Maratón (22 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

BOOK: Maratón
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La verdad era que yo mismo, incluso cegado por una mezcla de amor y de odio, me había preguntado si Briseida me había enviado como a una píldora envenenada, para que asustara a los griegos con las cifras y con las amenazas del oro persa; solo que Abrahim había dicho lo mismo. Me mantuve firme.

—Me enviaste tú, mi señor. Milcíades ha estado luchando contra los persas desde el principio de la guerra… y tú no, perdona que lo diga. Que dudes de mí, que dudes de él, es una verdadera locura.

—Sal de mi tienda y no vuelvas nunca más —dijo Dionisio.

—Se ha apoderado de ti algún mal
daimon
—dije—. Somos una flota unida. No crees divisiones donde no las hay.

—¡Vete, y llévate tu barco! —me ordenó a gritos—. ¡Traidor!

Leago me acompañó hasta la puerta y se vino conmigo playa abajo. Después, me asió del brazo.

—Es el mejor marino que conozco —me dijo Leago—. Pero el poder lo ha descentrado. Solo el ver tantos barcos… le ha hecho algo. Creí que tus palabras podrían hacerle entrar en razón.

Yo no sabía qué decir. Los hombres llegan al poder de diversos modos y reaccionan ante él de diversos modos, como reaccionan de diversos modos al vino, al jugo de adormideras y a otras drogas. Pero cuando volví junto a Milcíades, yo estaba de humor sombrío y me dolía la cabeza. Me dejé caer en una de las esteras que tenía extendidas en la arena.

—Me pareció que debías verlo por ti mismo —dijo Milcíades.

—Yo intenté decirle lo de los sobornos —dijo Arístides—. Me mandó matar… después, me desterró… y así sucesivamente. Ha perdido la cabeza.

Milcíades me dirigió una sonrisa cansada.

—Es extraño… yo debería haber recibido el mando. Pero ahora lo tiene un loco; no obstante, la flota parece incapaz de quitarle el mando, y parece que yo no estoy a la altura de la situación —concluyó Milcíades, y me miró.

Me incorporé hasta quedar sentado.

—¿Estás dando a entender que yo debería hacer algo? —pregunté.

Milcíades se encogió de hombros.

Miré a Arístides, y él no quiso mirarme a los ojos. Ay, qué piadosos son todos los atenienses… hasta el momento en que las necesidades de la ciudad pueden más que toda esa moralidad escrupulosa.

—¿Queréis los dos que mate a Dionisio? —pregunté.

Arístides apartó la mirada con firmeza.

Milcíades se encogió de hombros de nuevo.

—Yo no puedo hacerlo, desde luego —dijo.

—Yo tampoco puedo —dije—. Iría en contra de la hospitalidad. Y he hecho un juramento a Apolo.

Arístides se volvió hacia mí y me miró a los ojos.

—Bien —dijo; y comprendí de pronto que lo había juzgado mal. Yo acababa de superar un examen de algún tipo.

—Y bien —dijo Milcíades—, supongo que estamos en manos de los dioses.

A mí me parecía bien. Confiaba en que Apolo salvaría a los griegos.

La semana siguiente hubo más entrenamientos. Yo tenía el
Cortatormentas
constantemente en el agua, practicando diversas maniobras. La mayoría de los lesbios hacían lo mismo, así como algunos samios y todos los cretenses. Quizá no alcanzásemos la perfección que quería Dionisio, pero componíamos una flota curtida, y todos los remeros estaban en forma.

Milcíades se empeñó en que aprendiésemos algunas maniobras de escuadra, de modo que practicamos todos los días en escuadra, y Nearco optó por participar con nosotros. Nearco era aquel muchacho al que había entrenado yo hasta que se hizo hombre; era hijo de Aquiles, señor de Creta. Por entonces, ya no era tampoco un muchachuelo de diecisiete años, arrogante y quejumbroso. Ya era todo un hombre, héroe del combate naval próximo a Amatunte, en Chipre, y mandaba cinco barcos.

Era popular entre los atenienses, y por medio de él me hice amigo de Frínico, el poeta. Frínico salía a recopilar relatos todas las tardes, cuando los hombres se echaban la siesta, y cuando habló con Nearco y oyó contar a este el combate de cubierta a cubierta en Amatunte, los dos vinieron a buscarme.

Yo estaba tendido en una alfombra en la tienda de Milcíades, con la cabeza apoyada en una clámide enrollada, y no podía dormir. Para ser sincero, he de decir que aquellos días estaban siendo tan negros para mí como lo habían sido los días después de que Hiponacte me echara de su casa e intentara matarme. Me dolía la cabeza, y el dolor suele contribuir a la falta de ánimo. Pero tampoco me podía quitar de la cabeza el recuerdo de ella; era como si su imagen y el dolor fueran una misma cosa.

—Arímnestos… —me llamó Nearco.

Me levanté de un salto, salí al sol y nos abrazamos. Nos veíamos poco, teniendo en cuenta que estábamos acampados en una misma playa. Me presentó al dramaturgo, que me preguntó por el combate de Amatunte, y yo, sentado junto a la lumbre, conté mi historia.

Cuando hube terminado, Frínico me preguntó cuántos hombres creía que había abatido aquel día.

Me encogí de hombros.

—¿Diez? ¿Veinte? —dije. Debí de fruncir el ceño, pues él sonrió.

—No pretendía ofenderte —dijo—. Tienes fama de ser un gran matador de hombres. El mayor de toda esta flota, quizá.

¿Qué se puede contestar a esto? Pensé que seguramente lo era, en efecto, pero decirlo habría sido
hibris
.

—Sófanes de Atenas es un gran guerrero —dije—. Y Epafrodito de Lesbos también es un matador.

Frínico enarcó una ceja.

Yo me incliné hacia él. Era un gran poeta y hombre de honor. Además, sus palabras podían hacer inmortal a un hombre… si creéis que la fama de las palabras perdura eternamente, y yo lo creo.

—¿Has luchado tú en una batalla cuerpo a cuerpo? —le pregunté.

—He estado en algunos combates navales —dijo, agitando la mano—. Una vez luché cuerpo a cuerpo contra un hombre, en cubierta. No he estado nunca en una batalla grande, entre falanges.

Sonreí.

—Pero, entonces, sabes cómo es. Cuando me preguntas cuántos hombres abatí, ¿cómo voy a responderte? Si corto una mano a un hombre, ¿cae el hombre? ¿Está acabado? Si le atravieso un pie con mi lanza, será baja durante el resto del combate, pero supongo que labrará sus campos la próxima temporada. ¿No es así?

Él asintió con la cabeza.

—Cuando combato dando lo mejor de mí, ni siquiera sé lo que pasa a mi alrededor. En mi último combate, ante Mileto, derribé de un golpe de mi escudo a un hombre que estaba detrás de mí —sacudí la cabeza, pues me daba cuenta de que no me estaba expresando bien—. Escucha: no pretendo jactarme. Simplemente, no lo sé. Yo combato por zonas, no por cifras. En un combate en un barco, procuro despejar una zona, y después paso a la siguiente.

Frínico sonrió.

—Eres un artesano de la guerra —dijo.

Le devolví su sonrisa.

—Puede ser.

Se inclinó hacia mí.

—¿Me permites que luche a tu lado en la batalla? Me gustaría verte en acción.

Mirad, Frínico era el poeta más célebre de nuestros tiempos, después de Píndaro, de Simónides, o de Homero si resucitara; y me estaba pidiendo verme en la gran batalla en la que íbamos a doblegar a Persia. ¿Qué le iba a decir?

Por una casualidad que me ha llenado de placer siempre que la recuerdo, el joven Esquilo y su hermano iban en calidad de infantes de marina en el barco de Clístenes… de modo que en una misma escuadra llevábamos al mayor poeta de nuestros tiempos, y
al siguiente
. Todavía no habían competido entre sí; pero se veía al joven Esquilo rondar por las mismas hogueras que Frínico, de modo que a poco de haber trabado amistad con el dramaturgo, conocí a su joven rival.

A mí me parece que esto es lo que nos hace fuertes a los griegos. Esquilo admiraba a Frínico, y por ello aspiraba a superarlo. La admiración engendra emulación y competencia. Y, del mismo modo, yo ya era un luchador famoso, y los hombres ya aspiraban a emularme… y a superarme.

No tiene importancia. Estaba hablando de Frínico.

A decir verdad, Simónides era mejor poeta. Y Esquilo escribió tragedias mejores. Pero fue Frínico quien me inmortalizó; y, además, tenía el ingenio más vivo que los otros dos para hacer un juego de palabras o una rima; era capaz de componer una canción de bebedores sobre la marcha. Debió de ser aquella misma semana. Estábamos todos en las playas de Samos, tendidos alrededor de un fuego de campamento, que era una hoguera enorme, y celebrábamos un simposio playero. Allí debíamos de estar cien hombres, entre remeros y aristócratas, mezclados todos, como se hacía en aquellos tiempos. Nos servían muchachas samias pagadas por Milcíades, y eran buenas muchachas; no eran prostitutas, sino muchachas de campo, vivas y coquetas, a pesar de que sus madres rondaban por allí cerca.

Pero destacaba una de ellas. No era ninguna belleza, pero tenía firmeza y buen porte, como un fresno joven. Tenía el cuerpo hermoso, musculoso, como de atleta; pechos firmes, caderas anchas y talle estrecho. Y hablaba como un hombre; te respondía con desenvoltura si le pedías vino o algo así. Cuando jugó a saltar la hoguera, luciendo las piernas musculosas y saltando tanto que se perdía entre la oscuridad llena de humo, todos los hombres la desearon, hasta aquellos que solían preferir a otros hombres. Tenía esa chispa… esa chispa que en Briseida es un fuego devorador. Yo también la sentía, aunque solo había pasado una semana desde que había visto a mi amor, y había pasado aquella semana odiando a todas las mujeres con igual fervor.

La muchacha se movía entre nosotros, y todos la admirábamos; y entonces Frínico se levantó de un salto y tomó una cítara que había estado tocando uno de los chicos, y nos cantó una canción.

¡Cuánto me gustaría recordarla!

La llamó hija de Artemisa, claro está, y cantó que su dote y su fortuna eran el tiempo, el honor, la fama mundanal del hombre, y que sus hijos conquistarían el mundo y serían reyes, y que sus hijas harían sacrificios a las Musas. La cantó haciendo una parodia de las elegías que se cantan en honor de los hombres cuando ganan los juegos en Olimpia o en Nemea, y alabó su habilidad para saltar hogueras.

Y todo ello con rimas en cada verso, de modo que sus pentámetros retumbaban como un ejército en marcha. Le escuchábamos hechizados.

Cuando terminó, la muchacha se echó a llorar.

—¿Qué me puede esperar en la vida que se pueda comparar con esto? —se preguntó; y todos la aplaudimos.

Tuvimos ratos buenos.

Más tarde, pregunté a Frínico si se la había llevado a la cama; y él me miró como se mira a un niño y me dijo que los hombres adultos no van contando por ahí sus besos. Advertiréis, con esto, que a mí todavía me quedaba mucho que aprender.

Otra noche, Frínico debatía con Filócrates sobre los dioses. Filócrates nos propuso que nos imaginásemos un mundo en el que no hubiera dioses, y dio a entender (a base de buenos argumentos y de algunas argucias) que un mundo así sería parecidísimo al nuestro. Y entonces se levantó Frínico y nos propuso que nos imaginásemos un mundo en que los dioses no creyeran en Filócrates. Su sátira fue brillante, y tan divertida que no recuerdo ni una sola palabra; solo recuerdo que llegué a vomitar, de tanto vino como había bebido y de tanto reírme.

Cuando Frínico no estaba empleando la cabeza, bebía; y fundó con Filócrates e Idomeneo un club de bebedores cuyos miembros tenían que jurar emborracharse todos los días, como ofrenda a Dioniso. Intenté burlarme de Filócrates por aquella muestra de piedad; pero él se negó a considerarse burlado, pues dijo que Dioniso era el único dios cuyos efectos eran palpables.

Inmediatamente después de la fiesta local en honor de Hera, nuestro navarca salió por fin de su tienda y nos mandó hacernos a la mar para apoderarnos de la isla de Lade antes de la llegada de la flota persa. Por entonces, ya recibíamos informes diarios de barcos mercantes y de las galeras destacadas; y los lesbios disponían de una docena de birremes rápidos y de un par de hemiolias ligeras, y exploraban todo lo que podían.

Así pues, a la mañana siguiente de la fiesta de Hera, nos levantamos, tripulamos nuestros barcos (una escena de caos absoluto, os lo aseguro), y salimos navegando con un buen orden sorprendente por la costa de Samos hacia Lade. La escuadra enemiga, dirigida por Arquílogos, se escabulló por delante de nosotros. Teníamos tantos barcos que llenamos la isla. Desembarcaron en primer lugar los samios, y se apoderaron de todo el buen terreno, de manera que, cuando hubieron desembarcado también los lesbios y los de Quíos, a nosotros, que íbamos los últimos a la derecha de la línea y éramos los últimos en el orden de navegación, no nos quedaron más que las rocas próximas al fuerte, y no teníamos otro lugar donde acampar.

Yo comandaba los barcos de Milcíades y la escuadra de Nearco, y les hice seguirme hasta la playa opuesta a la isla, la playa desde la que había lanzado mi golpe de mano hacía un año. No lamentamos tener medio estadio de agua entre nosotros y los excesos de Dionisio y las tensiones crecientes del campamento.

Más tarde, Arístides escuchaba a Frínico recitar la
Ilíada
, cosa que siempre le encantaba; y cuando el poeta llegó a la escena en que Diomedes hace avanzar el ejército y los troyanos se baten en retirada, se volvió hacia mí frunciendo el ceño.

—Tenemos que entrar en batalla con los medos antes de que se deshaga la flota —dijo—. Los samios se han negado a entrenarse más. Se han amotinado, y los lesbios están igual.

Aquella noche, Epafrodito vino a vernos a nado con algunos de sus guerreros; bebió vino con nosotros y se quejó de lo loco que se había vuelto nuestro navarca.

—No somos piratas —dijo Epafrodito—. El concepto que tiene ese hombre del entrenamiento es una locura.

Yo sospechaba para mis adentros que a todos los jonios les habría venido bien tener las manos más duras y las espaldas más fuertes. Pero eran valientes, y, por lo que yo veía, el resultado de aquel combate dependería del valor, y no de la táctica.

—Además, he oído decir que los persas están en camino —añadió—. Necesitamos un descanso.

Pasé la mitad de la noche hablando con él, y Frínico escuchaba cada palabra que salía de su boca, como si fuera Héctor vuelto a la vida.

Dionisio anunció que celebraríamos unos juegos para tener propicios a los dioses antes del combate contra los persas. Fue la orden que cayó mejor de todas las que había dado desde que nos mandó venir a Lade. Los hombres estaban aburridos, inquietos y desmadejados al mismo tiempo. Yo tenía la impresión de que los jonios eran perezosos de una manera peligrosa. Estábamos a las puertas de la victoria, y querían comportarse como hombres que ya habían vencido.

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