Papá se pone de inmediato con lo más importante para él, que es comprar comida. Me lleva a un supermercado donde los pasillos son muy estrechos. Cuando llegamos a la caja hay carros alineados sin nadie al lado porque la gente pone el carro en la cola y luego se va a hacer la compra a toda prisa para no perder el turno en la caja. A mí me parece sorprendente, pero papá dice que probablemente aquí nos espera un buen número de sorpresas.
Prácticamente todo el mundo en Haifa parece judío, salvo algunos árabes, sólo que papá dice que no hay que llamarlos árabes porque árabe puede ser cualquier cosa, cristiano o judío o musulmán, pero mamá dice que eso no quiere decir que no sean árabes. Aquí no hay ningún negro.
En un par de días tengo que hacer mi primer examen para entrar en la Escuela Hebrea Reali, lo que me pone nervioso. Papá pasa las mañanas conmigo repasando listas de palabras porque mamá dice que lo mejor es coger el toro (shor) por los cuernos. La pronunciación y la memoria de papá no son tan buenas como las mías ni de lejos, cosa que, según dice, es porque a medida que envejeces las neuronas se acostumbran a hacer lo mismo todo el rato y no se puede enseñar trucos nuevos a un perro viejo. Luego nos vamos a pasear por el barrio antes de que apriete el calor, e intentamos recordar las palabras para designar todo lo que vemos, llevamos la cuenta y le doy una paliza de cuidado. Sentados en el parque de la calle Panorama se ve la ciudad entera desplegada a nuestros pies con el mar Mediterráneo que la rodea.
—Mira —dice papá—. Ahí, justo delante. ¿Ves ese trocito de tierra que sobresale hacia la izquierda? Eso es el Líbano. Ahora mismo una guerra causa estragos. Reagan y Begin han enviado tropas para participar en la juerga. Se llaman «fuerzas de pacificación», porque quieren tener la seguridad de que todo se vaya al garete bien pacíficamente.
Nos quedamos allí sentados en el banco, contemplando el mar y los barcos en el puerto y las verdes colinas onduladas más allá, y todo se ve tan tranquilo que cuesta trabajo creer lo de la guerra.
Hoy es el día. Ni siquiera hemos hablado de lo que ocurrirá si suspendo, pero supongo que me enviarán a alguna especie de parvulario con niños pequeños y me sentiré como un bobo durante el resto del año, así que es importante que apruebe. Mamá me acompaña al colegio, sólo a un par de manzanas por la calle Ha'Yam, pero no está en la carretera propiamente dicha sino en el fondo de un barranco, hasta donde se llega bajando varios tramos de escalera. Cuando llegamos a lo alto de la escalera, mamá me está apretando la mano con tanta fuerza y le sobresale la barbilla con tanta determinación que me entra dolor de estómago, así que decido contar los peldaños entre dientes. Más o menos a medio camino llego al número cuarenta y cuatro y eso me hace pensar en la abuela Erra debido a su edad y de pronto recuerdo cómo le prometí no perder nunca contacto con mi murciélago, así que me acaricio la marca de nacimiento del ataléf e intento tranquilizarme. Miro alrededor y veo que la escalera está rodeada de eucaliptos altos y verdes que huelen dulce con sus finas hojas caídas. Dentro de mi cabeza pienso en Mercedes y pronuncio lentamente las palabras de todos los árboles que reconozco en inglés y hebreo: palmera (tamar), naranjo (tapuz), olivo (zayit), higuera (teena), eucalipto (ekaliptus), y eso me hace sentir mejor. Luego llegamos al patio del colegio y hay vetas de color por todas partes: niños que corren y juegan, gatos que se escabullen por los rincones, macetas con altas flores rosadas, y además oigo un gallo que cacarea a lo lejos. Mamá dice que debe de ser del zoo, que está en el extremo opuesto del barranco.
Ya no tengo miedo. Sé que voy a aprobar el examen, y lo apruebo.
• • •
De pronto me siento una persona distinta; segura y fuerte, como si el mundo me perteneciera. Papá me lleva a comprar un uniforme de colegio que es estupendo, con pantalones y camiseta caqui y un jersey de lana azul, la camiseta y el jersey con el emblema de la escuela: un triángulo de algodón azul oscuro a la izquierda del pecho con el lema Vehatznea Lechet, que significa «compórtate con modestia». Cada día que pasa el hebreo se me revela un poco más y con su música cambia el mundo que me rodea. El profesor y los demás chicos están interesados en mí porque soy de América, país que es un amigo especial de Israel, cosa de la que no me había dado cuenta. Se toman molestias para ser amables y explicarme cosas, jugar al baloncesto conmigo y hacerme preguntas sobre Estados Unidos de América. Nunca me habían tratado a cuerpo de rey como aquí, en ninguna parte.
La Escuela Hebrea Reali empieza a encantarme. Unos días después, mamá dice que si prometo esperar a que el semáforo de la calle Ha'Yam se ponga verde, puedo ir a la escuela solo, así que lo prometo y eso me hace sentir adulto. La primera semana de clase todos aprendemos el alfabeto y en casa paso horas dibujando las hermosas letras y susurrando sus nombres en un tono mágico igual que Mercedes. (También se las enseño a
Marvin.
)
Mamá va a la universidad todos los días y trabaja en ese archivo suyo tan importante con su importante profesor y tiene la sensación de estar al borde de un descubrimiento importante. Cuando cree que no puedo oírlos, habla con papá acerca de sus fuentes de vida, pero es difícil no oír a mi madre con una voz como la suya.
—Esos sitios eran increíbles, Aron —dice—. Nunca ha habido nada parecido sobre la faz de la tierra. ¡Palacios de fertilidad! Estaban bombardeando el país, la gente estaba hambrienta y enferma y muerta de miedo, estaban allí sentados día tras día viendo cómo llevaban camiones cargados de tesoros a esas putas. Ellas tenían café de verdad, fruta fresca y verdura, avena, carne, aceite de hígado de bacalao, golosinas, galletas, mantequilla, huevos y chocolate, mientras todo el mundo se moría de hambre a su alrededor. Las embarazadas vivían como princesas, tomando el sol mano sobre mano a la espera de que nacieran sus niños. Nada de matrimonio, ni bautismo, nada salvo una ceremonia de bienvenida al Gran Reich. En mil novecientos cuarenta, presos de campos de concentración tallaron diez mil candelabros de madera para conmemorar nacimientos en esos centros, ¿no te parece increíble?
Mamá siempre está contenta cuando puede hablar largo y tendido del Mal.
Por su parte, papá no parece adaptarse muy bien a la vida aquí en Haifa. Por lo que sé, lo único que hace es estar sentado fumando y leyendo el periódico todo el día, y además parece estar perdiendo el sentido del humor; no cuenta chistes ni juega a las damas conmigo, y da la impresión de ir con los hombros caídos como si estuviera desanimado. Dice que no le hace gracia lo que está ocurriendo ahí en el Líbano y que no puede escribir obras de teatro divertidas en un país en guerra. Mamá dice que los árabes lo empezaron con sus incursiones terroristas en el norte y ¿qué debía hacer Israel, quedarse de brazos cruzados? Papá dice que si jugamos a eso de quién empezó podríamos remontarnos a Hitler, o al Tratado de Versalles, o al tipo que disparó contra el archiduque Francisco Fernando, o a la madre del asesino, ¿eh, por qué no? ¡Ella tiene toda la culpa de que la gente se esté matando en el Líbano hoy en día! Mamá dice que papá no debería preocuparse tanto por el Líbano, debería estar pensando en Rosh Hashaná, para lo que sólo faltan unos días, y cómo lo vamos a celebrar. Él replica que le importa una puta mierda el Rosh Hashaná y mamá dice que debería avergonzarse de hablar así delante de su hijo. Intento imaginar qué es una puta mierda, pero no lo consigo.
Cada día me marcho un poco más temprano para alejarme del jaleo en casa, que es peor de lo habitual porque tiene que ver con la política. Cuando mamá y papá empiezan a pelear, me deslizo hacia el hebreo dentro de mi cabeza y eso sofoca sus palabras. Ahora pienso en frases completas.
El aire matinal es delicioso. Bajo corriendo los noventa y siete peldaños —temprano para las clases, tan temprano que la escalera está vacía—, brinco, salto, desciendo de dos en dos, luego de tres en tres, pero en medio del último tramo aterrizo sobre una aceituna seca o un guijarro que rueda bajo mi pie izquierdo, me desequilibro y aterrizo de mala manera sobre el empedrado del patio. El entusiasmo cesa con una sacudida. Sin aliento a causa del golpe, con un zumbido en los oídos debido al sobresalto, intento recobrar el resuello a bocanadas. Cuando me doy la vuelta lentamente para sentarme, veo que la rodilla derecha me sangra y tengo guijarros incrustados en las palmas, de un rojo encendido. Los pájaros trinan en los árboles y un burro rebuzna allá abajo en el zoo como si no hubiera pasado nada. Estoy mareado. Me duele tanto la rodilla que ni siquiera puedo ponerme en pie. ¿Me voy a desmayar de dolor aquí mismo, completamente solo?
De pronto hay alguien a mi espalda y me toca el hombro.
—¿Intentabas volar, Randall? —dice una suave voz en inglés.
Al volver la cabeza veo que es la chica más preciosa del mundo, arrodillada a mi lado como en un sueño. Tiene unos nueve años, con el lustroso cabello moreno trenzado, unos ojos enormes llenos de bondad y la piel de un tono pardo bronceado. En ella la camisa y la falda azul claro del uniforme escolar tienen todo el aspecto de algo recién salido de Saks en la Quinta Avenida. Es tan preciosa que el dolor de la rodilla se me olvida por completo.
—¿Sabes cómo me llamo? —le digo.
—¿Quién no? —responde—. Eres el pez gordo americano de Nueva York.
Mientras lo dice, se saca un pañuelo del bolsillo de la camisa, lo humedece en una regadera junto a las macetas con flores y me limpia con cuidado la suciedad, los guijarros y la sangre de la rótula. Mientras observo los movimientos precisos y amables de sus manos, me enamoro perdidamente de ella, aunque es mucho mayor que yo.
Le pregunto cómo se llama.
—Nouzha —responde, al tiempo que me coge la mano y me ayuda a levantarme.
—He tenido suerte de que llegaras tan temprano.
—Sí, casi siempre soy la primera porque mi padre me deja de camino al trabajo, pero esta mañana me has ganado.
—¿Cómo es que hablas tan bien inglés?
—Vivíamos en Boston cuando era pequeña y mi padre estudiaba para ser médico.
—Mi madre también estudia para ser doctora —digo, sobre todo para tener algo en común con ella.
—Ah, qué bien, así cuidará de tu rodilla.
—No, no es esa clase de doctora… Una doctora en Mal.
—¿Te refieres a librarse de los malos espíritus?
—Sí, supongo… algo así.
—Ah.
Nouzha asiente con suma seriedad y pienso que ojalá pudiera seguir hablando siempre con ella, pero mientras tanto el patio se ha ido llenando y ahora suena el timbre y tenemos que irnos a nuestras respectivas clases. Está en cuarto.
A la hora de comer la veo a lo lejos en la cafetería y me sonríe y su sonrisa no se parece a nada que me hayan ofrecido nunca, me derrite el estómago. ¿Qué puedo hacer? Haría lo que fuera para resultarle interesante a ese ser humano. Moriría por ella. Me comería los zapatos por ella. Quiero casarme con ella.
«Nouzha. Nouzha. Nouzha». Qué nombre tan maravilloso.
Cuando acaban las clases salgo para alcanzarla camino de la escalera y pienso: «Ya se pueden reír mis amigos por hablar con una chica mayor, ¿a mí qué me importa?»
—Esto… ¿me ayudas? —le digo, porque es lo primero que me viene a la cabeza—. Todavía me duele un montón la rodilla.
Ella me coge suavemente por el codo, y empiezo a subir a saltitos los peldaños tan lenta y trabajosamente como puedo, apoyándome en ella a la vez que sonrío para demostrarle lo agradecido que estoy.
—Es un alivio encontrar a alguien que hable inglés tan bien —le digo—. El hebreo es difícil cuando no es tu lengua materna.
—Tampoco es la mía.
—Ah, ¿no?
—No. La mía es el árabe.
—¡Vaya! Así que los dos somos extranjeros —comento, alegre de haber dado con alguna clase de parecido entre nosotros.
—Nada de eso. Ni siquiera sabes en qué país estás, ¿verdad? El auténtico nombre de este país es Palestina. Yo soy árabe de Palestina. Éste es mi país. Aquí los extranjeros son los judíos.
—Yo creía… que era de…
—Los judíos lo invadieron. Tú eres judío, ¿ni siquiera conoces la historia de tu propio pueblo?
—Verás, lo cierto es que no soy muy judío —digo, nervioso al ver que ya hemos empezado a subir el último tramo de escalera.
Nouzha ríe.
—¿Qué significa eso de que lo cierto es que no eres muy judío?
—Bueno, pues que mi madre no nació judía y no celebramos las fiestas ni nada por el estilo. En el fondo, soy básicamente americano.
—América está en el bando de los judíos.
—Bueno, yo no estoy en ningún bando salvo el tuyo, lo que es una suerte, porque de otra manera nunca conseguiría subir esta escalera.
Me quedo bastante orgulloso con la réplica, pero ahora, por desgracia, hemos llegado a lo alto de la escalera. Estoy sudando debido al esfuerzo de tanto salto fingido y Nouzha me mira y sonríe. La verdad es que no es mucho más alta que yo. Si me pongo de puntillas, podría besarla sin el menor problema.
—Voy a esperar a tu padre contigo, si no te importa. Eres la primera árabe que conozco, así que es interesante hablar contigo.
—No puedes esperar conmigo aquí. Mi padre no quiere que esté con judíos fuera de la escuela.
—Entonces… perdona, pero ¿por qué te envía a la Escuela Hebrea Reali?
—Porque es la mejor del barrio, nada más. Quiere que todos sus hijos recibamos una buena educación y luchemos por recuperar nuestro país. Los americanos no sabéis nada.
—Enséñame. Aprenderé. Te lo prometo, Nouzha. Quiero aprender, de verdad. Dame una lección de historia.
—Podemos reunirnos mañana en el recreo, si quieres… bajo el hibisco a los pies de la colina, ¿sabes dónde digo? Ahora vete, ése es el coche de mi padre, en el siguiente semáforo.
Nouzha.
Las miradas de Nouzha.
La sonrisa de Nouzha.
La mano de Nouzha en mi codo.
Estoy enamorado y se lo digo a
Marvin.
• • •
Las frondosas ramas del hibisco se arquean suavemente hasta el suelo y hay un espacio abierto debajo, es un escondite donde huele de maravilla y nadie puede vernos, ahí abajo. Nouzha y yo nos sentamos uno al lado del otro con las rodillas recogidas debajo del mentón, mirando hacia el fondo del valle.
—Ahora voy a contarte la auténtica historia de Haifa —dice Nouzha.