Authors: David Brin
—Que el Streaker ha sido capturado —dijo Suessi, cerrando los ojos.
—Sssí. Esta plaga psi procede de algún lugar en la superficie del planeta. Tal vez los galácticos estén luchando ahora sobre la nave, o sobre lo que queda de ella.
»Voy a regresar al Streaker en este bote —prosiguió Hikahi decidida—. Esperaré hasta que aísles del agua unos compartimientos para los trabajadores en el interior del casco.
Necesitarás el esquife para recargar los acumuladores thenanios.
—Entonces saldré a ayudar —asintió Suessi. Hikahi estaba visiblemente ansiosa por partir.
—Acabas de terminar tu turno. No puedo permitirlo.
—Mira Hikahi —dijo Suessi, moviendo la cabeza—, cuando tengamos preparado ese refugio en el interior del acorazado, podemos filtrar agua gaseosa para los delfines con una bomba y así descansarán del modo adecuado. Además, el buque naufragado está bien protegido contra los chirridos psíquicos. Y lo que es más importante, voy a tener mi propia habitación, una habitación seca, sin una pandilla de niños alborotadores y bromistas que se diviertan a mi costa cada vez que les doy la espalda —sus ojos eran ligeramente irónicos.
—Espera un momento, Fabricante de Maravillosos Juguetes —dijo Hikahi, curvando con suavidad la mandíbula—. Saldré y me reuniré contigo. El trabajo nos distraerá de las rascadas de las uñasss de los ETs.
Krat, la soro, no sentía arañazos ni chirridos. Su barco estaba protegido contra las perturbaciones psíquicas. La primera vez que tuvo conocimiento de tales ondas fue a través de su estado mayor. Tomó los datos que le tendía el pila Cullalberra con muy poco interés.
Durante el transcurso de la batalla habían detectado muchas señales como ésa. Pero hasta entonces ninguna emanada desde el planeta. Sólo unas pocas escaramuzas se habían desarrollado sobre el propio Kithrup.
En circunstancias normales, hubiese ordenado el lanzamiento de un torpedo y habría olvidado el asunto. La esperada alianza tandu-thenanios se estaba llevando a cabo cerca del planeta cubierto de gases, y tenía que hacer planes. Pero había algo en aquella señal que la intrigaba.
—Determine el origen exacto de ese ruido en un mapa planetario —le dijo al pila—.
Incluidas las situaciones de todos los puntos de caída conocidos de las naves enemigas.
—Ahora deben ser ya docenas, y las posiciones muy imprecisas —ladró el estadístico pila, con voz aguda e incisiva. Su boca permanecía abierta después de cada sílaba y unas espesas pestañas ondulaban sobre sus pequeños ojos negros.
Krat ni siquiera le honró mirándole.
—Cuando los soro intervinieron para finalizar el contrato de los pila con los kisa —usurró ella—, no fue para convertiros en los Grandes Ancianos. ¿Tengo que ser cuestionada como un humano que mima a su chimpancé?
Cullalberra tembló e hizo una rápida reverencia. El rechoncho pila se escabulló hacia su centro de datos.
Krat ronroneó de felicidad. Sí, los pila estaban muy cerca de la perfección. Arrogantes y dominadores con sus propios pupilos y vecinos, se apresuraban a atender a cualquier capricho de los soro. ¡Qué maravilloso era ser una Gran Anciana!
En eso, ella estaba un poco en deuda con los humanos. En unos cuantos siglos, casi habían sustituido a los tymbrimi como pesadilla a utilizar con los pupilos recalcitrantes.
Simbolizaban todo lo equivocado del Liberalismo Elevador. Cuando Terra fuera sometida y los humanos «adaptados» a un estatus adecuado de pupilos, tendría que buscarse otro mal ejemplo.
Krat abrió un canal de comunicación privado. El visor se iluminó con la imagen de la soro Pritil, la joven comandante de su flotilla.
—Sí, Madre de la Flota —dijo Pritil haciendo una lenta y poco marcada reverencia—.
Estoy a la escucha.
Las lenguas de Krat chasquearon ante la insolencia de la joven.
—La nave número dieciséis estuvo muy lenta en la última escaramuza, Pritil.
—Es una opinión —respondió Pritil, examinando su espolón nupcial. Lo limpió frente a la pantalla, una falta de delicadeza ideada para mostrar indiferencia.
Las hembras jóvenes raras veces comprendían que un insulto verdadero debe ser sutil y que ha de pasar un buen rato hasta que la víctima lo descubra. Krat decidió que enseñaría a Pritil esa lección.
—Necesitas un descanso para poder realizar las reparaciones. Si no, en la próxima batalla la nave número dieciséis será poco menos que inservible. Sin embargo, hay una forma con la que puedes ganar honor, y quizá también cobrar la presa.
Pritil levantó la vista, con el interés agudizado.
—¿Sí, Madre de la Flota?
—Hemos recogido una señal que parece ser una llamada de socorro del enemigo. Pero sospecho que puede tratarse de otra cosa.
El aroma de la intriga había tentado a Pritil.
—Elijo escuchar, Madre del Grupo.
Krat suspiró ante lo previsible de la respuesta. Sabía que las capitanes más jóvenes creían en secreto todas las leyendas sobre los presentimientos de Krat. Supo que Pritil no sería la excepción.
Aún tienes mucho que aprender, pensó, antes de que puedas hundirme y tomar mi puesto. El aprendizaje dejará muchas cicatrices en tu joven piel. Disfrutaré enseñándote hasta que llegue ese día, hija mía.
Gillian y Makanee alzaron la vista cuando Takkata-Jim y el doctor Ignacio Metz entraron en la enfermería, acompañados por tres rechonchos y malcarados stenos que llevaban arneses de combate.
Wattaceti gritó indignado algo indescifrable y se puso entre ambos grupos mientras las ayudantes de Makanee se escondían chillando tras la cirujano de a bordo.
Gillian y Makanee se miraron a los ojos. Había llegado el momento de la confrontación.
Ahora verían que Makanee no estaba inventando cosas. Gillian aún mantenía las esperanzas de que Takkata-Jim y Metz tuvieran razones de peso que justificaran su actitud, y que la lesión de Creideiki hubiera sido un verdadero accidente.
Makanee ya había tomado una decisión. Akki, el joven guardiamarina calafiano aún no había regresado. La doctora miró fijamente a Takkata-Jim como si mirara a un tiburón atigrado. La expresión de la cara del delfín macho apenas contradecía esa imagen.
Gillian tenía un arma secreta, pero había jurado no utilizarla excepto en casos de auténtica emergencia. Dejemos que actúen primero, pensó. Dejemos que enseñen sus cartas antes de sacar nuestro último as de triunfos.
Los primeros pasos quizá resultaran un poco peligrosos. Ella sólo tuvo tiempo de hacer una breve llamada a la máquina Niss antes de salir a toda prisa hacia la enfermería. Su posición allí podía ser difícil si calculaba mal el grado de regresión desencadenado en el Streaker. Tal vez debía haber llevado a Keepiru con ella.
—¡Doctora Baskin! —Ignacio Metz no se aproximó demasiado hasta haberse sujetado a una barandilla de la pared y permitido que un sienas armado le precediera—. ¡Qué alegría verla de nuevo! Pero ¿por qué no anunció su regreso?
—Una grave violación de las normas de seguridad, doctora —añadió Takkata-Jim.
Con que era eso, pensó Gillian. Y van a tratar de hinchar el asunto hasta poderme encerrar en una celda.
—He venido para asistir al concejo de la nave, señores fines y mase. Recibí un mensaje de la doctora Makanee en el cual me llamaba para ello. Siento que los tripulantes del puente hayan perdido mi respuesta, si es que lo han hecho. He oído decir que la mayor parte son nuevos e inexpertos.
Takkata-Jim frunció el ceño. Incluso era posible que ella hubiese mandado tal comunicación, que debía haberse perdido en la confusión del puente.
—¡El mensaje de Makanee también contravenía las órdenesss! Y su regreso es contrario a mis instrucciones específicas.
Gillian fingió una expresión de asombro.
—¿No me transmitía ella su convocatoria del concejo de la nave? Las reglas son claras. Usted debe convocar la reunión dentro de las veinticuatro horas siguientes al fallecimiento o incapacidad del capitán.
—¡Se están realizando los preparativos! Pero en caso de emergencia, el capitán en funciones puede prescindir del asesoramiento del concejo; ante una clara desobediencia de las órdenesss, tengo el derecho... —Gillian se puso tensa. Sus previsiones no iban a dar resultado si Takkata-Jim se comportaba de un modo irracional. Necesitaba que se produjera una interrupción que los distrajera y le permitiera saltar sobre la hilera de autodocs hacia el parapeto... Su despacho quedaba a pocos pasos— ...de ordenar su detención hasta que comparezca en una vista que se celebrará después de la emergencia.
Gillian observó a los guardias fines. ¿Estarían realmente dispuestos a herir a un humano? Leyó sus expresiones y sacó la conclusión de que podían estarlo.
—Interpreta mal el estatuto legal —dijo ella. Tenía la boca seca pero no quería que lo notaran—. Creo que muy pocos de los fines que están a bordo se sorprenderían al saber que...
Las palabras quedaron atascadas en su garganta. Gillian notó un escalofrío que le recorría la columna vertebral mientras el aire parecía ondular y palpitar a su alrededor.
Entonces, al agarrarse a la barandilla para no caer, empezó a emanar del interior de su cabeza un profundo gruñido.
Los otros la miraron fijamente, confundidos por su actitud. Entonces también empezaron a sentirlo.
—¡Un arma psi! —gritó Takkata-Jim—. Makanee, póngame con el puente. ¡Estamos siendo atac-cados!
La doctora delfín se hizo a un lado, asombrada por la rapidez con que se movía Takkata-Jim. Gillian presionaba con las manos sobre sus oídos y vio que Metz hacía lo mismo a medida que el sonido aumentaba en intensidad. Los guardias de seguridad estaban confusos, gritando de desesperación y con las pupilas dilatadas debido al temor.
¿Debería actuar ahora? Gillian intentó pensar. Pero si esto es un ataque, tendremos que olvidar nuestras disputas y aunar fuerzas.
—...incompetentesss! —gritaba Takkata-Jim a través del transmisor—. ¿Qué significa «sólo a mil millas de distancia»? ¡Localizadlo! ¿Por qué no hacemos funcionar los sensores activos?
—¡Esperad! —exclamó Gillian. Palmeteaba y reía a través de un creciente cúmulo de emociones. Takkata-Jim continuaba ladrando a la tripulación del puente, pero todos los demás se habían vuelto a mirarla sorprendidos.
Gillian no cesaba de reír. Daba palmadas en el agua, golpeaba con los puños el autodoc más próximo, agarraba a Wattaceti alrededor de sus flancos temblorosos. Incluso Takkata-Jim, cautivado por su aparente ataque psicótico de alegría, se detuvo. La contempló, ajeno a la frenética agitación que llegaba desde el puente.
—¡Tom! —gritó ella muy fuerte—. ¡Te dije que no podías morir! Demonios, te quiero, hijo de... ¡Oh, si hubiese ido yo en tu lugar ya estaría de regreso en casa!
Los fines la observaban con los ojos agrandándose a medida que entendían de qué estaba hablando.
Ella reía, y las lágrimas le surcaban el rostro.
—Tom —repitió con suavidad—. ¡Te dije que no podías morir —y se abrazaba ciegamente a todo lo que tenía a su alrededor.
Los sonidos llegaron a Creideiki que flotaba en ingravidez.
Era como escuchar a Beethoven, o como intentar comprender en realidad a una ballena jorobada.
Alguien había dejado abierto el canal de escucha por si emitía algún sonido. Nadie había pensado que el circuito funcionaba en ambas direcciones. Las palabras penetraban en el tanque de gravedad desde la sala externa.
Eran seductoras, como los atisbos de significado en una gran sinfonía, que revelan que el compositor ha captado un vislumbre de algo que las notas sólo pueden transmitir vagamente y las palabras nunca podrían ni siquiera aproximarse.
Takkata-Jim refunfuñaba y balbuceaba. El tono amenazante estaba claro. Como también lo estaba la cautelosa claridad de la voz de Gillian Baskin. ¡Si pudiera entender las palabras! Pero había perdido el dominio del ánglico.
Creideiki supo que su nave estaba en peligro, y no podía hacer nada para ayudar. Los dioses antiguos no habían acabado con él, y no le dejarían moverse. Tenían que mostrarle muchas más cosas antes de que estuviera preparado para servir a sus propósitos.
Se había resignado a periódicos episodios de terror, como sumergirse para luchar contra un pulpo, saliendo luego a descansar para hundirse de nuevo en el caos. Cuando llegaban para empujarle hacia ABAJO, siempre se encontraba en un torbellino de ideas-grabados, de sueños penetrantes que martilleaban su mente de ingeniero con la insistente impresión de ser alguien distinto.
El asalto nunca hubiese sido posible sin la destrucción previa de sus centros de lenguaje. Creideiki se lamentaba por la pérdida de las palabras. Escuchó los sonidos de las conversaciones del mundo exterior, concentrándose al máximo en su misteriosa y familiar musicalidad.
No todo se ha ido, decidió al cabo de un rato. Podía reconocer algunas palabras, aquí y allá. Palabras simples, en su mayoría nombres de personas u objetos, o simples acciones asociadas a ellos.
Eso era lo que podían hacer sus lejanos ancestros.
Pero no lograba retener más de tres o cuatro palabras, por lo que le resultaba imposible seguir una conversación. Podía descifrar una frase con mucho esfuerzo sólo para olvidarla cuando se ponía a trabajar en la siguiente. Era terriblemente difícil, y al final renunció a tan vano esfuerzo. Ésta no es la manera concluyó.
En cambio, debía probar el estructuralismo, se dijo. Usar los trucos que los dioses antiguos habían empleado con él. Abarcar, absorber, como intentando sentir lo que Beethoven sintió sumergiéndose en el misterio del Concierto para Violín.
En los altavoces sonaban murmullos de airados sofontes. Los ruidos rebotaban alrededor de la cámara y se esparcían como gotitas amargas. Después de la terrible belleza del ABAJO, sentía repulsión. Se obligó a escuchar, a buscar un sistema, algún humilde sistema para salvar al Streaker y a su tripulación.
A medida que se concentraba, la necesidad crecía en su interior. Buscó un centro, un punto de enfoque en los caóticos sonidos.
Rencor
Turbio
En la marea desgarrada
¡Ignorando
A los tiburones!
Lucha aniquiladora...
¡Invitando
A los tiburones!
Loco oportunismo...
Contra su voluntad, notó que empezaba a emitir chasquidos. Intentó detenerlos, sabiendo adonde le llevarían, pero los chasquidos emergían de su frente, pronto seguidos de una serie de graves gemidos.