Maratón (66 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

BOOK: Maratón
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Vi los rostros de los remeros aterrorizados… y a Agios, derrumbado sobre el timón. Un lancero que acababa de herirlo estaba de pie ante él, y mi hacha saltó hacia delante y le cortó la corva de modo que le falló la pierna y cayó manando sangre; pero yo le golpeé otra vez, y otra, y otra, hasta que llegó a hundírsele el lado del casco.

Ya me estaban cayendo sobre la armadura los golpes de cinco hombres, y yo no llevaba escudo. Recibí una herida en el muslo, que no era más que un pinchazo pero que bastó para hacerme salir del arrebato de ira sangrienta. De pronto, tuve a mi lado a Arístides, que manejaba la lanza a dos manos, y después entró por la otra banda Milcíades, y llegaron después Estiges, Gelón, Sófanes, Belerofonte, Teucro, Esquilo, y habíamos tomado al asalto aquel barco, la ira viviente de Atenea.

Se tomaron y se despejaron de enemigos seis barcos más antes de que pudieran hacerse a la mar. Los atenienses y los plateos ya no eran un ejército, ni tampoco lo eran los bárbaros. Estos eran una turba que huía, y nosotros estábamos sumidos en la ira roja de Nike y de Ares, en la que mueren los hombres porque ya no quieren otra cosa que no sea más sangre. Nuestro fuego rugía, y muchos llegaron a consumirse. De hecho, he oído decir que murieron más atenienses ante los barcos que cuando se rompió el centro; pero he oído decir a los atenienses muchas cosas acerca de la batalla, y algunas son verdad, pero la mayoría son patrañas. Nosotros perdimos a muchos hombres, y Atenas también, aunque Cimón os dirá lo contrario.

Ardíamos como una hoguera con buen viento; y, por fin, su último barco se hizo a la mar, y nosotros quedamos reducidos a cenizas. Estábamos consumidos.

Nos detuvimos y se hizo el silencio sobre el campo de batalla. Supongo que se oían gritos de los heridos, y chirridos de las gaviotas, y relinchos de dolor de los caballos; pero yo no recuerdo nada de aquello. Lo que recuerdo es el silencio, como si los dioses hubieran decidido que todos nos merecíamos un descanso.

Me apoyé en el mango de mi hacha tomada al enemigo y respiré. No sé cuánto tiempo estuve ensimismado; pero podéis preguntárselo a cualquier hombre que haya estado en la niebla de la batalla, y os dirá que cuando has terminado, no sueltas aclamaciones. Te detienes, sin más. Cuando volví en mí, estaba sentado en las tablas del castillo de infantería de marina, empapadas de sangre. Se me había abierto la herida del muslo y me volvía a sangrar, y Milcíades estaba a mi lado. Nos habíamos abierto camino desde la popa, junto al cadáver de Agios, hasta la proa. Yo estaba cubierto de sangre, de sangre pegajosa y maloliente.

—Creo que hemos vencido —dijo Milcíades. No lo dijo con tono de orgullo, ni de arrogancia, ni de ser de ninguna manera el héroe del momento. Parecía impresionado.

Todos lo estábamos, niños. No creo que hubiésemos creído de verdad que pudiésemos vencer; o puede que la cosa hubiera estado tan dudosa, que no éramos capaces de separar lo que temíamos de lo que esperábamos.

Pero mientras veíamos a los últimos jirones de la caballería persa adentrarse en el agua a nado con sus caballos, y a los barcos que se agrupaban a su alrededor para salvarlos, sabíamos que aquellos persas no iban a volver. Sobre todo, cuando abandonaron a sus caballos en el agua.

Recuerdo aquellos momentos en que vi pasar sus barcos lentamente ante nosotros, desde el norte. Muchos habían perdido remeros además de hoplitas, y no avanzaban mucho. A mi espalda, los atenienses victoriosos se habían puesto a cantar; entonaban un himno a Atenea que yo no conocía.

Mar adentro, a un largo de barco de distancia o menos, vi el escudo del escorpión montado en la popa de un trirreme ligero. El barco enemigo pasaba ante nosotros con toda la desfachatez del mundo, recogiendo a hombres del agua.

Teucro tenía una flecha y la tendió en el arco hasta la barbilla; pero yo puse la cabeza del hacha ante la punta de la flecha cuando se disponía a tirar, y él soltó una maldición.

Arquílogos lo había visto todo. Formó una O con la boca, y me siguió con la cabeza del mismo modo que yo debía de estarlo siguiendo con la vista. Levantó el escudo.

—¡Da recuerdos de mi parte a Briseida! —grité a través del agua.

Sus hombres se lo llevaron a remo, y él no respondió.

Saltar de aquel navío resultó más difícil de lo que había sido subir a bordo; se me estaban agarrotando los músculos, y recuerdo que tropecé y que Esquilo me sujetó. Él y yo teníamos aproximadamente la misma edad. Era un buen hombre, a pesar de los celos que sentía del éxito de Frínico.

Idomeneo llevaba mi escudo.

—¿Estás vivo, jefe? —me preguntó—. Tienes un corte.

De modo que volvimos a vendar mi muslo, y después nos ocupamos de la docena de cortes que tenía él; llevaba uno tan profundo en el bíceps, que no sé cómo era capaz de manejar el brazo de la espada. Esquilo nos ayudaba. Por entonces no me daba cuenta de que estaba a pocos pasos del cadáver de su hermano. Milcíades vino a buscarme.

—Necesito a los mejores —dijo con voz tranquila—. No hemos terminado.

Al norte de la llanura había un olivar extenso cercado de un muro de piedra. Los persas que habían huido al noroeste cuando había cedido su línea habían rodeado corriendo todo nuestro ejército, pero la caída de su campamento les había impedido llegar a la playa. Como buenos persas que eran, se habían negado a rendirse. Se habían refugiado en el olivar cercado, dispuestos a morir como hombres.

Cuando Milcíades llegó a enterarse de lo que pasaba, la mitad de nuestro ejército debía de haber emprendido ya la vuelta a nuestro campamento a través de los campos, y habían muerto hombres buenos (algunos de ellos, plateos) intentando tomar al asalto el olivar. Corrió el rumor de que allí estaba Datis con el estado mayor persa.

Reuní a mi
oikía
, y Milcíades a la suya, y Arístides a sus hombres mejores de entre los restos del centro, y caminamos al norte a lo largo de la playa y después a través del campamento persa. Vimos hermosas alfombras, y urnas de bronce, y vi seda y lana tejida fina; pero no teníamos tiempo para saquear. Sí me detuve a recoger una espada tachonada de plata; esa de allí, abejita. Mira qué acero. Es demasiado ligera para mí, pero está tan bien construida (que Hefesto bendiga la mano que hizo la hoja) que yo la usaría antes que otra más equilibrada de peso.

En el borde del campamento me encontré a Hermógenes, con Antígono, que tenía una herida en el pie. Allí estaban Peneleos y Diocles, aunque faltaban otros hombres que deberían haber estado con ellos, como Epícteto.

—Esos cabrones son duros —dijo Hermógenes. Llevaba cuatro flechas en el escudo. Parecía compungido—. Los atenienses intentaron tomarlos al asalto y lo pasaron mal; nosotros solo entramos para ayudarles a salir. —Parecía que estaba a punto de llorar—. Perdí a muchos de los muchachos —dijo en voz baja.

—Nos vencieron —dijo Antígono.

Milcíades respiró hondo.

—Son hombres desesperados —dijo.

—Rodead el olivar, y ya los sacaréis mañana —propuso Temístocles. Lo acompañaban una docena de hoplitas, que parecían tan cansados como el resto de nosotros—. O incendiadlo.

—Huirían aprovechando la oscuridad —dijo Esquilo. Tenía la voz pastosa. Ya se había enterado de la muerte de su hermano, y quería vengarse—. Huirían, y cada casa de campo que quemaran, cada pequeño campesino al que mataran, caería sobre nuestras cabezas.

Era verdad. Los hombres cansados no tienen disciplina, y los atenienses estaban cansados. De hecho, cada hombre aparentaba haberse echado veinte años encima. Arístides parecía… bueno, un viejo, y Hermógenes parecía un cadáver. ¿Habéis estado agotados alguna vez, niños? No… sois blandos. Nosotros éramos duros como robles viejos, pero nos quedaba poca llama. Recuerdo cómo andaba, forzándome a cada paso, porque me dolía y porque me temblaban levemente las rodillas. La muñeca de la mano de la espada me ardía.

Milcíades miró a su alrededor. El sol empezaba a declinar (¿qué había sido del día?), y teníamos a unos doscientos hombres de todo el ejército allí de pie en el borde norte del campamento enemigo. Otros se dedicaban al saqueo. Pero la mayoría estaban sentados en tierra, o sobre sus
aspis
, unos cantaban, otros se cuidaban las heridas, pero la mayoría estaban inmóviles con la vista clavada en tierra. Así era, así es siempre. Cuando has terminado, has terminado.

Milcíades observó los barcos que estaban detrás de nosotros.

—¿Dónde van? —preguntó de pronto.

La flota bárbara formaba a lo lejos, en la bahía. Y no ponía rumbo al este, hacia Naxos, ni hacia Lemnos, ni hacia alguna otra isla segura que estuviera en poder del Gran Rey, sino hacia el sur… hacia Atenas.

—Van a atacar la ciudad —dijo Cleito en voz baja.

Yo no lo había visto desde que había comenzado la batalla, y allí estaba, cubierto de polvo como si se hubiera revolcado por el campo. Puede que lo hubiera hecho. A mí me había pasado también. Tenía el brazo derecho cubierto hasta el codo de sangre seca; le goteaba sangre de la punta de la lanza, y alrededor de la cabeza le zumbaba una nube de moscas.

Milcíades respiró hondo. Era el de más edad de nosotros, de hecho ya había cumplido los cuarenta, y bajo las carrilleras de su casco ático tenía el rostro gris de fatiga, y debajo de los ojos tenía ojeras negras y bolsas que parecían la faltriquera de un rico. Pero, como ya he dicho, ninguno de los demás teníamos mucho mejor aspecto que él, aparte de Sófanes, que parecía tan fresco como un atleta en una carrera matutina, y de Belcrofonte, que sonreía.

—Tenemos que despejar el olivar tan deprisa como podamos —dijo Milcíades—. No podemos dejarlos atrás; tenemos que marchar hacia Atenas.

Sonó un gruñido general. Creo que todos gruñimos al pensar en caminar cien estadios hasta Atenas.

Milcíades se irguió más.


No
hemos terminado —dijo—. Si los viejos y los niños que hemos dejado atrás rinden la ciudad a su flota (y en la ciudad hay personas capaces de hacerlo), todo esto no habrá servido para nada —concluyó con un suspiro.

Entonces se adelantó entre los demás Filípides, el heraldo ateniense.

—Señor, dame permiso, e iré corriendo a Atenas y les llevaré la noticia de la batalla.

Milcíades asintió con la cabeza, con el rostro lleno de respeto.

—¡Ve! Y que los dioses corran contigo.

Filípides no era hombre rico, y solo tenía su coraza de cuero, un casco y su
aspis
. Dejó caer en tierra su
aspis
y su casco, y manos amigas le ayudaron a quitarse la coraza. Se despojó del quitón y se echó el tahalí de la espada al hombro desnudo.

Alguien le dio una clámide, y él nos dedicó una sonrisa.

—¡Es mejor que la que tengo en el campamento! —dijo—. Llegaré antes de que se ponga el sol, amigos.

Aunque había pasado todo el día luchando, echó a correr por el campo, hacia el sur, moviendo las piernas con fuerza; no a toda velocidad, pero sí a un ritmo constante que se tragaría los estadios.

Milcíades se dirigió a mí, o quizás a Arístides.

—Tengo que disponer al ejército para ponernos en marcha —dijo—. Necesito que uno de vosotros dirija el asalto al olivar.

Debo reconocer, en honor de Milcíades, que daba muestras de lamentar aquello sinceramente.

—Lo haré yo —dije.

—Entonces, lo haremos juntos —dijo Arístides. Miró a sus hombres, los de primera fila de su tribu—. Tenemos que hacer esto —dijo en voz baja—. Retrocedimos. Debemos recuperar nuestro honor en el olivar.

Milcíades asintió con la cabeza brevemente.

—Id, y que los dioses os acompañen. Hacedlo, y seguidme después.

Empezó a andar a través de los campos, acompañado de sus
hyperetes
. El chico que iba a su lado tocó la trompeta, y los atenienses y los plateos dispersos por el campo de batalla, levantaron la vista entre su agotamiento, convocados de nuevo a la falange.

Estaban allí muchos de mis plateos, un centenar de hombres quizá. Eran una mezcla de los de primera fila y los de las últimas, de los mejores con los peores, y los atenienses se encontraban en el mismo estado, aunque eran más, y tenían más armaduras y mejores armas.

Aunque, eso sí, los plateos procuraban con todas sus fuerzas remediarlo, despojando a los persas que yacían a nuestros pies.

—No les pueden quedar muchas flechas —dije.

—¿Por qué no? —preguntó Cleito.

—Nos estarían disparando —respondió

Arístides sonrió con cierta timidez. Después, frunció el ceño.

—¿Tienes un plan, plateo?

Me encogí de hombros, y el peso de mi coselete de escamas me pareció como el peso del mundo. Hasta Cleito, el ensangrentado Cleito, a quien yo odiaba, me estaba mirando, esperando.

La verdad era que ya no me quedaba energía para odiar a Cleito. Era una lanza más, y una lanza fuerte. Así que levanté los ojos y miré el olivar. El muro que lo rodeaba tenía la mitad de la altura de un hombre, aproximadamente; era de piedras sueltas, pero estaba bien construido, y detrás del muro el olivar se levantaba sobre una colina baja, que quedaba rodeada por completo por el muro, claro está. Era una posición prácticamente inexpugnable.

—A mí me parece que están tan cansados como nosotros, y su bando ha perdido. Ya no les quedan más perspectivas que la muerte o la esclavitud.

Hablaba para ganar tiempo, esperando a que Atenea o Heracles me pusieran en la cabeza algo más que la desesperación negra que te sobreviene después de un combate largo.

Recuerdo que me aparté un poco del grupo; en realidad no para pensar, sino porque lo que esperaban de mí me pesaba más que la coraza de escamas y el
aspis
juntos; y quería quitarme ese peso de encima duraste unos momentos.

Y sí que fue como si hubiera venido una diosa y me hubiera susurrado al oído; solo que yo sigo imaginándome que fue Afrodita, cuyo himno había tenido en los labios al quedarme dormido. Porque volví la cabeza, y lo vi.

Volví a ponerme el casco en la cabeza y a echarme el escudo al brazo. Estaba a pocos pasos de los demás.

—Veo una manera de distraerlos para ahorrarnos algo de lucha. Creo que vosotros, los atenienses, debéis atacarlos, pasando por encima del muro en la parte baja, junto a la puerta. Los demás, ¿veis esa pequeña depresión del terreno, allí? —pregunté, indicándola con la cabeza—. No la señaléis. Si vamos cincuenta, subiendo por esa pequeña vaguada, dudo que nos vean llegar. Los demás, formad con veinte escudos de frente y diez de fondo. Cuando lleguemos al olivar; bueno, vosotros entráis por la puerta, y entonces cada uno que se las arregle como pueda.

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