ser fuerte… La vida es dura y tú ya eres una mujer.

La muchacha se puso tensa como cuerda de viola.

—Decidme, padrino, ¿le ha ocurrido algo a Bertran?

—No se trata de esto, Marta.

—Entonces —dijo mirando a la monja— le ha ocurrido algo a Ahmed y por eso habéis hecho que Amina saliera afuera.

—No, hija. Ahmed está bien.

—¡Por Dios, padrino, no me hagáis adivinar!

—Tu padre…

—¿Qué le ha pasado a mi padre? —gritó Marta, poniéndose en pie.

—Ha muerto, Marta.

Un pesado silencio se abatió sobre los tres.

—No es posible… —musitó Marta—. ¿Qué le ha sucedido?

El buen arcediano se quedó sin palabras. ¿Cómo decirle a su querida ahijada la terrible verdad? Que su padre había sido vilmente asesinado. Suspiró y dijo:

—Ya no está en este mundo, hija mía. Se halla con tu madre en presencia del Creador.

En los ojos de Marta se reflejó el espanto e instintivamente se llevó la diestra a los labios ahogando un grito. La sala le daba vueltas.

—Tu padre fue el mejor hombre que he conocido. Debes dar gracias a Dios por ello y agradecer el tiempo que lo has tenido a tu lado.

La muchacha miraba sin ver.

La abadesa intervino:

—Un coro de ángeles ha salido sin duda a su encuentro, toda la comunidad le encomendará esta noche al Altísimo. Rezad por él.

Pero Marta ya no la oyó: el golpe había sido demasiado terrible y su mente se negó a aceptarlo. Ahogando un suspiro, la joven se desmayó.

La ceremonia del entierro del naviero fue multitudinaria. Por la mañana se instaló el catafalco que debería soportar el sarcófago en el patio de la casa de la plaza de Sant Miquel. De palacio se envió un pelotón de hombres de armas para contener al populacho que, sin duda, acudiría en tropel a despedirse del que tanto en vida hizo por ellos. A la derecha se montó una pequeña tribuna para que su única hija, rodeada de sus íntimos, recibiera las condolencias y expresiones de dolor de sus conciudadanos, y a la izquierda otra para los representantes de las familias prominentes de la ciudad.

Las campanas de la ciudad tocaban a muerto en honor de su ilustre vecino. Marta, vestida con el hábito de postulante, acompañada de sor Adela de Monsargues, del padre Llobet y de Amina llegó en un coche cerrado. Los soldados le abrieron paso apartando a la multitud con el astil de sus picas; la pequeña puerta recortada en uno de los vanos de la principal se abrió para que entrara y apenas traspasada, las gentes de su casa se precipitaron hacia ella, llorosas y abatidas por el dolor. Estaban todos. Dos de los capitanes de su padre, Jofre y Felet, Andreu Codina el mayordomo, Mariona la cocinera, Amancia su vieja ama de cría, Gaufred el jefe de la guardia y al fondo Ahmed que, acompañado por Manel, aguardaba a que todos hubieran dado el pésame a la señora para acercarse a ella.

Cuando las expresiones de dolor se hubieron terminado, Marta acompañada de su padrino quiso ver a su padre antes de que la caja que contenía el cadáver fuera puesta sobre el túmulo para que el buen pueblo barcelonés pudiera despedirlo, ya que al haber expresado su deseo de ser enterrado junto a su esposa, las exequias funerarias iban a ser totalmente privadas. Marta, acompañada por su padrino y por sor Adela de Monsargues, entró en el gran recibidor y ascendió sobrecogida la escalera por la que tantas veces había correteado; le parecía imposible que al abrir la cámara principal no la recibiera el cálido abrazo de su padre. El momento cumbre llegó; en la puerta, dos de los hombres de Gaufred montaban guardia. Del interior salían voces que rezaban. Uno de los guardias abrió y, en aquel instante, Marta supo que estaba sola en el mundo; pese a notar sobre su hombro la alentadora mano del padre Llobet, sintió que un ahogo le oprimía el alma privándole el aliento, y deseó con más fuerza que nunca la presencia de Bertran.

Marta se aproximó casi de puntillas hasta la imponente caja de roble que contenía los restos de su padre, cuya tapa ornada con herrajes de bronce y un gran crucifijo en su centro descansaba colocada de pie a un lado. El cuerpo de Martí yacía rodeado de cuatro gruesos cirios, amortajado con un inmaculado lienzo blanco que se le ajustaba bajo la barbilla; entre sus largos dedos sostenía una cruz de plata y sobresaliendo de la mortaja se veían sus pies calzados con sandalias monacales. Súbitamente un cambio se obró en el interior de la joven; Marta tuvo la sensación de que su padre no estaba allí, que la estaba observando desde algún lejano lugar y que desde él iba a seguir siempre velando por ella. Los rezos se detuvieron y, de súbito, a su derecha apareció el capitán Manipoulos, por cuya apergaminada mejilla descendía una lágrima que iba a morir a la comisura de su boca. A su izquierda, doña Caterina intentaba arrodillarse para besarle la mano, mientras sus labios musitaban una y otra vez «mi niña, mi pobre niña». Entonces ya no pudo aguantar y se derrumbó abrazada a ambos. Luego la estirpe luchadora de sus orígenes se impuso, apartó a uno y otro, se inclinó sobre el cuerpo de su padre y tras depositar un beso en su frente, se enderezó y dirigiéndose a los presentes, como quien adquiere públicamente un compromiso, exclamó:

—Juro por Dios vivo, padre mío, que no os he de decepcionar, que toda mi vida llevaré vuestro apellido con honor y que seguiré siempre vuestro ejemplo. —Luego, volviéndose al arcediano dijo—: Y ahora, padrino, ordenad que lo bajen. El buen pueblo de Barcelona tiene derecho a despedirse del que tanto les favoreció y tanto esfuerzo puso en mejorar sus vidas.

En aquel instante se abrió la puerta y la imagen de un alterado Gaufred apareció en el quicio.

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