Cosquilleo la gruesa piel amarillenta en el talón de papá muy levemente con mi uña de niño, tan levemente que al principio no alcanza a sentirlo. Luego avanzo poco a poco hacia el empeine: ¡ah, ahora lo ha sentido! Pero puesto que aún no sabe que estoy en la habitación, cree que una mosca se le ha posado en el pie, así que patalea para ahuyentarla. Entonces empiezo a hacerle cosquillas de verdad y se incorpora con un alarido. «¿Qué demonios?», dice mamá, porque, al sentarse, papá le ha quitado la sábana y ahora me ve y tiene todo el pecho al descubierto con los senos colgando a la vista, así que se vuelve rápidamente y coge el albornoz.
Cuando era pequeño mamá y yo solíamos bañarnos juntos y no la avergonzaba que le viera los pechos, incluso me dejaba jugar con ellos. Pero hace tiempo me fueron vedados y sólo papá tiene oportunidad de verlos, aparte de ella, claro. (¿Hubo un día concreto en que me hice demasiado mayor para ver los pechos de mi madre? ¿Cómo decidió ella exactamente qué día debía ser?) Es curioso lo de los pechos de las mujeres: cuando acabas de nacer pasas horas cada día acariciándolos con el hocico y chupeteándolos, luego poco a poco te van apartando y llega un día en que ni siquiera te permiten seguir viéndolos. Pero en la tele y las pelis las mujeres están siempre enseñando los pechos, todo salvo los pezones, como si los pezones contuvieran algún secreto sagrado, cosa que no contienen; la mayor parte del tiempo ni siquiera tienen leche. Por lo que respecta a lo que hay entre sus piernas, mamá siempre se baña con las bragas puestas, así que nunca he visto esa parte del cuerpo de una mujer salvo en estatuas de parque desnudas, así que le pregunté a papá al respecto y me dijo que hay muchas cosas interesantes ahí abajo, sólo que no sobresalen como las nuestras.
Mamá entra en la cocina a preparar café y papá y yo vamos al cuarto de baño a hacer pis. Nos ponemos codo con codo delante del retrete y dirigimos nuestros dos arcos amarillos de manera que se encuentren y se mezclen en el agua clara, y a mí me parece de lo más interesante cómo al principio aún se percibe la separación entre amarillo y transparente pero en unos segundos todo es de un mismo color amarillo claro. Ahora se me da bien apuntar, pero cuando era pequeño se me caían gotitas de pis al suelo casi siempre y mamá me hacía limpiarlas con una esponja y enjuagar la esponja bajo el grifo, y me asqueaba pensar que estaba tocando mi propio pis con las manos.
El vuelo de mamá no despega hasta las siete de la tarde pero sé que todo nuestro día estará impregnado por esa idea. Mientras toma el café tiene los ojos inquietos entre maletas y pasaportes, visados y mapas, y veo que no queda sitio para mí.
—¿No es increíble, Aron? En menos de veinticuatro horas estaré en Alemania. ¡Es una locura! Mm, mm, mm, vamos a ver. Una lista, eso necesito, hacer una lista. Recuérdalo siempre, Randall: cuando te veas desbordado, haz una lista. Echa un buen vistazo a tus obligaciones y apúntalas en un papel de más a menos importantes. Hay que empezar con la tarea más importante, la más difícil, la que menos te apetezca hacer. A eso se le llama coger el toro por los cuernos.
—Yo nunca paso de ahí —comenta papá—, porque el toro siempre me cornea y el público se pone en pie, jaleándolo, y lo único que puedo hacer es quedarme ahí tumbado y desangrarme hasta morir.
—¡Aron!
—No, tu madre tiene razón, Ran. No hagas hoy lo que puedas dejar para mañana.
—¡Es al revés! —digo yo, entre risas—. No dejes para mañana…
—Ah, ¿sí? Perdona… Por alguna razón siempre me equivoco con ese refrán.
—Y bien, ¿cuál es tu toro, Sadie?
—¿Eh?
—¿El que has decidido coger por los cuernos hoy?
—Ah… pues hacer el equipaje. Ésa es mi prioridad, hacer el equipaje.
• • •
Se va al dormitorio después de desayunar y mientras papá friega los platos la oímos hablar consigo misma. Está sacando prendas del armario y las deja sobre la cama para sopesarlas, mientras dice: «Vamos a ver, vamos a ver, esto me queda un poco ceñido en la cintura, este jersey no va con estos pantalones, debería llevarme dos o tres faldas, me pregunto si venden pantis en Alemania», todo lo cual estaría de maravilla si no oyéramos también una segunda voz entre esos comentarios que dice: «¿Para qué te lo has comprado, estúpida?» y «¿Quién te parece que tiene la culpa?» y «Ahora te da miedo subirte a la báscula, ¿eh?» y «¿Cuánto crees que te llevará averiguarlo?». Un rato después papá se acerca y cierra la puerta del dormitorio con suavidad porque es un tanto molesto oír a tu propia madre hablar consigo misma a dos voces en ese plan.
Por lo general, cuando mamá viaja se ausenta dos o tres días, una semana como mucho. Esta vez será una quincena, que según me ha dicho papá son quince días, catorce noches. Ya empiezo a echarla de menos con una punzada en el estómago. Me pregunto si ella también me echa de menos cuando despierta en una habitación de hotel lejana. ¿Se pregunta qué estoy haciendo mientras ella no está?
Los días pasan segundo a segundo y a pesar de que echo de menos a mi madre yo diría que estoy pasando un verano bastante bueno.
Mamá llama y yo respondo al teléfono; dice: «Hola, cariño», y un par de cosas más, pero se nota que está impaciente por acabar nuestra conversación porque la llamada cuesta dinero y sobre todo quiere hablar con papá. Hablan un buen rato y aunque él no levanta la voz me doy cuenta de que no le gusta lo que oye, cosa que me hace ir al baño con diarrea. Luego me dice que mamá está muy entusiasmada con lo que ha averiguado gracias a la hermana de la abuela Erra en Múnich.
Justo al día siguiente llama la abuela Erra, lo que me hace sentir culpable a pesar de que no soy yo quien está hurgando en su pasado. Se sorprende cuando le digo que mamá está de viaje, lo que sin duda significa que mamá no le contó que iba a encontrarse con su hermana en Alemania. Caigo en la cuenta de inmediato, así que digo que me parece que se ha ido a una gira de conferencias.
—¿Una gira de conferencias en pleno verano? —dice Erra—. Eso es imposible, todas las universidades están cerradas.
—Igual es en el hemisferio sur —respondo, para alardear de que he aprendido lo de las estaciones y también para que todo suene lógico.
Erra ríe a carcajadas y luego dice:
—Bueno, ¿qué te parece si nos vamos los cuatro de picnic el domingo que viene?
Cuando dice «los cuatro» me doy cuenta de que se refiere a que voy a conocer a su novia por fin, otro secreto que papá y yo tendremos que mantener enterrado en nuestro acuerdo de caballeros.
El sábado papá llega a casa cargado con bolsas del supermercado y el domingo se pasa toda la mañana preparando el picnic, pero justo cuando lo está metiendo todo en la cesta empieza a llover. No unas gotitas ni un refrescante chaparrón estival que luego deja el cielo de un azul intenso como de recién lavado; no, un auténtico diluvio que se precipita de tercos nubarrones grises con aspecto de haber venido para quedarse. Me entristezco porque está claro que sentarse en una manta en Central Park resulta impensable en el futuro inmediato y me hacía mucha ilusión ir. Papá llama a la abuela Erra y le dice: «Parece que Dios tiene otros planes para hoy», pero entonces ella responde algo que no oigo y él contesta: «Estupendo. Dentro de una hora os llamamos al timbre».
Se vuelve hacia mí y dice:
—Vamos a ir de picnic al Bowery.
Cuando llegamos allí estamos chorreando y la abuela Erra y su amiga nos reciben con toallas, nos frotan la cabeza hasta dejarnos mareados y con el pelo ensortijado, y el aguacero se ha convertido en un elemento dramático del día, un enemigo como un dragón de cuyas garras nos hemos arreglado para escapar con el picnic seco y a salvo. Han tendido un mantel en el suelo en el espacio principal del
loft
, provisto de platos de cartón y cubiertos de plástico como si los armarios no estuvieran llenos de vajilla y cubertería de verdad. La novia de Erra (que se llama Mercedes, igual que un coche elegante) es pequeña, de cabello moreno y ojos oscuros porque proviene de México, y cuando me estrecha la mano y dice «¡Me alegro de conocerte, Randall!», me da la sensación de que va en serio.
La abuela Erra me coge en sus brazos, más fuertes de lo que parecen, y me besa en la frente, la nariz, la barbilla y las dos mejillas, sonriéndome a los ojos entre un beso y otro. Tiene ojos azul zafiro en torno a los cuales, de cerca, se aprecian arrugas, y ya tiene el pelo casi todo blanco, con apenas unas hebras amarillas.
—Hombrecito mío —me dice—, ha pasado muchísimo tiempo, ¿verdad?
Y yo digo:
—Sí.
Así que nos sentamos en el suelo, cada uno en un lado del mantel, y debo reconocer que para ser unas ancianas de cuarenta y tantos, a Erra y Mercedes se les da mucho mejor sentarse con las piernas cruzadas que a mi padre, que acaba de cumplir los cuarenta; transcurrido un rato tiene unos calambres tan fuertes que se ve obligado a coger un cojín. No sólo la comida está deliciosa sino que hay un ambiente especial, como si fuéramos actores en una obra, debido al cielo gris oscuro como un antiguo castillo y la lluvia que azota ventanas y vidrios como la cola de un dragón. Mercedes enciende dos velas, lo que hace que todo sea más teatral incluso, y cuando terminamos de comer la abuela Erra coge una de las velas para encenderse un purito.
—Así que mi hija se ha ido de paseo al hemisferio sur, ¿no? —comenta con una sonrisita irónica.
—¿El hemisferio sur? —repite papá, y yo me sonrojo y le lanzo una mirada urgente para que se dé cuenta de por qué he contado esa mentirijilla—. Ah… Randall debe de haberse confundido. Está en el sur, a eso se refería, el sur de Alemania, llevando a cabo una investigación en busca de algo.
—Busca, rebusca y requetebusca —suspira Erra—. Me pregunto si alguna vez encontrará algo.
Mercedes deja escapar una risita y se lleva la mano a la boca porque estoy presente y no debería reírse de mi madre delante de mí.
—¡Alemania! Dios, si llego a saber que se convertiría en semejante obsesión… —comenta Erra—. Qué profesión tan extraña, ¿no te parece, Aron? ¿Eso de entrometerse en vidas ajenas?
—Bueno, no lo sé —dice papá—. Mi profesión es peor: yo me apropio de vidas ajenas para crear mis personajes. Quien vive en una casa de cristal no debería guardar piedras.
—¡Tirar piedras, papá! —le digo, para corregirlo, aunque sé que ha cometido el error a posta.
—No, no es lo mismo —asegura la abuela Erra—. Tú eres artista.
Todavía con el purito entre los dientes y una espiral de humo ascendente que la hace bizquear, se acerca al piano en un rincón del
loft.
—Ven aquí, Randall —dice, y obedezco encantado—. Vamos a tocar algo juntos.
—Yo no sé tocar.
Me coge en brazos, me sienta en el taburete del piano y me alisa el pelo, que aún debe de estar revuelto de tanto frotarlo con la toalla.
—Ese murcielaguito velludo que tienes en el hombro te ayudará, ¿verdad? Lo que necesito es que te quedes aquí con los graves… y toques sólo notas negras, pero suave, muy suavemente, ¿vale? Y que escuches lo que tocas hasta que te guste.
Papá y Mercedes guardan completo silencio en el otro extremo de la sala. Como suele decirse, se oiría el vuelo de una mosca. Sirviéndome de ambas manos, toco unas notas negras lenta y suavemente. La abuela Erra permanece cerca, escucha y asiente, apaga el puro y unos segundos después oigo un tarareo proveniente de su pecho. Luego, conforme voy tocando, responde a cada una de mis notas con una nota propia, ya sea armónica o disonante, y es como si camináramos juntos por el bosque lentamente y nos escondiéramos tras los árboles. Mis dedos van cobrando rapidez poco a poco, y también su voz, pero seguimos respetando la regla de la suavidad, así que es como si bailáramos claqué juntos en la nieve.
Pasado un rato me da la impresión de que es buen momento para parar, y ambos paramos en el mismo instante, y papá y Mercedes nos aplauden, pero con suavidad, tan suavemente que no se los oye, lo que nos hace reír. La abuela Erra hace girar el taburete del piano y me levanta para cogerme en brazos.
—¿Lo ves? —dice—. ¡Has tocado!
Cruza la sala de regreso conmigo sujeto sin ningún esfuerzo a la cadera.
—Me ha parecido oír alguna que otra palabra —dice papá—. Al menos un par de sílabas, de vez en cuando… No te nos estarás volviendo humana, Erra, ¿verdad?
—¡Siempre he sido humana! —ríe la abuela—. Pero es cierto que he empezado a utilizar palabras al cantar… gracias a Mercedes. Es una maga con las palabras.
—¿De verdad? —le pregunto mientras la abuela me deja en una butaca.
—La magia no está en mí —explica Mercedes—, no está en la gente, está en lo que ocurre entre la gente. Aprender a utilizarla es sobre todo una cuestión de concentración.
—Yo tengo un grave problema de concentración —bromea papá.
—Shhh… —dice Mercedes, y se lleva el dedo a los labios y baja la voz hasta un susurro ronco—. A veces, si cierras los ojos y escuchas con mucha atención, ocurre algo mágico. ¿Preparado, Randall?
—Preparado.
—Vale. Tienes una suave nube blanca en el cerebro, como una bola de algodón… ¿la ves?
—Sí.
—Hay una cuerda que sale de la nube, ¿verdad? Tiras con cuidado de la cuerda y tiene muchos lacitos de colores, como la estela de una cometa… así que sigues tirando con cuidado… los lazos están cosidos unos a otros… son palabras, los lazos son palabras… ¡y mira, mira lo que te traen desde el otro lado de la nube!
Abro los ojos pero Mercedes sonríe y dice:
—No, no, me refiero a que mires tu interior. Para mirar hacia dentro tienes que mantener los ojos cerrados. Vale… ahora va a ocurrir algo mágico, las imágenes se van a desplazar de mi cerebro al tuyo y empezarás a ver todo lo que yo diga. —Continúa hablando en voz baja con pausas entre cada palabra y la siguiente—: Aquí hay… un cuervo muerto… Aquí hay… un hada de alas iridiscentes… Aquí hay… un cuenco de avena… ¿Los ves, Randall?
Asiento porque puedo verlos de verdad. Hay un silencio expectante, así que me meto de verdad en el asunto, veo uno de los ojos del cuervo inmóvil, medio abierto y vidrioso, y la diadema de diamante anidada en el cabello dorado del hada, y el vapor que brota del cuenco de avena caliente que a veces prepara papá para desayunar en invierno, con azúcar moreno y crema, en ocasiones incluso con pasas, suculento.
Cuando abro los ojos de nuevo, los tres adultos me están sonriendo.