Micaela conocía muy bien al doctor Charcot. Amante de la ópera y fanático de
la divina Four,
habían compartido decenas de veladas y fiestas en París. Sabía de las técnicas del francés, objetadas por la medicina tradicional. El hipnotismo, el mesmerismo y las teorías de un tal Freud constituían sus herramientas para curar. ¿Creería Manoratti que el mal de Eloy no era físico sino psíquico? Micaela calló la amistad con el médico y se limitó a conceder su apoyo a Cáceres sin mayor entusiasmo.
Esa noche durmió mal y de a ratos. Dio vueltas en la cama, atormentada por su matrimonio, por la enfermedad de Eloy y el encuentro con Varzi. A la mañana siguiente, no tenía ganas de levantarse. Cheia la sedujo con un baño de sales que prepararía de inmediato. Se envolvió en la bata y, atraída por los ruidos del exterior, miró a través de la ventana. ¡Qué distinto ese paisaje céntrico al de París! ¡Qué distinto, incluso, al de la casa de su padre! El día, gris y lluvioso, no colaboraba con su desaliento. Odiaba la calle San Martín, angosta y vieja; carretas, galeras y el
tramway
la tornaban intransitable y fragorosa. En medio de la congestión, un tranvía se detuvo frente a su casa, y descubrió con sorpresa que el mayoral tocaba un tango con la corneta. "Es un desperdicio, recordó. Buenos músicos, mucho espacio, la mujer más hermosa que vi alguna vez, y no puedo bailar un tango con ella." "Carlo Varzi, ¿por qué tuve que conocerte?". Volvió la mirada a la habitación y le pareció fea y sórdida.
La lluvia la persuadió de pasar la tarde en casa, y mandó un mensaje a Regina donde declinaba su invitación. El convencimiento de que su amiga comentaría acerca de Varzi le esfumó las pocas ganas que tenía de verla.
Ralikhanta se apersonó en la sala y anunció al señor Harvey. Micaela hizo un mohín, y el sirviente se aproximó para susurrarle:
—Aún no he dicho al señor Harvey que mi señora se encuentra en casa. No debería recibirlo si no se siente bien. Luce pálida. ¿Desea un poco de té?
Micaela le sonrió con ternura.
—Gracias, Ralikhanta, pero voy a recibirlo. Decile que pase.
Al ver a Nathaniel, Micaela se dio cuenta de que acababa de afeitarse y de cortarse el pelo; con seguridad, el traje era nuevo. Al acercarse a ella y besarle la mano, su inclinación desprendió un aroma a lavanda que inundo el espacio a su alrededor.
—Eloy no se encuentra, Nathaniel —informó la joven—. Y estoy segura de que va a volver muy tarde esta noche.
—No vine a ver a Eloy. Vine a verla a usted.
—Ah.
Micaela lo invitó a sentarse en el canapé; ella, en cambio, ocupó el sillón de tres cuerpos, lo más alejada posible. Ralikhanta trajo el servicio de té y lo dejó sobre una mesita, cerca de su señora. Nathaniel aguardó la ausencia del indio para volver a hablar.
—Luce muy hermosa hoy. El verde le sienta más que bien. Realza el color de sus ojos. Gracias —dijo, cuando Micaela le alcanzó la taza—. ¿Podría preguntarle de qué color son sus ojos? Por más que me empeño, no puedo descubrirlo.
—No tienen un color definido. Son como los de mi madre —respondió, sin mirarlo.
—Me parece que son violeta. —Harvey dejó la taza, se ubicó al lado de Micaela y le acercó el rostro—. Sí, definitivamente son violeta, y muy hermosos. Toda usted es hermosa. —Le tomó la mano y se la besó—. Micaela, necesito confesarle que la adoro.
—¡Por favor, señor Harvey! —Y se puso de pie—. Usted es el mejor amigo de mi esposo, ¿cómo es posible una traición como ésta?
—Justamente —afirmó—. Por ser el mejor amigo de su esposo, sé que él no
puede
hacerla feliz. Conmigo, en cambio, podría gozar como nunca imaginó. ¡Ah, Micaela! ¡No puedo reprimir más este deseo! ¡Si fueras mía, ese gesto de tristeza se borraría de tu rostro! ¡Sé mía!
—¡Señor Harvey! ¡He soportado suficiente! Voy a pedirle que deje en este instante mi casa y que no regrese jamás.
—¿Sabes por qué me enloqueces? Porque te resistes. Siempre estás a la defensiva, en actitud huidiza; te quiero atrapar y te me escapas como agua entre los dedos. Me vuelves loco cuando te haces rogar. Como anoche, que no quisiste bailar conmigo. No pude dormir pensando en ti, en tu cuerpo desnudo sobre el mío...
—¡Por Dios! —exclamó Micaela—. ¡Cállese! ¡Deje de decir estupideces y márchese!
—¿Por qué te niegas a ser mi mujer? Eloy no puede ni quiere tocarte. Yo sí. ¡Te deseo, te deseo tanto! Déjame besarte, internarme en tu boca, jugar con tu lengua.
—¡Ralikhanta! —bramó, en el instante en que Harvey intentó avanzar sobre ella.
—Quisiera saber con quién estás acostándote para rechazarme. Lo mataría con mis propias manos.
—Ralikhanta —dijo Micaela, cuando el sirviente se apersonó en la sala—, acompaña al señor Harvey. Ya se va.
—No creas que te libraste de mí —aseguró el inglés, antes de marcharse.
Ralikhanta lo siguió hasta el vestíbulo y trancó la puerta. Volvió donde su señora y la encontró lloriqueando. Imperturbable, le acercó una taza de té.
—Gracias, Ralikhanta —dijo, y bebió—. No quiero que comentes con nadie este penoso incidente.
—
Disculpe mi impertinencia, señora, creo que el señor Cáceres debería enterarse de lo que acaba de suceder.
—No, Ralikhanta. Estoy harta, no quiero saber nada de discusiones y conflictos. ¿Quién sabe la versión de los hechos que Harvey le daría? No, Ralikhanta, no quiero más problemas.
—Está bien, señora, comprendo perfectamente. Mientras el señor Cáceres no esté en la casa, no dejaré entrar al señor Harvey. —Micaela asintió—. Pero déjeme aconsejarle algo. Aléjese de Harvey. Es un mal hombre, perverso y siniestro. No permita que vuelva a acercársele.
Dio media vuelta, recogió el servicio de té y se marchó a la cocina.
Micaela tomó una tarjeta del
secrétaire
y anotó una dirección. Llamó a Ralikhanta y se la entregó.
—Prepara el coche —ordenó a continuación—. Saldremos de inmediato.
—¿A este lugar? —preguntó el indio, y señaló el papel—. Es en la zona sur, señora.
—Ya sé que es en la zona sur, pero tengo asuntos ahí. Como siempre, te pido la mayor discreción. Si Cheia te pregunta, inventas cualquier cosa.
El sirviente se inclinó y abandonó la alcoba. Micaela eligió un sombrero, se calzó los guantes y salió. Ralikhanta la aguardaba con el automóvil encendido.
Paradójicamente, la escena con Harvey la tarde anterior había precipitado la decisión que se disponía a cumplir, y, pese a que su mente defendía los argumentos de costumbre, su sensibilidad proclamaba lo opuesto y la ayudaba a seguir adelante. ¿Qué era lo correcto y qué lo incorrecto? Se había sacrificado en busca del equilibrio y la sensatez. Y, ¿qué había conseguido? ¿El infierno en el que vivía? Después de todo, ¿había habido equilibrio y sensatez en sus decisiones? Creía que sí, pero los hechos mostraban lo contrario. Se merecía su padecimiento. Por cobarde, había actuado desde la mentira. Una vez más, debía pagar su equivocación. ¿Qué había creído, que junto a un hombre que no amaba sería feliz? Quizá el destino, apiadándose de ella, la había unido a un impotente, pues jamás habría soportado que Eloy Cáceres la poseyera.
¿Qué tipo de criterio la había guiado desde su llegada a Buenos Aires? Ni Otilia habría actuado con tanta frivolidad e inmadurez. Ella, que aprendió de Emma a vivir con honestidad, se enredó en un laberinto de mentiras y engaños, y no acertaba con la salida. "¡Estúpida! Sacrificaste lo que más amas por complacer a quién. ¿A tu familia, a la sociedad, a quién? ¿Nunca pensaste en darte el gusto? ¿Nunca se te ocurrió hacerte feliz? ¿Qué pensaste, que contentando al resto vos también te contentarías? ¡Error! Primero sé feliz y después intenta hacer feliz al resto."
Por un momento, su raciocinio ganó la partida y dudó en proseguir. Minutos después, el automóvil aún continuaba rumbo al sur. No sería tan estúpida otra vez. No se dejaría envolver nuevamente por criterios que eran sensatos en apariencia y que tanto daño le habían causado. Últimamente, lo que se suponía sensato y aceptable se presentaba enteramente irracional. Gastón María, Raúl Miguens, Eloy Cáceres, Nathaniel Harvey, hombres con educación y cultura, de dinero y posición, hombres en los que había confiado sólo por esas condiciones, la habían decepcionado. ¿Cuál era la verdad acerca de la naturaleza humana? ¿Las reglas sociales, el nivel económico? En fin, había sido una necia.
—Llegamos —anunció Ralikhanta, y detuvo el coche frente al Carmesí.
Micaela regresó de su intrincada maraña y se asomó por la ventanilla. "¡Ah, qué sensación de bienestar!", proclamó. "¡Otra vez en el Carmesí!".
—¿Va a entrar ahí, señora?
—Sí, Ralikhanta. Espérame afuera.
—Pero, señora...
—Nada de peros. Aguárdame aquí.
Hizo sonar la aldaba y esperó en vano; probó el picaporte y la puerta cedió. Se adentró en el burdel, y, antes de subir las escaleras, observó la sala y advirtió que gran parte del decorado había cambiado. Al llegar al descanso, una mujer le gritó desde la planta baja:
—¡Ey, señorita! ¿Quién es
usté
?
Micaela le explicó que buscaba al señor Varzi.
—¿Al Napo? No, el Napo ya no es el dueño de este lugar.
No pudo hablar por algunos segundos, lapso en el que la mujer insistió en saber quién era.
—¿Cómo que el señor Varzi no es más dueño de este lugar? —atinó, al fin.
—Se lo vendió hace unos meses a mi patrón. Pero si está buscando
laburo,
puede
chamuyar
con él. Seguro que la contrata. ¡
Usté
sí que es una linda
papirusa
!
—¿Podría informarme dónde se encuentra el señor Varzi?
—¡Ni idea! Hace tiempo que no lo vemos por estos lares. Algunos dicen que se va a Napóles. Él es de ahí, ¿sabe?
—¡A Napóles, en medio de la guerra! —pensó en voz alta.
La idea de perder a Carlo la trastornó, y bajó los escalones a duras penas sujetándose de la baranda, mientras la mujer se obstinaba con la posibilidad de un trabajo en el Carmesí. Antes de salir, se lo ocurrió preguntar por Tuli y la demás gente.
—¿Tuli? No tengo idea quién es. Toda la gente que
laburaba
aquí se mandó a mudar cuando el Napo vendió el local. Por más que mi patrón le dijo a las chicas que se quedaran, ninguna aceptó. El asunto del "mocha lenguas" las tenía muy
julepeadas.
Dijeron que iban a buscar
laburo
en Córdoba.
Al trasponer la puerta, miró hacia atrás, y no pudo evitar algunas lágrimas.
—¿Qué le pasó, señora? —se alarmó Ralikhanta.
—Nada, nada. Quiero ir a casa.
—¡Che, Marlene! —llamó alguien por detrás.
—¡Cabecita! —exclamó—. ¿Qué haces aquí?
—Eso que te lo explique el Napo. Lo buscas a él, ¿no?
—Sí, sí, ¿dónde está? ¿Es cierto que quiere volver a Napóles?
—No, todavía no. ¿Querés que te lleve con él?
—Sí, Cabecita, te lo suplico. —Micaela se dirigió a su sirviente—. Ralikhanta, por favor, seguinos con el coche.
Micaela acompañó a Cabecita hasta la cuadra siguiente, donde se hallaba el automóvil con Mudo al volante, y se acomodó en la parte trasera.
—Vamos, Mudo —dijo Cabecita—. Marlene quiere ver al Napo.
Micaela se replegó en el asiento cuando Mudo volteó y le echó un vistazo cargado de ira.
—
Usté
a mí no me gusta ni medio —graznó el gigante—. ¿Por qué no deja al Napo en paz? Ya le hizo suficiente.
—¡Callate, Mudo! —terció Cabecita—. Si el Napo se entera de que la tratas así, te corta las pelotas.
El hombre lanzó un soplido antes de arrancar. Cabecita, sinceramente complacido, se dio vuelta y le sonrió.
—Cabecita, por favor, contame, ¿por qué Carlo vendió el Carmesí?
—¡Uy, el Carmesí y todo lo demás! Vendió todos los burdeles y el cabaret. Lo único que se dejó fue la parte en el Armenonville.
—¿El Armenonville? —se sorprendió la joven.
—Sí, el restaurante que está cerca de tu casa, ¡bah!, de la casa de tu viejo. —Se divirtió con el azoro de Micaela—. ¿De dónde crees que sacaba el Napo la orquídea que te mandaba al Colón? Del vivero que hay ahí.
—¿Los dueños del Armenonville no son...?
—Sí, Lanzavecchia y Loureiro. Lanzavecchia es el testaferro del Napo.
Micaela no salía de su asombro; los misterios de Carlo Varzi sólo conseguían hacerlo más atractivo y deseable. ¿Qué faltaba por conocer?
—¿Adonde me llevan? ¿No vamos a la casa de San Telmo?
—No. Te llevamos al...
—Basta —interrumpió Mudo—. Callate, que el Napo le
chamuye
lo que él quiera. Ya abriste demasiado la
jeta
.
No obstante su interés por saber, Micaela no volvió a preguntar. La ansiedad la consumía y el anhelo de ver a Carlo le aceleraba el pulso. ¿Cómo reaccionaría cuando la tuviese enfrente? ¿La rechazaría? Había sido dura con él en casa de su padre; deseó no haber abierto la boca. Se avergonzó e imploró que Varzi no recordara esas sandeces, aunque le resultó improbable, había enfatizado al decirle que la dejara en paz.
Se dirigían al puerto. Al llegar al muelle, Mudo aparcó cerca de una barraca, y Cabecita le abrió la puerta y le tendió la mano.
—El Napo está ahí —aseguró, e indicó el tinglado del cual entraban y salían estibadores.
En la parte superior del portón, un cartel nuevo rezaba "Varzi S.A. Compañía de exportación e importación." Se asomó al cobertizo, extenso, de altos techos de zinc, lleno de esqueletos de madera y cajas de cartón, que olía a humedad y a encierro. Al poner un pie dentro, con su atuendo elegante y su figura espigada, llamó la atención de los trabajadores. Cabecita pegó un grito y los hizo regresar de inmediato a sus tareas. Cruzaron el galpón sorteando cajas, estibadores y pequeñas grúas, y, al alcanzar el otro extremo del recinto, Cabecita le señaló unas escaleras.
—La oficina del Napo está arriba —acotó, y, con un ademán, le pidió que subiera; luego, dio media vuelta y se perdió tras una pila de cajones.
Entró en la oficina de Carlo y vio a Tuli concentrado en unos libros enormes.
—Hola, Tuli.
—¿Estoy soñando? ¿Marlene, sos vos? ¿Mi Marlene?
—Sí, soy yo.
Avanzó indeciso, con mirada turbia y labios temblorosos, y, a sólo un paso de Micaela, se aferró a ella en medio de exclamaciones; la había echado de menos, la quería.