Maratón (54 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

BOOK: Maratón
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—Allí están. Los persas, los medos, los sakas… el brazo armado del Gran Rey, que ha venido a castigar a Atenas por sus pecados. Ahora, elegid. Plantaos aquí, a vista del enemigo, y luchad a muerte entre vosotros; y que caiga en vuestras cabezas el futuro que echáis a perder. O bien, los dos podéis hacer el juramento que os pido. Luchad juntos. Demostrad al ejército (y todos sus hombres conocen vuestra historia y vuestro odio, os lo puedo asegurar) que la guerra con Persia pesa más que la familia, más que la venganza. Y cuando se hayan marchado los persas, por mí podéis mataros entre vosotros.

Silencio, y el suspiro del viento sobre los trigales dorados próximos al mar.

Asentí con la cabeza.

—Juraré —dije.

¿Qué podía decir si no? Arístides era el Justo. Lo que pedía era justo.

Y Cleito, aunque todavía ardo de odio contra él, no fue menos hombre que yo.

—Juraré —dijo—. Porque tienes razón. E iré más lejos, porque soy mejor hombre que este cerdo beocio. Pagué a hombres para que lucharan contra ti, plateo. Pero lamento que muriera tu madre. Te pido disculpas por eso, y solo por eso.

Puede que yo murmurara una disculpa por la muerte de su tío; aunque así fuera, su gesto fue más noble; pero también es verdad que su delito era mayor.

Así suele suceder con los hombres en tantas ocasiones. Lo que recordamos es el gesto; la disculpa franca, la muerte noble. ¿Acaso la muerte noble de mi madre limpiaba una vida entera de dolor? ¿Y Cleón? ¿Vale tanto una gran disculpa como un gran delito?

No lo sé, y Heráclito ya no vivía para poder decírmelo.

Nos pusimos a ambos lados del altar de Heracles, de poca altura, nos asimos de los brazos como camaradas y juramos que estaríamos juntos contra los persas, que nos apoyaríamos mutuamente y que seríamos hermanos y camaradas.

Repetimos el juramento de Arístides palabra por palabra, hasta que hubo terminado.

—Hasta que queden vencidos los persas —añadió Cleito.

—Hasta que queden vencidos los persas —repetí yo, mirándole a los ojos.

—Sois unos idiotas los dos.

Me gustaría decir que el ejército se inundó de una oleada de cooperación una vez que hube jurado no matar a Cleito, pero no estoy seguro de que se fijara nadie. Esto es lo malo que tienen los actos de valor moral y de pureza ética. Si lo hubiera abatido con mi lanza de caza, no me cabe duda de que se habrían producido consecuencias; pero, al contener la mano, no había ningún cambio observable. Tanto Heráclito como Arístides me habían dicho que el único premio de un acto correcto es el conocimiento de haber obrado bien; de acuerdo, pero me parece que hay que ser un Arístides o un Heráclito para sentir que saber eso es premio suficiente al sacrificio de haber renunciado a algo tan profundamente satisfactorio como es la venganza.

En todo caso, acampamos en el recinto de Heracles. Desde la cumbre veíamos a los persas descargar sus naves.

Me llevé a los plateos al norte de los atenienses, al extremo izquierdo de nuestra línea de acampada, que era el punto más cercano al enemigo. Ocupamos la estribación rocosa del recinto del templo, casi como si fuera una pequeña acrópolis.

No es que fuera mucho terreno, pero sería fácil de defender, y en el centro había un bosquecillo de cipreses que daban buena sombra. Mientras lo estaba observando, vi que un hombre se apartaba para hacer sus necesidades en el bosque, y lo detuve.

—Ningún hombre hace sus necesidades dentro del campamento —le dije.

A pesar de las partidas de caza, no habían salido nunca en campaña. La mayoría de mis hombres no tenían idea de la rapidez con que se puede propagar una enfermedad en un campamento. Hice que los guerreros se reunieran formando un gran círculo y me subí a un montón de escudos para que todos me oyeran.

—Todos los hombres dormirán aquí, en la roca —dije—. Los cipreses nos darán sombra y algo de abrigo; pero ningún hombre cortará ninguno ni hará fuego bajo ellos, para no ofender al dios. Tampoco hará nadie sus necesidades dentro del recinto. Marcaré más abajo una zona para esas cosas. Tampoco irá nadie al arroyo a lavarse, ni a lavar a su animal ni su ropa, salvo en la zona que marque yo, para que el arroyo no se sienta impuro. Y para que no baje la mierda de nadie hasta nuestras ollas de guisar —añadí, y se rieron, y quedó claro lo que les quería decir.

Los estrategos plateos eligieron su terreno, y después bajamos por la antigua rampa y elegimos un terreno bajo que podía servir de letrinas para los hombres, y mandamos a los esclavos que cavaran zanjas y pusieran troncos a través. Y elegimos un lugar donde los esclavos podían coger agua y lavar la ropa.

—El agua va a ser un problema —dijo Antígono.

—No entiendo por qué tenemos que tener todas estas reglas —dijo Epístocles, sacudiendo la cabeza—. Si me dan ganas de hacer algo de noche, ¿crees de verdad que voy a andar todo este trecho?

—Sí —dije yo.

—Pues ya puedes dejar de creerlo —dijo él, soltando una risita estúpida.

—Epístocles, tú eres oficial, y los hombres te imitarán. Si los hombres empiezan a mear en nuestro campamento, no tardará en volverse inhabitable. Este es el terreno más defendible en diez estadios a la redonda. No lo mees.

Le sonreí, pero solo con esa sonrisa que pongo cuando estoy dispuesto a servirme de los puños para hacer que un hombre entre en razón; y él cedió.

—Al parecer, te crees autorizado para dar órdenes como un rey —dijo.

—Esto es la guerra —dije yo—. A algunos hombres los hace reyes, y a otros esclavos.

—¿Cómo dices? —dijo él.

—No tiene importancia —dije; y nos pusimos a buscar sitio para que durmieran dos mil hombres.

Pasamos dos días preparando el campamento y observando cómo preparaban el suyo los persas. Tenían que desembarcar a todos sus hombres, y algunos nos preguntábamos por qué no caíamos sobre ellos cuando tuvieran en tierra a cerca de una tercera parte de los suyos. Se debatió, pero no hicimos nada.

La verdad era que el tamaño de las fuerzas persas y de su flota tenía algo que imponía. Tenían también casi un millar de jinetes; mortíferos arqueros de a caballo persas y sakas, que habían estado más al norte, bajando de Eretria a la caza de las últimas fuerzas que quedaban allí en el campo, un ejército de colonos atenienses y de eubeos que se habían retirado con buen orden tras las primeras derrotas, pero que habían ido cayendo paulatinamente bajo las flechas de los sakas. No teníamos idea de que seguían existiendo hasta que, en la tercera mañana, llegó un corredor, un hombre que tenía una flecha clavada en el bíceps y que se derrumbó en cuanto llegó al Ágora del ejército.

Cuando Atenas derrotó a Eubea, en tiempos de mi padre, los atenienses quisieron conservarla bajo su dominio, y enviaron a cuatro mil colonos, atenienses de las clases bajas, para que se establecieran allí, ocupando las mejores fincas. No es que los colonos y los del país se quisieran mucho, pero cuando vinieron los persas formaron una buena fuerza. Libraron tres combates pequeños contra los persas, intentando romper el cerco, y por último lograron cruzar el estrecho en barcas de pesca bajo las mismas narices del enemigo; pero entonces había caído sobre ellos la caballería. Aquellos hombres llevaban dos semanas combatiendo… y huyendo.

Aquel día le tocaba el mando a Milcíades, y en cuanto hubo escuchado al mensajero, nos convocó a todos.

—A un día de marcha al norte están dos mil hombres, hombres buenos, que están cayendo bajo las flechas de los sakas. —Nos miró sucesivamente a todos—. Propongo que tomemos a nuestros arqueros y a nuestros hombres escogidos y vayamos a rescatarlos.

Calímaco sacudió la cabeza.

—No puedes dividir el ejército —dijo—. Y no puedes derrotar a su caballería. Por eso hemos acampado aquí, ¿no lo recuerdas, valentón? Para que sus flechas no nos alcanzaran fácilmente.

Milcíades negó con la cabeza.

—Con hombres escogidos, si nos movemos con rapidez y si también nosotros llevamos arqueros, podemos vencerlos. O, al menos, dispersarlos, como hacen los perros para apartar a los leones de sus presas.

Arístides asintió.

—Tenemos que intentarlo. Si dejamos morir a esos hombres… nadie volvería a hablar bien de nosotros nunca más.

Milcíades echó una mirada a su alrededor.

—¿Y bien? —preguntó.

—Yo tengo a cien plateos capaces de correr toda esa distancia —dije—. Y veinte arqueros que pueden correr con ellos.

Milcíades sonrió. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de hablar, el polemarca sacudió la cabeza.

—Si tenemos que hacer esto, deberán ir todos… entre la oscuridad. Podemos ir a tientas con guías, y habremos cruzado el risco antes de que los medas se enteren de que nos hemos marchado. Atraparemos a su caballería dormida.

Nos miró, soportando la pesada carga de aquella responsabilidad. Creo que habría preferido que los eubeos hubieran muerto en su tierra.

Pero tenía razón. Milcíades quería dar un golpe de mano heroico; pero si íbamos todos juntos y si nos movíamos con rapidez, cumpliríamos la misión con mucho menor peligro.

Todos optamos por el método de Calímaco con preferencia al de Milcíades.

Nos levantamos a oscuras, horas antes de que saliera el lucero del alba, y nos escabullimos por detrás de la colina de nuestro recinto del templo, dejando tras de nosotros a tres mil hombres escogidos para que defendieran el campamento. Cuando hubo salido el sol, nuestros hombres de cabeza (mis plateos) estaban a menos de diez estadios de la cumbre de la colina donde se defendían nuestros eubeo-atenienses.

Yo hubiera querido correr por la carretera con mis
epilektoi
, pero sabía que aquello solo se podría hacer con grandes masas de lanzas impenetrables. No había luchado contra las fuerzas de caballería desde el combate en la llanura junto a Éfeso, pero lo que había aprendido allí parecía oportuno: mantenerse juntos, y esperar a que los jinetes titubeen.

A media mañana ya veíamos exploradores sakas, y Teucro abatió a uno con una flecha bien apuntada. Cuando volvimos a ver que se juntaba un grupo de ellos, Teucro tenía reunidos a una docena de sus soldados de infantería ligera, y les arrojaron flechas en trayectoria muy curva con un poco de viento a favor. Los sakas se alejaron con sus caballos de aquella pequeña lluvia de flechas, pero sus tiros de respuesta cayeron muy cortos; y, desde entonces, fue como una partida mortal de tiro al blanco. Nuestros arqueros tenían más alcance que los de ellos, lo que significaba que no podían atacarnos a nosotros, y los del pequeño grupo de Teucro derribaron en dos ocasiones a un saka de su caballo, o mataron al caballo, y ellos nos evitaban.

Los atenienses tenían un cuerpo ciudadano de arqueros, que vestían a la manera escita. En su mayoría eran hombres pobres, pero eran muy orgullosos y disparaban bastante bien. Eran doscientos, y venían todos juntos detrás de mis plateos, de modo que la única vez que un medo atrevido rodeó mi flanco entre unos setos, se encontró bajo una verdadera granizada de flechas y tuvo que salir huyendo y se dejó a dos de sus hombres en un trigal.

No parece que tengan importancia este tipo de bajas, de uno en uno y de dos en dos, cuando estoy contando una historia tan grande como la de Maratón. Pero en las escaramuzas, en los hostigamientos, una docena de muertos pueden tener tanta importancia como una batalla perdida. Nuestras flechas les acertaban, y las suyas no nos alcanzaban.

De modo que, poco antes del medio día, su capitán, fuera quien fuera, decidió que ya era suficiente y envió a sus mejores hombres a detenerme.

Quisiera poder decir que lo vi venir; pero si no nos pillaron con el culo al aire fue más por suerte que por otra cosa.

Tengo que hacer otra de mis digresiones habituales. Los hoplitas, guerreros de infantería pesada, no andan por el campo ataviados de pies a cabeza para la guerra. En Grecia hace calor, y el
aspis
es pesado, y también pesan la coraza, el casco y la lanza. En cuanto un hombre lleva el
aspis
al hombro y una lanza en la mano, pierde velocidad para la marcha.

O puede ser simplemente que los griegos seamos perezosos. Yo mismo he pasado todo un día marchando con un
aspis
al hombro. Pero en aquellos tiempos rara vez lo hacíamos. En vez de ello, llevábamos nuestras armas, y nuestros criados (que eran unas veces hipaspistas libres, y otras veces esclavos) nos llevaban los cascos y los escudos.

Cuando la caballería intentó ganarnos la retaguardia, detuve la columna y mandé a los plateos que se armaran. Aquello llegó a volverme más vulnerable durante un rato. Imaginaos a dos mil hombres en una carretera, solo de dos o tres en fondo, sin orden determinado. Después, imaginaos que uno de cada dos hombres se afana en buscar a su escudero y en echarse el
aspis
al brazo y ponerse el casco en la cabeza. Algunos hombres llevaban puestas las piezas de la armadura y otros no. Algunos tenían piezas adicionales, escarcelas y guardabrazos como los que yo llevaba. Todo ello lo llevaban los criados.

En mi caso, yo llevaba puesta todo el día mi coraza de escamas, pero el resto de mi equipo iba en una cesta de mimbre que llevaba a cuestas Gelón. Hasta pensé cambiarme de zapatos; llevaba puestos unos zapatos de los llamados espartanos, y en vista de los campos difíciles que había a ambos lados de la carretera pensé ponerme unas botas.

Algunos hombres se sentaron en el camino a cambiarse las sandalias. Otros se desnudaban para ponerse un quitón más pesado para llevarlo debajo de la armadura.

¿Os figuráis el cuadro? Me repele pensar el tiempo que pasamos en aquella carretera sin tener una sola lanza apuntada hacia el enemigo. Aquello casi me hizo encanecer.

En el mar es diferente. En el mar, no entras en combate hasta que no estás preparado. Pero por tierra, sobre todo ante caballería o ante infantería ligera, pueden atacarte siempre que quieran. Yo era el jefe, y la había jodido. Lo sentía. Y ahora que era demasiado tarde, intentaba subsanar mi error. Aquello fue una lección, si queréis. En cuanto tuve un grupo de hombres armados, cubrí con ellos el camino, sin atender a su lugar teórico en la falange. Y en cuanto estuvieron armados el grueso de mis hombres, empecé a enviarlos desde el camino hacia la izquierda, donde veía brillar entre las rocas de la ladera los escudos de nuestros refugiados eubeos.

Nuestro guía, el corredor herido, hacía señas y gesticulaba, y yo lo estaba mirando cuando se nos echó encima la caballería persa. Habíamos formado a cerca de la tercera parte de nuestros hombres cuando aparecieron al galope rodeando un extremo del campo, desde detrás de un olivar. Ya tenían las flechas puestas en los arcos. Su jefe iba en cabeza, en un caballo bayo grande, y cuando rodeó el ángulo del olivar soltó un grito, se inclinó hacia delante y disparó.

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