Pero el miedo me oprimió la garganta con sus dedos helados. Si se trataba de Simón, había atacado mi casa cuando yo no estaba.
Pero sí estaba Euforia. La encantadora y embarazada Euforia.
No grité. Yo era buen soldado, y ya me había encontrado en unos cuantos combates; pero me tomé una copa de vino para calmarme y me dije a mí mismo la verdad: que si a ella la habían matado, violado o raptado, yo estaba a cuarenta estadios de distancia y no podía hacer nada por ella.
Esto es lo que significa ser veterano, abejita. Ves las cosas con demasiada claridad. La di por muerta o por maltratada y seguí adelante con mis cosas. Porque la guerra es una cosa seria, y yo era el jefe, y todavía no había llegado el momento de dar rienda suelta a mi ira.
De modo que apuré el vino, me comí una manzana y no me inquieté mientras formaban las últimas filas. No di señales exteriores de inquietud. En mis entrañas, perdí un año de mi vida.
Cuando subieron por la colina los jinetes, nosotros ya habíamos empezado a bajar por el camino de Eleutera. Sabían dónde encontrarnos; eran mis libertos tracios.
—Señor —dijo el jinete que iba delante—. Vinieron hombres, un centenar o más. Tu
mater
nos ha mandado a decirte que la finca está cerrada para ellos y a salvo. Pero vinieron de Tebas, y se volverán por el mismo camino, por la carretera vieja.
—¿Dónde está mi mujer? —pregunté.
El de más edad de los dos se encogió de hombros.
—Tu
mater
nos ha enviado —dijo—. No sé más.
Mientras estábamos hablando, otra almenara envió al cielo su ahumada.
—
Mater
tiene razón —dije—. Se vuelven aprisa a Tebas por la carretera vieja —me volví hacia mis muchachos, y les grité—. ¡Ares nos ha enviado un desafío serio! ¿Estáis preparados?
Ellos gritaron a su vez, con un rugido que retumbó en los riscos de la montaña. Más tarde, los hombres decían que lo habían oído desde las fincas y habían creído que el Citerón había cobrado vida.
Me puse en cabeza de la primera columna.
—Vamos corriendo —dije, y nos pusimos en camino.
Envié por delante a los dos tracios; tenían caballos y eran buenos jinetes. Me esforcé por estimar mentalmente lo que podría pasar. Los tebanos (si es que eran tebanos) nos llevaban treinta estadios de ventaja. Por otra parte, debían de haber estado marchando toda la noche. Estarían cansados.
Mis muchachos acababan de pasar un día de descanso.
La mayoría de mis muchachos no habían visto nunca dar una lanzada en serio.
Durante la larga carrera bajando la montaña tuve tiempo para pensarlo, y mis ideas eran negras. Quería correr en primer lugar a mi casa. Quería saber. Quería saber por qué había sido
mater
, y no mi mujer, quien había enviado a aquellos hombres.
Pero mi finca estaba entonces en una dirección que no nos convenía. Desde Eleutera, dirigiría a mis hombres al nordeste, y la finca estaba al oeste.
Pasamos por Eleutera como una tormenta de verano. Eleutera está en la Ática, al menos en teoría. Dije al
basileus
que enviara aviso a Atenas; pero, si nos llegaba ayuda de aquella parte, tardaría diez días.
Salí con mis muchachos de Eleutera, bajando la montaña y el paso y por la carretera pedregosa que va a Tebas.
Cuando entramos en nuestro propio territorio, nos encontramos a Lisio, con una docena de sus vecinos, todos armados y a Teucro, que venía campo a través con algunos hombres con armas ligeras; y en cuanto se reunieron conmigo y con mis exploradores montados, echaron a correr por delante de nosotros. Teucro me hizo retorcerme de miedo y de impotencia; había visto el incendio en mi finca, y la almenara, pero no había subido la colina para investigar. No sabía nada.
Lisio y sus hombres se sumaron a nuestra formación; ya se habían encontrado con los tracios por el camino. Y una docena de estadios más tarde nos reunimos con otro grupo de pequeños agricultores y de colonos milesios encabezados por Alceo, de modo que ya me seguían casi doscientos hombres cuando cruzamos el Asopo a la carrera a media mañana. Les di un descanso a todos. Aunque tenía que darme prisa, aquellos hombres habían corrido casi cuarenta estadios, y la mayoría iban con armadura. Si íbamos a luchar, nos hacía falta un descanso.
Los dos tracios se portaban de maravilla; cubrían el terreno por delante de nosotros y ponían en pie de guerra a los campesinos, y yo hubiera querido tener caballería como la que tenían los lidios y los medos. Pero no la tenía. Di a los hombres una hora de descanso y nos pusimos en marcha de nuevo, atravesando por los campos del barrio oriental para intentar ganar unos estadios respecto de los que perseguíamos.
Era mediodía cuando encontramos el primer cadáver, un hombre con «gorra de perro» que tenía un par de lanzadas en el cuerpo. Se llamaba Milos y era un agricultor que vivía a orillas del Asopo.
Apartamos su cuerpo de la carretera y seguimos corriendo. Al cabo de otro estadio nos encontramos tres cadáveres juntos, todos de agricultores del Asopo.
—Los hombres del distrito del Asopo han debido de defenderse aquí —dijo Jenófanes, jadeante. Era un hombre mayor, veterano de las tres batallas de mi juventud—. Escucha, muchacho, yo estoy agotado. No puedo correr ni un paso más. Me quedaré a enterrar a estos hombres, y te enviaré a los que puedan seguirte.
Jenófanes no era el único que estaba agotado. Elegí a diez hombres, para no deshonrar a ninguno, y les encargué que custodiaran los cadáveres. Los demás seguimos adelante a un trote lento.
Mis tracios encontraron los cadáveres siguientes, todos de extranjeros. Dos tenían clavadas flechas, flechas de Teucro. Y en la encrucijada donde se cruzaban la carretera vieja de Tebas y la nueva, había una docena más de extranjeros, algunos heridos y otros muertos, y dos hombres nuestros que nos dijeron que nuestros plateos iban hostigando a la columna enemiga en su retirada, y que los enemigos eran más de cien, quizá doscientos.
Estábamos cerca. Pero sabía que no íbamos a alcanzarlos. Estábamos a solo diez estadios del territorio tebano.
Todos los hombres de la columna lo sabían también.
Pero pronunciamos nuestras oraciones a Ares y seguimos corriendo. Mis esclavos ya se habían quedado atrás por entonces, y yo llevaba mi escudo en el brazo y el casco encima de la cabeza, y me dolía casi todo el cuerpo como si ya hubiera luchado. Me ardían las piernas, y sentía el brazo izquierdo como si fuera una barra de hierro que me colgara del hombro; y hasta la correa del escudo era una carga insoportable. Si yo me sentía así, ¿cómo se sentirían mis muchachos?
Pero estábamos cerca.
Al culminar la colina siguiente, yo trotaba tan despacio que quizá hubiera sido más rápido andar. Pero cuando llegué a lo alto de la colina, los vi: una docena de rezagados con armadura que, cubiertos por un denso muro de escudos, intentaban refugiarse de una lluvia constante de flechas.
Estábamos cerca. Me salieron alas en los talones, y seguí corriendo.
A mi espalda, mis muchachos empezaron a gritar. Volví la vista atrás, y vi que se quitaban las grebas y las tiraban para correr más. Algunos se detenían a vomitar; otros se quitaron los petos… y siguieron corriendo.
Los doce rezagados rompieron filas y huyeron cuando nos vieron venir, y los dos más veloces consiguieron escapar, pero los demás murieron bajo una lluvia de flechas y de jabalinas, y entonces me encontré acompañado de Teucro y de otros hombres que yo conocía, unos veinte, todos ellos hombres con armas ligeras a los que había reunido Teucro. Me dieron ganas de abrazarle, pero no tuve tiempo.
Bajamos corriendo la última colina y vi la masa oscura de enemigos que atravesaban el río que señalaba la frontera entre mi ciudad y Tebas. Eran bastantes. Y la mayoría estaban ya en territorio tebano.
Supe inmediatamente lo que tenía que hacer, lo que diría Mirón si estuviera allí. Mandé a los muchachos que hicieran alto.
—A formar —grité—. A vuestras filas. A formar, formad en orden normal.
El terreno que descendía hasta el río era un prado, y al otro lado había otro prado igual. No en balde los extranjeros llaman a Beocia «la pista de baile de Ares». Terreno llano, perfecto para la guerra.
Venían hombres y muchachos por la carretera. Estaban extendidos a lo largo de varios estadios, y allí donde había formado mi pequeña falange, los enemigos subían corriendo la orilla del río para ponerse a salvo en territorio tebano. Para mis adentros, quería bajar corriendo yo también y matarlos a todos, personalmente si hacía falta.
Pero había más cosas en juego. Incluso más que mi propia venganza, a pesar de que la imagen de la muerte de Euforia (violada, atormentada, horrorizada) se me ponía delante cada vez que me detenía o que pensaba en cualquier cosa que no fuera la tarea que tenía entre manos.
Mi hijo. Ella llevaba en su vientre a mi hijo. Si aquel golpe de mano era obra de Simón, ¡cómo habría disfrutado matando a mi hijo no nacido!
La mente es un lugar oscuro, amigos míos.
Pero me mantuve firme mentalmente. Reuní a mis hombres, los hice formar por filas, y entonces, y solo entonces, los llevé colina abajo.
Los enemigos ya estaban formados en filas ordenadas, al otro lado del río. Ni siquiera intentaban ganar más terreno.
Eran buenos luchadores; yo lo advertía al ver lo callados que estaban, el poco movimiento que se apreciaba entre sus filas. Estaban cansados, como es natural, y habían perdido hombres, sin poder recuperar sus cadáveres, lo cual siempre es una humillación para un soldado.
Cuando estuvimos a medio estadio, empezaron a insultarnos a gritos.
Nos detuvimos. Yo me adelanté con Teucro, al que ya había dado instrucciones.
Allí estaba. Simón, hijo de Simón. Llevaba armadura sencilla y un penacho grande, y salió de entre las filas para saludarme como a un hermano al que no se ve desde hace mucho tiempo.
—Mirad quién está aquí —dijo en son de burla—. El polemarca de Platea. Será mejor que te quedes de tu lado del río, primito, o los tebanos malos se comerán tu ciudaducha como un león se come a un potro.
—Bien dicho —le grité yo a mi vez—. Tú mismo te calificas de hijo de puta de Tebas, traidor —le espeté—. Es verdad que eres hijo de tu padre.
—Ríete mientras puedas, Plateo —grito él—. He dejado a tu mujer muerta en tu patio y he quemado tu casa jodida, y no puedes hacer nada más que llorar como un niño. Y la próxima vez iré a por ti, y por todos los que se interponen entre mí y lo que es mío.
En aquellos momentos, mi destino pendía de un hilo, como también la batalla que estábamos a punto de librar, y quizá también la suerte de Atenas. Creo que cuando oí las palabras «muerta en tu patio» me abandonó mi sentido de la razón. Y eso que yo ya me lo había esperado desde que los sacrificios salieron funestos y vimos a los jinetes y la columna de humo.
No te había prometido una historia feliz,
zugater
.
Simón siguió provocándome; dijo algo de lo que había hecho con su cuerpo y de lo fea que era. Me adelanté hacia él. Si hubiera llegado hasta él, me habría abatido con ayuda de sus doscientos amigos; y ¿qué habría sucedido entonces?
Teucro no vaciló ni me pidió permiso. Disparó a mi primo allí mismo, a sangre fría. Su flecha dio en el blanco, y Simón murió con expresión de incredulidad absoluta en su rostro de odio y con una flecha asomada por lo alto del pecho, justo por encima del peto. Y aquello lo cambió todo. Los mercenarios comprendieron entonces que su patrón había muerto… y que yo estaba vivo.
Mis muchachos atacaron sin que yo les dijera palabra. Ni habíamos cantado el peán ni estábamos en formación de ningún tipo, pero cruzamos aquel río y subimos la orilla para hacer frente a hombres entrenados.
No recuerdo nada de aquello. Ah, miento… recuerdo subir por la orilla, estar casi a punto de perder pie, el golpe de una lanza contra mi
aspis
y otra que hizo resonar mi hermoso casco nuevo. Y entonces caí entre ellos, matando.
Al cabo de un rato los apartamos de la orilla, y fue entonces cuando debieron de comprender que estaban perdidos. Recuerdo que tenía a mi espalda a Teucro, que disparaba flechas en la cara o en el pie a los enemigos que me acosaban. Apolo le dirigía la mano, y era como la muerte misma.
Eran mercenarios, y su patrón ya había muerto.
Al cabo de un rato, huyeron. Supongo que yo había matado a unos cuantos; pero cuando huyeron, todavía quedaban muchos más vivos que muertos. Así suele pasar. Cuando más mueren los hombres es cuando dan la espalda para huir.
Nuestros soldados con armamento ligero no estaban cansados; la mayoría no habían entrado en combate, o como mucho habían arrojado unas cuantas jabalinas contra los flancos no protegidos por los escudos. Se contagiaron de mi rabia, y siguieron a los mercenarios.
A un hombre que da la espalda lo puede matar cualquiera.
Yo los seguí, impulsado por alas de rabia y de venganza, de modo que, cuando me amainó la inundación de sangre, me encontré lejos de allí, en la carretera que conduce a Tebas. No llevaba lanza, solo una espada; había dejado mi escudo. Tenía a mi lado a Idomeneo y a mi espalda a Teucro, y nos rodeaban treinta libertos y esclavos que se afanaban en despojar a los cadáveres.
Nos habíamos adentrado diez estadios en territorio tebano. Mi cuerpo apenas me respondía. No habría sido capaz de levantar el brazo de la espada, ni aunque hubiera sido para defender a mi pobre Euforia.
Volví la vista hacia la carretera de Tebas, y estaba desierta.
Idomeneo soltó una carcajada.
—¡Los hemos matado a todos, joder! —dijo.
Más tarde me enteré de que habían sobrevivido más de dos docenas, de manera que en realidad no los matamos a todos.
Pero anduvimos bastante cerca.
No recuerdo gran cosa de lo que pasó después; solo que volví al río, y que los hombres intentaban hablarme y yo no les hacía caso. Me despojé de la armadura y la dejé en el suelo, con mi casco y mis armas, y eché a correr, desnudo, por el camino de vuelta. Estaba agotado, pero corría.
No recuerdo nada; solo que hice todo el camino corriendo. O puede que fuera andando. O puede que me tendiera y durmiera. Pero lo dudo.
La columna de humo que surgía del granero incendiado ascendía sobre toda Platea, mezclándose a mucha altura con el humo de tres almenaras. Corrí a través de los campos, rasgándome las piernas con las zarzas y los pies con las semillas pequeñas, duras y erizadas de pinchos de las que están llenas nuestros campos en pleno verano. Tampoco es que me diera cuenta.