Authors: David Brin
Una fuerte brisa mantenía las nubes en movimiento. Se unían y se separaban en densos y húmedos montones. Tom se protegió los ojos de la luz de levante.
Aproximadamente a un radian al sur del brumoso sol matinal, creyó ver algo que se movía en el cielo. Se acurrucó aún más contra el fondo de su improvisada caverna.
De uno de los montones de nubes orientales, surgió un objeto oscuro que descendía lentamente. Remolinos de vapor ocultaron su forma y tamaño durante unos instantes, mientras pasaba sobre el mar de hierbas.
Un débil ruido tamborileante llegó hasta Tom. Intentó aguzar la vista desde su escondrijo, anhelando tener sus prismáticos perdidos. Luego, las brumas se separaron unos momentos y vio con toda claridad la nave espacial suspendida sobre él. Parecía un monstruoso dragón volador, de forma afilada y perversamente peligrosa.
Pocas razas habían investigado en la Biblioteca tan a fondo en busca de diseños salvajes como los idiosincráticos e implacables tandu. Del casco salían en todas direcciones unas disparatadas protuberancias: la marca de los tandu.
Sin embargo, en un extremo, un tosco apéndice en forma de cuña rompía con la impresión general de descuidada y cruel delicadeza. No parecía encajar con la totalidad del diseño.
Antes de que pudiera verlo mejor, las nubes se reunieron y le ocultaron el crucero espacial de la vista. Pero el débil zumbido de los motores fue aumentando de forma paulatina.
Tom se rascó la barba de cinco días. La presencia de los tandu constituía una mala noticia. Si eran los únicos que hacían acto de presencia, tendría que enviar la bomba número tres para advertir al Streaker que se preparase para una batalla a muerte.
Éste era un enemigo con el que la Humanidad nunca había podido negociar. En las escaramuzas en las marismas galácticas, las naves de la Tierra raramente conquistaban navíos tandu, ni siquiera en el caso de una aparente ventaja. Y cuando no había testigos alrededor, a los tandu les gustaba provocar. Las órdenes permanentes eran de evitarlos a toda costa, hasta que llegase un día en que los asesores tymbrimi pudieran enseñar a las tripulaciones humanas la rara destreza de esos maestros del tira la piedra y esconde la mano.
Si los únicos en aparecer eran los tandu, eso significaba también, con toda probabilidad, que Tom había presenciado su último amanecer. Porque al disparar la bomba era casi seguro que hubiese delatado su posición. Los tandu tenían pupilos capaces de psi-olfatear incluso un pensamiento, una vez que captaban el rastro mental.
Qué quieres que te diga, Ifni, pensó. Envía alguien más a esta confrontación. No insistiré en que sean thenanios. Bastará con un asteroide de combate jofur. Complica aquí las cosas, y te prometo rezar cinco sufras, diez avemarías y un kiddush cuando llegue a casa. ¿De acuerdo? Si quieres, incluso echaré unos cuantos créditos en una máquina automática de plegarias.
Imaginó una flota de guerra tymbrimi/humano/synthiana surgiendo de entre las nubes para hacer añicos a los tandu y limpiar el cielo de fanáticos. Era una imagen maravillosa, aunque podía encontrar una docena de razones de por qué esto no era posible. En primer lugar, los synthianos, amistosos como eran, nunca intervendrían si no se trataba de algo seguro. Por otra parte, era posible que los tymbrimi ayudaran a defender la Tierra, pero no arriesgarían demasiado sus adorables cuellos humanoides por una jauría de lobeznos extraviados.
De acuerdo, Ifni, señora de la fortuna y del azar. Manoseó la bomba número tres. Me conformo con un único crucero thenanio viejo y destartalado.
La Infinidad no le dio una respuesta inmediata. Tampoco la esperaba.
El rugido pareció pasar justo por encima de su cabeza y se encolerizó cuando el campo de fuerza de la nave barrió la zona. Los escudos protectores rechinaron ante su modesto sentido psi.
Luego, el estruendo empezó a disminuir a su izquierda lentamente. Tom miró hacia el oeste. Las densas nubes se abrieron en jirones lo justo para mostrar un crucero tandu; ahora lo veía bien, era un destructor ligero y no un verdadero acorazado, y se encontraba tan sólo a un par de millas de distancia.
Mientras lo observaba, el apéndice en forma de cuña se desprendió de la nave principal y comenzó a derivar hacia el sur. Tom frunció el ceño. No se parecía a las patrulleras tandu a las que estaba acostumbrado. Tenía una forma diferente por completo, gruesa y estólida, igual que...
Para su frustración, las nubes se cerraron de nuevo ocultando ambas naves. El sordo gruñido cubría el apagado retumbar el cercano volcán.
De pronto, tres brillantes haces de luz verde surgieron de las nubes tras las que Tom viera por última vez el navío tandu, y golpearon el mar con destellante incandescencia. Allí se inició un estallido de truenos supersónicos.
Lo primero que pensó fue que los tandu bombardeaban la superficie sobre la que se encontraba. Pero una crepitante y luminosa explosión en las nubes mostró que el blanco era el propio destructor. ¡Algo disparaba contra los tandu desde encima de la cortina de nubes!
Estaba demasiado ocupado recogiendo su material como para perder tiempo en demostraciones de júbilo. Mantuvo la cabeza agachada, y eso le salvó de la ceguera cuando el destructor empezó a lanzar chorros actínicos de antimateria contra su atacante. Oleadas de calor le abrasaron la nuca y el brazo izquierdo, mientras guardaba las bombas psi bajo el cinturón y cerraba la máscara respiratoria sobre su cabeza.
Los rayos aniquiladores formaban surcos de calor solar a través del cielo. Cogió la mochila y se sumergió en el agujero que antes había practicado en la masa de hierbas.
El trueno enmudeció de repente, al tiempo que se zambullía en una jungla de cepas colgantes. Columnas de centelleantes luces procedentes de la batalla atravesaban la oscuridad por las grietas de la capa vegetal.
Tom se encontró conteniendo el aliento de forma automática. Eso no tenía sentido, pues la máscara respiratoria no permitiría que se escapara mucho oxígeno pero dejaría pasar el dióxido de carbono. Comenzó a inhalar y exhalar, y se agarró a una fuerte raíz utilizándola como áncora.
Se dio cuenta que le resultaba difícil respirar. Con toda aquella vegetación que le rodeaba, había supuesto que la proporción de oxígeno sería más alta. Pero el pequeño indicador del borde de su máscara señalaba todo lo contrario. En comparación con el mar de Kithrup, por lo general rico en sales, aquellas aguas estaban vacías. Las ondulantes aletas branquiales de la mascarilla recogían sólo una tercera parte del oxígeno que necesitaba para mantenerse vivo, incluso aunque permaneciera completamente inmóvil.
En pocos minutos, empezaría a sentir vértigo. No mucho después, moriría.
El rugido de la batalla atravesaba la cubierta de hierbas con una serie de apagadas detonaciones. Haces de luz penetraban en las tinieblas a través de las ranuras del techo vegetal, una de las cuales se encontraba justo enfrente de Orley. A pesar de ser indirecto, el resplandor hería sus ojos. Vio que sobre la superficie algunas frondas que habían sobrevivido a la reciente lluvia de cenizas volcánicas se curvaban por el calor, ennegrecían y por fin caían.
Lo mismo que el resto de mis provisiones, pensó.
Rodeó con las piernas la gruesa raíz y se desprendió de la mochila. Comenzó a hurgar en ella, buscando algo para improvisar. En las intensas sombras, inventarió el contenido por medio del tacto.
El rastreador inercial que Gillian le diera, un bolsillo de nutribarras, dos cantimploras de agua «dulce», astillas explosivas para la pistola de agujas y un juego de herramientas.
El aerómetro señalaba un naranja inquietante. Tom puso la mochila entre sus rodillas y abrió la caja de herramientas. Extrajo un pequeño rollo de tubo de caucho del calibre ocho. Mientras cortaba con el cuchillo un trozo, manchas de color púrpura destellaban en los límites de su campo visual.
Metió uno de los extremos a través de la válvula de la máscara. El aislamiento se mantuvo pero el contenido del tubo le llenó la boca y le provocó tos y arcadas.
No había tiempo para sutilezas. Trepó por la raíz hasta un punto al alcance del agujero entre las hierbas.
Tom pinchó el tubo por el otro extremo, pero de éste salió agua amarga y aceitosa cuando enderezó la espiral. Agachó la cara pero no pudo evitar tragar un poco. Tenía un sabor horrible.
El endemoniado cierre de la máscara podría purificar el líquido, si no entraba demasiada cantidad.
Tom alargó la mano y puso el tubo sobre la superficie de la estrecha charca, a cuyas profundidades las luces de la batalla enviaban destellos. Succionó el tubo con fuerza, escupiendo limo de un fuerte sabor metálico, intentando desesperadamente desobstruirlo.
Uno de los ardientes rayos centelleó en el agua y quemó sus dedos bajo la superficie de ésta. Luchó contra el impulso de gritar y de apartar su mano del lugar en que había sido dañada. Sentía que su conciencia empezaba a disminuir, y con ella la voluntad de mantener la mano en el agua abrasadora.
Succionó con más fuerza y al fin se vio recompensado por una fina bocanada de aire húmedo y malsano. Tom succionaba del tubo con desesperación. El aire caliente y lleno de vapor sabía a humo, pero sustentaba. Exhaló dentro de la máscara, confiando en que ésta retuviera el oxígeno tan duramente conseguido.
El dolor de sus pulmones remitió y fue sustituido por el tormento de la mano. En el instante preciso en que pensaba que no podría soportarlo más, el calor sofocante del exterior fue perdiendo intensidad, convirtiéndose en un apagado y vacilante resplandor en el cielo.
A pocos metros había otro agujero en las hierbas, donde tal vez podría apoyar el tubo entre dos gruesas raíces sin tener que exponerse él. Tom respiró unas cuantas veces más y luego pinzó el tubo para cerrarlo. Pero antes de que tuviera tiempo de hacer nada más, una intensa luz azul, más brillante que las anteriores, llenó repentinamente el agua proyectando espantosas sombras en todas partes. Se produjo una tremenda detonación, y luego el mar empezó a sacudirle como si se tratara de una muñeca de trapo.
Algo inmenso había golpeado el océano y lo había enfurecido. Su raíz-áncora se soltó del amarre y él cayó en un remolino de cepas que le azotaban.
El torbellino le arrancó la mochila. Trató de agarrarla, y asió el extremo de una de las correas, pero algo le golpeó en la nuca y casi le hizo perder el conocimiento. La mochila desapareció en el ruido y las relampagueantes sombras.
Tom se agazapó como una bola, sus antebrazos protegieron el extremo de la máscara contra los golpes de la vegetación.
Al volver en sí, su primera reacción fue una vaga sorpresa por estar todavía respirando.
Pensó que la mezcla de batalla-tormenta aún continuaba, pero pronto se dio cuenta que el temblor que sentía era el de su propio cuerpo. El rugido en sus oídos era sólo un rugido en sus oídos.
Su brazo izquierdo estaba agarrado a un grueso tronco horizontal. El agua verde y espumosa le llegaba hasta la barbilla, lamiendo las aletas de la máscara. Los pulmones le dolían y el aire estaba enrarecido.
Controló el temblor de su mano derecha y se quitó la máscara dejándola colgada alrededor de su garganta. Los filtros habían evitado el hedor del ozono, pero él inhaló profundamente, agradecidamente.
En el último instante debía haber elegido la inmolación antes que la asfixia y había subido a la superficie. Por fortuna, la batalla terminó justo antes de que él llegase arriba.
Tom luchó contra la tentación de rascarse los ojos que le escocían, el barro que tenía en las manos no les hubiese hecho ningún bien. Obedeciendo alguna orden biorregeneradora, sus ojos se llenaron de lágrimas limpiando así las mucosas que los cegaban.
Cuando pudo ver de nuevo, miró hacia lo alto.
En el norte, el volcán seguía humeando, como siempre. La capa de nubes se había partido de algún modo, revelando numerosas columnas ondulantes de humo multicolor.
Alrededor de Tom, empezaron a surgir de las hierbas pequeños seres reptantes que reanudaban su actividad normal: comer o ser comidos. Ya no había naves de combate en el cielo, quemándose unas a otras con chorros de calor de nova.
Por primera vez, Tom se alegró de la monótona topografía de la alfombra de cepas.
Apenas tenía que elevarse en el agua para ver las diversas columnas de humo esparciéndose lentamente desde las naves destrozadas.
Cuando miró, vio como explotaba un pecio de metal en la lejanía. El sonido le llegó segundos más tarde en una serie de apagadas toses y chasquidos subrayados de modo asincrónico con brillantes destellos. La vaga forma seguía hundiéndose. Tom apartó los ojos de la detonación final. Y cuando volvió a mirar, sólo pudo ver nubes de vapor y percibir un débil susurro desvaneciéndose hasta convertirse en silencio.
En todas partes flotaban fragmentos. Tom giró despacio sobre sí mismo, con una especie de temor reverencial ante la destrucción. Había restos más que suficientes para tratarse de una escaramuza de mediana importancia.
Se rió ante la ironía, a pesar de que la risa le produjo dolor en los pulmones. Los galácticos habían ido todos a investigar una señal de socorro falsificada y llevaron consigo sus enemistades mortales en lo que debía ser una misión de ayuda. Ahora todos habían muerto, y él seguía vivo. No era un capricho fortuito de Ifni sino más bien como una ironía de Dios.
¿Significa que estoy solo de nuevo?, se preguntó. Eso sería divertido. Tantos juegos artificiales y el único superviviente es un humilde humano.
Quizá no por mucho tiempo. La guerra le había ocasionado la pérdida de todas las provisiones que tanto trabajo le costó recuperar. Tom frunció el ceño. ¡Las bombas mensaje! Miró su cinturón y el mundo pareció venírsele abajo. ¡Sólo quedaba uno de los globos! Los otros debieron caer mientras se debatía contra las pegajosas hierbas.
Cuando su mano derecha dejó de temblar, la acercó al cinturón y extrajo la bomba psi, su último vínculo con el Streaker... con Gillian.
Era la bomba verificadora... la que debía enviar si creía que el «Caballo Marino de Troya» tenía que despegar. Ahora habría de escoger entre enviar ésta o no enviar ninguna. Lo único que podía decir era Sí o No.
Sólo desearía saber de quién eran las naves que dispararon contra los tandu.
Volvió a guardar la bomba, y reinició su lento recorrido. En el horizonte noroeste distinguió un pecio que parecía una cascara de huevo aplastada en parte. Aún humeaba, pero al parecer el incendio se había detenido. No se producían explosiones y parecía que no se estaba hundiendo más.