Marlene (50 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
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Micaela se recuperó, en parte, gracias a un té de boldo y al aire fresco que le aventó la hermana Emilia y pese a los reproches de la superiora, que concluyó su arenga diciendo que no podría volver a visitar al señor Carlos porque resultaba evidente que su presencia lo trastornaba.

—Nunca se había comportado así —remató.

Dejó el hospicio y aún le temblaban las piernas. Contempló el parque desde el pórtico, tranquilo y verde, que contrastaba con la realidad que se desarrollaba puertas adentro. Caminó por un sendero de adoquines que circundaba la edificación y, al llegar a la parte lateral, encontró lo que buscaba: el cuadro que su suegro había arrojado por la ventana. Decidió llevarlo consigo.

Levantó la vista hacia la ventana del cuarto de Cáceres y las restantes de ese ala, y se extrañó de que no tuviesen rejas. El parque, circundado por una tapia no muy alta, ofrecía los mejores escondites, y el portón de rejas de la entrada permanecía abierto de par en par, sin vigilancia. Caminó de prisa hacia el automóvil y le pidió a Ralikhanta que la llevara a su casa, necesitaba hablar con Eloy, le debía muchas explicaciones, no sólo lo de su padre, sino también lo de Charcot. Después, armaría una maleta y se largaría de allí, directo a lo de Carlo, y ya no se compadecería de un hombre que, desde un principio, le había mentido descaradamente.

Durante el viaje, observó con detenimiento a la mujer del cuadro, Silvia, como la había llamado su suegro, hermosa, por cierto, con ojos profundos y rasgados, cabello negro, labios tentadores y un pequeño lunar cerca de la comisura derecha. "Se trataría de otra mujer de la mala vida, que llevaba larga y rizada peluca negra y un lunar dibujado sobre el labio." Las señas de la prostituta asesinada la tarde anterior, la fuerza de su suegro al asirla, la forma en que le había dicho "puta" y la poca seguridad del hospicio la atormentaron el resto del viaje, y la indujeron a pensar que lo mejor sería ir directo a la policía.

"¡Micaela, por amor de Dios, qué estás pensando!", se dijo. No arribaría a semejante conclusión sólo porque un pobre loco le había hablado a una mujer retratada de cabello negro y con un lunar cerca del labio. ¿Cuántas mujeres existían con esas características? Miles, quizá. Era una locura imaginar que su suegro fuese el "mocha lenguas". ¿Y si de veras Carlos Cáceres, en medio de su locura y obsesión por la tal Silvia, asesinaba a las prostitutas? No, resultaba improbable. Más allá de la falta de seguridad del hospicio, tampoco debía de resultar fácil sortear el ejército de enfermeros y enfermeras. Además, ¿cómo haría un pobre desquiciado para llegar a la ciudad y contratar a una prostituta? ¿Con qué dinero? ¿Con qué ropa si tan sólo vestía unos pijamas? ¿Qué mujer desearía acostarse con él? Al verlo, se espantaría asqueada, si parecía un monstruo.

Borró la idea del "mocha lenguas". Sus días en el Carmesí y el recuerdo de Polaquita y Sonia la habían sensibilizado. No podía achacar los asesinatos a cualquiera que se le cruzara. Primero a Mudo, ahora a su suegro, incluso desconfió de Ralikhanta por el simple hecho de haberlo visto una noche en La Boca con una mujer.

No encontró a nadie en la casa. Marita había comenzado su franco, mamá Cheia seguía en lo de su padre y Tomasa no había llegado, pese a haberse cumplido la hora. Buscó a Eloy en la sala y en el comedor, llamó a la puerta de su estudio y de su dormitorio, pero nadie contestó y, en vano, intentó abrirlas, estaban con llave.

—Ralikhanta, vamos a salir de nuevo. Ayer por la tarde dejaste al señor en casa de Harvey, ¿verdad?

—Sí, señora.

—Pues, bien. Llévame ahí que quiero hablar con él.

—¿Prefiere que vaya a buscarlo y...?

—No, Ralikhanta. Ya te dije que prepares el coche; saldremos de inmediato.

Camino a lo de Nathaniel Harvey, Micaela sentía crecer su ira. Eloy Cáceres la había engañado respecto a cosas de vital importancia; lo de su impotencia podía comprenderlo, lo de su padre, también, pero la mentira acerca del doctor Charcot no tenía sentido. ¿Por qué le había dicho que, según el médico francés, existían esperanzas si jamás había hablado con él? Muchas veces le mintió que lo había visitado. Recordó lo feliz que regresaba de los supuestos encuentros con el médico. ¿Qué buscaba Cáceres con esa farsa?

En lo de Harvey, le abrió la puerta un sirviente indio, oscuro y petizo como Ralikhanta, aunque más rollizo y con gesto de pocos amigos.

—¿El señor Cáceres se encuentra aquí? —preguntó en inglés.

—¿Quién lo busca?

—Su esposa —respondió Micaela, de mala manera—. ¿Puedo pasar, sí o no?

—Aguarde un instante, veré si puede atenderla.

Lo apartó de un empujón y se adentró en la casa, y el hombre la siguió chillando en hindi. Micaela cruzó la sala, caminó rápidamente por el corredor y se precipitó en el escritorio de Harvey, donde no halló a nadie. Unas voces y sonrisas la atrajeron, y abrió la puerta de la última habitación. El espectáculo la sobrecogió y se quedó contemplando impávidamente a Eloy y a Nathaniel que retozaban en la cama como amantes. Al advertir su presencia, Harvey se incorporó con indolencia y comenzó a reír. Cáceres, en cambio, abandonó el lecho de un brinco, y Micaela estudió por primera vez la anatomía de su esposo.

—No sos impotente —dijo, como tonta, sin quitar la vista del sexo de Eloy.

El comentario aumentó la hilaridad de Harvey y sacó del estupor a Cáceres, que arrebató una sábana y se cubrió. Caminó hacia ella e intentó tomarla por el brazo.

—No me toques —prorrumpió, y dio un paso atrás.

—Vamos, Micaela —le escuchó decir a Nathaniel—. ¿Por qué no te nos unes? Sería divertido los tres juntos en la cama. Sabes muy bien que te deseo desde hace tiempo.

—¡Callate! —ordenó Eloy, y dirigiéndose a ella, le suplicó que le permitiera explicarle.

Micaela salió corriendo hacia la calle. Humillada, con el estómago revuelto y la mente aturdida, se largó a llorar en medio de la vereda. Ralikhanta bajó del automóvil y le alcanzó un pañuelo; la tomó por los hombros y la ayudó a subir al coche.

El calor del mediodía no colaboraba; había sufrido demasiadas impresiones y no recordaba mañana más espantosa que ésa. Sacó el frasco de perfume, inspiró profundamente y se refrescó la cara con el abanico. No la vencerían las circunstancias: la idea de huir y refugiarse en los brazos de Carlo la mantuvo erguida y con la cabeza en funcionamiento. Ya no necesitaba respuestas, no le interesaba conocer el porqué de tanto engaño y enredo. ¡Que Eloy hiciera con su vida lo que quisiera! Ella sabría qué hacer con la suya.

Temía que Cáceres llegara a la casa antes de que pudiese escapar, no quería cruzárselo. Metió en un bolso las cosas esenciales, rápidamente, con nerviosismo, y le dijo a Ralikhanta que volvería por el resto.

—Lo último que te pido, Ralikhanta —dijo.

—Lo que quiera, señora.

—Llévame a casa de Carlo.

El indio tomó el bolso y juntos dejaron la recámara. Se toparon con Cáceres en el pasillo, que, con un movimiento de cabeza, le ordenó a Ralikhanta que desapareciera. El sirviente se marchó a paso rápido.

—¿Adonde te crees que vas? —se dirigió a Micaela.

—Eso no te importa.

—Claro que me importa, sos mi esposa.

—Error —aclaró—.
Era
tu esposa, o, mejor dicho, nunca lo fui. —E intentó avanzar, pero Cáceres se lo impidió—. ¡Déjame pasar! ¡No me toques! ¡Soltame!

La tomó por la cintura y le estampó un beso en los labios. La aprisionó contra la pared, le subió la falda, le arrancó la bombacha con brutalidad y le hundió la mano en la entrepierna. Micaela pegó un grito que se mezcló con la risotada de él.

—¿Así te acaricia Varzi? —Y le sobó los pechos, sin hacer caso de los alaridos de ella—. Te gusta, ¿eh? Como buena puta que sos, te encanta.

Ipso facto,
le propinó un golpe y la sostuvo desvanecida en sus brazos.

—¡Ralikhanta! —vociferó.

El indio regresó corriendo y se detuvo en seco al ver a su señora inconsciente y con la nariz sangrando.

—¡Abrí mi despacho! ¡Rápido, no te quedes mirando como idiota!

Ralikhanta sacó un manojo de llaves y abrió la puerta.

—Ahora el escotillón —ordenó Cáceres, una vez que estuvieron dentro.

—¿El escotillón? —repitió el indio, con voz temblorosa.

Cáceres lo fulminó de un vistazo. Ralikhanta enrolló la alfombra que cubría el centro de la habitación y reveló una puerta en el suelo. Le quitó el cerrojo y la levantó con esfuerzo. Eloy, con Micaela en brazos y el sirviente por detrás, descendió al sótano.

Carlo despertó súbitamente sobre el escritorio de su oficina. Medio dormido todavía, miró a su alrededor y trató de entender dónde se hallaba. No le tomó mucho tiempo recordar la desazón después de que Micaela dejara su casa. El resto de la tarde había deambulado por el puerto, con su pena a cuestas, sin conseguir sosiego; buscó una salida en el trabajo y se afanó en los documentos y expedientes de su compañía la noche entera, hasta que el cansancio lo venció y se quedó dormido sobre el escritorio. Nadie lo había despertado, pues era sábado, día de franco para sus empleados.

Le dolía cada hueso, y los cuestionamientos y las dudas continuaban atormentándole el corazón. Sucio y con hambre, decidió regresar a la casa para darse un baño y comer algo decente. Miró el reloj: las doce del mediodía. Frida estaría preocupada, ya se había desacostumbrado a su vida de calavera. En la sala de la casona de San Telmo lo esperaban Mudo y Cabecita. Frida le salió al encuentro con cara de desconsuelo y le recibió el saco.

—¿Qué pasa?—preguntó Carlo.

—¿Dónde te metiste, Napo? Ayer estuvimos buscándote todo la tarde y toda la noche.

—¿Qué pasa?—insistió, a punto de perder la paciencia.

—Se trata del chofer de Marlene —dijo Mudo—. Estamos seguros de que es el "mocha lenguas".

Carlo los apremió y, rápidamente, le expusieron los hechos del día anterior.

—No queda duda —concluyó Varzi—. Es él.

—Nosotros nos dedicamos a buscarte —explicó Cabecita—, y le dijimos a Jorge y a Ecuménico que vigilaran de cerca a Marlene. No debe de haber pasado nada, porque los muchachos no dieron señales todavía.

Carlo no quería perder tiempo, aunque fuera de los pelos, sacaría a Micaela de lo de Cáceres y se la llevaría con él, ya no tendría miramientos y le importaba un carajo la lástima que pudiera sentir por ese impotente de mierda, que la había puesto en manos de un asesino macabro.

—¡Puta, Marlene! —exclamó, y pateó un mueble—. Te dije que ese indio no me gustaba.

—Bueno, Carlo —intercedió Frida—. Ahora no es momento para reproches. Vayan a buscarla y tráiganla sana y salva.

Llamaron a la puerta, y Frida se apresuró a abrir. Jorge y Ecuménico entraron en la sala.

—¿Alguna novedad? —preguntó Carlo, con ansiedad.

—Algo pasa en lo de Marlene —dijo Ecuménico—. Hace un rato, llegó llorando. Después, apareció el marido, con cara de desesperado. Se metió en la casa, y ninguno volvió a salir. A Jorge y a mí este revuelo nos huele mal.

—¿Y el chofer? —se desesperó Varzi.

—Todo el tiempo con ella. Esta mañana la llevó y la trajo a todas partes. Siempre con ella.

—¿Y no trataron de entrar a la casa para ver qué pasaba? —preguntó Carlo, con la paciencia en un hilo.

—Sí, pero no había por dónde —explicó Ecuménico—. Todo estaba cerrado, y no nos animamos a forzar la cerradura.

—Es la casa del Canciller —apostilló Jorge.

—¡La puta que los parió, maricones de mierda! —vociferó Carlo, y los matones dieron un paso hacia atrás—. ¡Cagones, la dejaron sola en esa casa con el "mocha lenguas"!

Micaela volvió en sí, confundida y llena de dolores. Ralikhanta le ataba las manos, y se dio cuenta de que ya había hecho lo mismo con los pies. Miró a su alrededor, un lugar dantesco que le erizó la piel, oscuro y sucio, que hedía y la asfixiaba, y le recrudecía los deseos de vomitar. Tenía sed.

—¿Qué estás haciendo? ¿Por qué me atas?

El indio miró hacia la escalera que comunicaba con el despacho de Eloy y le pidió silencio.

—Ralikhanta, ayúdame —farfulló—. Por amor de Dios, sácame de aquí.

—No puedo.

—¿Dónde está Eloy?

—No sé, en su dormitorio, creo.

—Y yo, ¿dónde estoy?

—En el sótano de la casa.

—¡Por favor, Ralikhanta, sácame de aquí!

—Ralikhanta sabe lo que le conviene —prorrumpió Cáceres, desde la escalera—. Traicionarme sería la decisión más estúpida de su vida. ¿No es así, Ralikhanta?

El sirviente lo miró con desprecio. Eloy terminó de bajar, encendió una luz y se acercó a Micaela; la tomó por la barbilla y le estudió el golpe.

—Fui una bestia —aceptó—. Una piel hermosa como la tuya, con semejante cardenal. —La soltó con torpeza—. Veo que estuviste de visita en el hospicio —comentó, mientras sostenía el cuadro que el viejo Cáceres había arrojado al vacío—. Me pregunto cómo hiciste para quitarle el retrato de mi madre.

—Eloy, por favor —suplicó Micaela—. ¿Qué te pasa? No te reconozco. Desátame, te lo ruego, las cuerdas están haciéndome daño. Nosotros siempre nos respetamos y nos tuvimos afecto, no terminemos así, podemos llegar a un acuerdo. Yo no tengo intenciones de perjudicarte ni de juzgarte, nadie se enterará de lo de Harvey...

Cáceres la interrumpió con una risotada. Volvió a acercársele y Micaela se contrajo, presa del pánico.

—Estaba dispuesto a cambiar —dijo, repentinamente serio—, por vos, estaba dispuesto a hacerlo. Ya había dejado a Harvey, pero tu traición me hizo volver a sus brazos. —Le propinó una bofetada de revés, que la dejó semiinconsciente—. Trae agua —ordenó a Ralikhanta.

Se quedó contemplándola mientras esperaba al indio y, por un instante, el gesto se le suavizó. De rodillas al lado de Micaela, le limpió la sangre con un pañuelo y le besó los labios. Escuchó los pasos de Ralikhanta y se puso de pie con presteza. Recibió la jarra con agua y se la arrojó brutalmente a la cara. Despertó medio ahogada y, al tomar contacto con la realidad y comprender que no se trataba de una pesadilla, se puso a llorar.

—No llores, querida —pidió Eloy, sarcásticamente—, pronto terminará todo.

—Señor, por favor —suplicó Ralikhanta, y se atrevió a aproximársele—. Déjela, señor.

—¡Callate! —rugió Cáceres—. Todavía no me cobré tu traición. Siempre supiste que me engañaba con Varzi y me lo ocultaste. Fuiste su cómplice. Más tarde arreglaremos cuentas. Ahora, anda arriba y no dejes que nadie entre en la casa. Si llega Tomasa, le das el día libre, y con Cheia, a ver qué se te ocurre para mantener lejos a esa negra.

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