Maratón (68 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

BOOK: Maratón
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—Le dije que venías —me dijo Pen. Me estrechó con fuerza, y yo no sentía más que la fatiga y la falta aplastante de emociones que me habían acosado desde que tomamos al asalto el olivar—. Se lo dije, y ella me cogió de la mano… ¡oh!

Pen lloraba. Antígono lloraba.

Yo me sentía como si estuviera envuelto en un manto espeso de lana.

Bebí algo de vino, y después me tendí en unas mantas con los ojos abiertos. Después, una vez tomada mi decisión, me puse de pie. La levanté (no pesaba nada) y la saqué al establo. Cogí un caballo (no es un gran delito entre cuñados) y llevé su cuerpo atravesado sobre mi regazo, como la había llevado a través de las montañas cuando era mi novia.

La llevé a casa.

De mi casa no quedaba nada más que la fragua, claro está. Cleito y Simón me habían quemado la casa.

La tendí sobre la mesa de trabajo de mi fragua, y lo puse todo sobre ella, todas las joyas que había salvado
mater
de la casa; todo el botín que me había llevado de Maratón o que me habían regalado los atenienses agradecidos; hasta que relucía como una diosa.

Después, encendí mi fragua.

Oré a Hefesto, y encendí mi antorcha en el fuego de mi fragua.

Después, prendí fuego a mi fragua y la dejé que ardiera para que le sirviera de pira funeraria.

Ardía a mi espalda con el fulgor del sol naciente. Bajé la colina a caballo, alejándome de la finca y del fuego. Seguí cabalgando hasta que oí el estrépito que se produjo al ceder la viga del techo, y el rumor de las llamas que prendían en el resto del edificio; y entonces puse el caballo al galope y me alejé.

No os había prometido una historia alegre.

Si os cuento más…

Si os cuento más,
zugater
, será otra noche. Y entonces os contaré cómo rompí el molde de mi vida y lo tiré; cómo me fui con Milcíades, y después a Sicilia, y dejé tras de mí a Grecia.

Pero, de momento, dejad que un viejo llore lágrimas viejas. Tantos muertos… y solo quedo yo para cantarlos. Soy el último.

Pero cuando oréis a los dioses, recordad que en Maratón los hombres estuvieron firmes como los héroes antiguos, y que fueron mejores. Y que todavía no son mejores que las mujeres que los paren.

¡Vino!

EPÍLOGO
HISTÓRICO

Esta novela sigue el camino de la historia con toda la precisión posible. Pero la Historia, sobre todo la Historia de la Grecia Arcaica, puede parecerse más bien a un sendero por el bosque que a una calle con aceras. He intentado interpretar con lógica el libro de Heródoto y su relato, curiosamente moderno, de naciones y estados, traiciones, terrorismo y heroísmo. He leído la mayor parte de las fuentes secundarias, y la mayoría me han parecido deficientes.

Los persas no eran «los malos». Los griegos no eran «los buenos». Y dado que ambas culturas procedían de unas mismas raíces, lo más probable es que la civilización «occidental» hubiera sido muy semejante a la que es si los persas se hubieran mantenido como imperio mundial. O eso creo yo.

No obstante, no obstante… la red compleja de decisiones, traiciones y conspiraciones que expone Heródoto trajo al mundo, de alguna manera, el primer intento verdadero de democracia, al menos el primero del que nos han llegado noticias.

He hecho todo lo posible por hacer que este elemento del relato sea tan esencial como las batallas, procurando mostrar cómo alcanzaron poder político los hombres pequeños, a pesar del poderío abrumador de los terratenientes y de una aristocracia antigua.

Sería un burdo error considerar que la democracia ateniense se parecía en algo a los Estados Unidos, a Gran Bretaña o a cualquier otra democracia moderna, salvo en sus rasgos más generales. En las primeras filas no había «hoplitas de clase media». Los aristócratas dirigían a la
demos
en todos los aspectos de la vida, y en la guerra militaban al frente, con sus armaduras superiores, con su preparación superior, y esto se aprecia claramente en cada página de la literatura, y solo podría pasarlo por alto el más cerrado de los forjadores de mitos. En el período del que escribo estaba empezando a nacer la «falange» tal como nos la imaginamos ahora. De hecho, una posible interpretación del texto de Heródoto daría a entender que la «falange» nació en Maratón. Todavía militaban en las primeras filas los arqueros y los infantes ligeros, y los aristócratas heroicos todavía se medían en combate singular; o eso da a entender el arte y la literatura, por poco que guste la idea a los historiadores actuales, sobre todo a los «historiadores militares».

En realidad, había pocos hoplitas de clase media porque no existían nuestras ideas modernas sobre las clases sociales. Un hombre pobre, como Sócrates, podía ser aristócrata de pies a cabeza. Un hombre rico, como el antiguo esclavo del siglo IV que donó un millar de
aspis
para el rearme de Atenas, no dejaba de ser un antiguo esclavo. El término «clase media» no se puede aplicar a esta época, a menos que no designemos con él más que a el grupo intermedio entre los pobres y los ricos.

Y por último, o quizá en primer lugar, puede que solo mis lectores que sean militares veteranos sepan la verdad que los historiadores militares no suelen ser capaces de soportar: que todas las razas y todos los pueblos son igualmente valientes o cobardes, con independencia de su forma de gobierno, de su afiliación, raza, credo o preferencias sexuales. Que todos los hombres pierden efectividad en el combate con la fatiga y la confusión.

Que solo existen unos pocos hombres que son matadores, y estos son inmensamente peligrosos.

En realidad, amigos, todo está en la
Ilíada
. Y cuando me faltaba la inspiración, volvía siempre a la
Ilíada
, como quien vuelve a la fuente donde mana el agua pura. Tengo un respeto enorme a las obras modernas de muchos historiadores, clásicos y modernos. Pero ellos no estuvieron allí.

Yo he visto la guerra; no he visto nunca la guerra del escudo y de la lanza, pero he visto la guerra. Y cuando leo la
Ilíada
, me parece verdad. Puede que no sea verdad lo que dice de Troya. Pero es verdad lo que dice de la guerra. A Homero no le gustaba la guerra. Aquiles no es el hombre mejor de la
Ilíada
. La guerra es fea.

Arímnestos de Platea existió de verdad. Espero haberle hecho justicia.

AGRADECIMIENTOS

El 1 de abril de 1990, yo iba en el asiento trasero derecho de un S-3B Vicking, en un vuelo rutinario de guerra antisubmarina del portaaviones
USS Dwight D. Eisenhower
. Pero no estábamos en cualquier parte. Estábamos a poca distancia de la costa de Turquía, y en un vuelo sobrevolamos Troya o, mejor dicho, Hisarlik, en Anatolia. Después, aquella misma tarde, pasamos sobre la costa de Lesbos y seguimos en paralelo la costa de lo que Heródoto llamaba Asia. De vuelta a mi camarote, en la litera superior (la que me correspondía a mí, como oficial más moderno), había un ejemplar abierto de la
Ilíada
.

Nunca olvidaré aquel día, porque tengo colgada en mi pared una foto del destructor
Okrylennyy
, de la clase Sovremenny, que da el costado a un misil
Harpoon
de entrenamiento que disparé contra él desde más allá de su horizonte, utilizando nuestro magnífico radar ISAR.

Por supuesto, no hubo ningún hecho de armas homérico —la Guerra Fría estaba feneciendo, o quizá había muerto ya—, pero en aquella hora fue un triunfo profesional, y la foto del barco con el fondo de la bruma distante de aquella misma costa que había contemplado las batallas de Mícala y de Troya, adornará mis paredes hasta que mi alma baje al mundo inferior.

Creo que
sangre guerrera
nació allí. Me encanta el Egeo griego y turco y su historia. Antes de que Saddam Hussein lo deshiciera en agosto, mi grupo de combate del portaaviones disfrutó de un verano casi perfecto, navegando por el vinoso ponto, donde habían combatido griegos y persas.

Pero puede que el libro naciera hablando con diversos excombatientes de Vietnam, que volvían de aquella guerra —una guerra que quizá no haya sido peor que cualquier otra, aunque predominara en mi conciencia juvenil del conflicto—. Mi abuelo, mi padre y mi tío, excombatientes todos ellos, contaban, cuando creían que yo no estaba cerca, cosas que me llevaron a sospechar que, aunque muchos hombres puedan ser valientes, algunos son mucho más peligrosos en combate que otros.

Más tarde aún, tuve el privilegio de prestar servicio con diversos hombres del mundo de las operaciones especiales, y llegué a saber que, incluso entre ellos —los
comeserpientes
—, solo unos pocos eran los «matadores». Los escuchaba y me preguntaba qué clase de hombre había sido realmente Aquiles. O Héctor. Y empecé a preguntarme qué los hacía ser así y qué los mantuvo así, y ese pensamiento me perseguía mientras volaba y prestaba servicio en África y contemplaba diversos conflictos y los efectos que tenían en todos sus participantes, desde la primera guerra del Golfo hasta Ruanda y Zaire.

La serie
sangre guerrera
es mi intento de comprender a aquellos hombres por dentro.

Este libro ha sido, a la vez, muy fácil y muy difícil de escribir. De un modo u otro, he estado pensando en la serie
sangre guerrera
desde 1990; cuando me sentaba a trasladar mis reflexiones al ordenador, me parecía que el libro se escribía solo e incluso ahora, cuando mecanografío estas palabras finales, me asombro de lo mucho de él que estaba aguardando, ya escrito, en mi cabeza. Pero lo verdaderamente complicado son los detalles, y mis agradecimientos se refieren todos a la labor de investigación y de estudio que se esconden tras esos detalles.

Las líneas generales de la historia de la Revuelta Jónica solo han llegado hasta nosotros a través de Heródoto y, en mucha menor medida, de Tucídides. He seguido a Heródoto en casi todos los aspectos, excepto en los detalles de cómo llegó a implicarse con Atenas la pequeña ciudad estado de Platea. Para ser sincero, eso me lo he inventado, aunque esté basado en una teoría desarrollada a partir de cientos de conversaciones con historiadores aficionados y profesionales. En primer y destacado lugar, tengo que agradecer la aportación de Nicolas Cioran, que me exponía alegremente la extraña situación de Platea cada día que hacíamos ejercicio juntos en el gimnasio y, a veces, cuando combatíamos a espada. Mi entrenador y fiel contrincante John Beck merece todo mi agradecimiento, tanto por la enorme mejora de mi forma física, como por haberme ayudado a hacerme una idea de cómo podría haber sido un auténtico entrenamiento para una vida de violencia en el mundo antiguo. Y mi compañera en la reinvención del antiguo combate griego a
xifos
, Aurora Simmons, merece, al menos, el mismo grado de agradecimiento…

Entre los historiadores profesionales, he contado con la ayuda de Paul McDonnell-Staff y Paul Bardunias, de toda la hermandad de RomanArmyTalk.com y su comunidad web, y del personal del Royal Ontario Museum (que posee y comparte sin problemas el único casco superviviente que se puede atribuir a la batalla de Maratón), así como del personal del Antikenmuseum Basel und Sammlung Ludwig, que posee el
aspis
antiguo mejor conservado y me facilitó magníficas fotos para utilizarlas en su recreación. Recibí también la ayuda del personal de la biblioteca de la Universidad de Toronto, en la que estudio cuando tengo suficiente dinero, y de la excepcional Metro Reference Library de Toronto. Todo novelista necesita vivir en una ciudad en la que sea gratuito el acceso universal al JSTOR con una tarjeta de la biblioteca. El personal de la Walters Art Gallery de Baltimore (Maryland, Estados Unidos), justo enfrente del apartamento de mi madre, fue muy amable y útil, aun cuando volvía a mirar por sexta vez el mismo casco. Y James Davidson, cuyo magnífico libro
Greeks and Greek Love
, me ayudó a pensar en las cuestiones escabrosas de la sexualidad en la Grecia antigua, también resultó muy útil a un novelista con demasiadas preguntas que hacer.

Por excelentes que sean los historiadores profesionales (y mi versión de las guerras persas debe mucho a muchos de ellos, entre quienes destacan Hans Van Wees y Victor David Hanson), mis mayores elogios y agradecimientos tengo que dárselos a los historiadores aficionados que llamamos «recreadores». Giannis Kadoglou, de Tesalónica, se brindó a dedicarme dos días completos, conduciendo por la campiña griega, desde Atenas a Platea y volver, viaje que encantó a mi hija de cinco años y a mi esposa, mientras traducía todo lo que veía y quedando tan encantado con la antigua ciudad de Platea como yo mismo. Lo había conocido en Roman Army Talk, y este sería un libro muy distinto sin su pasión por el tema y su deseo incesante de corregir mis errores.

Pero Giannis no está solo y hay —literalmente— una falange de recreadores griegos que me han ayudado. Aquí, en mi zona de Norteamérica, tenemos un grupo conocido como los Plateos —y esto, créanme, no es una coincidencia— y trabajamos concienzudamente en la recreación de la misma época y de la misma ciudad estado tan prominente en estos libros, desde las armas, las armaduras y el combate hasta los guisos, las artesanías y las danzas.

Si el lector o la lectora siente que estos libros revisten de carne y sangre los huesos desnudos de la historia —en la medida en que consiga hacerlo correctamente— es gracias a los esfuerzos de los hombres y mujeres que recrean conmigo y me enseñan, cada vez que nos reunimos, todas las cosas en las que no he pensado, que hacen sus investigaciones, sus construcciones, y que se entrenan. Gracias a todos vosotros, Plateos. Y a todos los demás recreadores de la antigua Grecia, que me ayudaron a encontrar, hacer o construir diversas cosas.

Gracias también a la gente de Lesbos, de Atenas y de Platea; no puedo nombraros a todos, pero me acogisteis, me informasteis y me apoyasteis constantemente en tres viajes a Grecia, y la persona a la que puedo nombrar es Aliki Hamosfakidou, de Dolphin Hellas Travel, por su atención, interés y apoyo a través de muchos centenares de mensajes de correo electrónico y de algunas reuniones.

En el plano profesional, tengo que reconocer la deuda contraída con el señor Tim Waller, mi corrector de texto, cuyos conocimientos lingüísticos, tanto del inglés como del griego antiguo, siempre me suponen un baño de humildad. También domina muy bien la diferencia entre este y oeste. Gracias a él, este libro es mejor de lo que habría sido sin él.

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