Marlene (52 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
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Capítulo XXXIII

El doctor Joaquín Valverde no tenía esperanzas de que Micaela viviese: el puñal le había rozado el estómago, la debilidad a causa de la profusa pérdida de sangre la tornaba vulnerable y la fiebre alta hacía temer una infección. Recomendó no moverla ni trasladarla, y la joven permaneció inconsciente en la habitación de la casa que había sido su prisión.

Nadie consiguió apartar a Carlo de su lado, ni siquiera la policía, que intentó llevarlo para tomarle declaración, circunstancia en la que intervino el comisario, amigo de Varzi de su época de
cafishio,
y lo hizo interrogar en la casa de la calle San Martín. Los hechos descriptos por Carlo coincidieron con los de Mudo, Cabecita y Ralikhanta, y la contundencia de las restantes pruebas desató un escándalo que ni los hilos ni los contactos del senador Urtiaga Four habrían podido frenar. De todas maneras, Rafael se abstuvo y no movió un dedo para ayudar a su yerno ni para detener a la prensa; durante esos días prácticamente no habló, sólo cruzó palabras con Cheia y el doctor Valverde, a Varzi lo miraba de reojo, y no pidió explicaciones, solo comprendió que se trataba del amante de su hija; tiempo después, luego de contemplarlo largo y tendido, lo reconoció como al amigote de Gastón María que había asistido a su fiesta de cumpleaños.

Moreschi se hundió en un sillón de la sala a llorar. Cada tanto, agitaba el pañuelo y vociferaba: "¡Por qué a ella! ¡Por qué!", ocasiones en que Cheia lo ayudaba a emerger de su postración, lo llevaba a la cocina, le preparaba un café bien cargado y, para distraerlo, le pedía que le contase de Micaela, de sus años en París y de sus fechorías con
soeur
Emma.

—Ella es todo lo que tengo —le confesó Moreschi en una oportunidad, en medio del llanto.

Mamá Cheia no intentó calmarlo esa vez, tomó asiento a su lado y se aflojó en un mar de lágrimas.

Otilia llegó a la casa de su sobrino y vociferó en medio de la sala que no era justo, que había un error, que resultaba imposible que su adorado Eloy fuese el despreciable "mocha lenguas", que ésa era una treta de los radicales para desprestigiarlo, ¡cómo no se daban cuenta!, si Eloy era el hombre más bueno de la tierra, incapaz de matar a una mosca. Urtiaga Four la mandó callar y le pidió que se fuera. Otilia se encerró en la mansión de la Avenida Alvear y pasó días echada en la cama, con trapos fríos en la frente y una botella de láudano sobre la mesa de luz. A diario le pedía al ama de llaves que le leyera el periódico, aunque no alcanzaba a escuchar tres líneas que, presa de un ataque de nervios, se lo arrebataba, lo hacía un bollo y lo arrojaba contra la pared; a gritos aseguraba que se trataba de una infamia. Otilia soportó otra humillación cuando la policía la buscó en la mansión para interrogarla, y debió confesar que su hermano Carlos se encontraba con vida en un hospicio del barrio de Flores. Después de aquello, armó sus valijas, dejó la casa de su esposo y nunca más se supo de ella.

Nathaniel Harvey fue detenido hasta que probó que nada tenía que ver con los asesinatos de las prostitutas. Según declaró, había conocido a Cáceres en la India mientras trabajaban para la misma compañía y, después de una grave enfermedad, el estigma de su esterilidad y la ruptura con su prometida Fanny Sharpe, Eloy había encontrado consuelo entre sus brazos.

—Sólo somos amantes —apostilló el inglés.

Esta declaración complicó la situación del inculpado y aportó datos valiosos a los siquiatras encargados del trazado del perfil del "mocha lenguas", a quien no dudaron en catalogar de morboso, un alienado moral, un hombre desquiciado que, por sobre todo, aseguraba amar profundamente a su esposa. Finalmente, Harvey, despedido de la compañía ferroviaria, partió hacia México.

Ralikhanta era cómplice, su participación en los crímenes había sido fundamental para llevarlos a cabo y, más allá de que había actuado bajo presión, eso tenía sin cuidado a la Justicia. Terminó condenado a siete años de reclusión, sentencia que luego se redujo gracias a la colaboración que había prestado para esclarecer los hechos.

Gastón María llegó solo a Buenos Aires. A diferencia del resto, él no se había dejado engatusar por las maneras refinadas, la cultura vasta y la prometedora carrera política de Eloy y, a pesar de que durante el viaje en tren hacia la ciudad se encargó de dar forma a su rabia y resentimiento, convencido de que nada habría sucedido si lo hubiesen escuchado cuando él advertía sobre la falsedad de Cáceres, al cruzar la puerta de la casa de su hermana y ver a su padre demacrado y serio, a Moreschi llorando en un sillón y a Cheia prendiéndole velas a Santa Rita, le temblaron los labios y no quedó rastro de su ira.

—Hijito —musitó la nana, y lo apachurró entre sus brazos, como cuando niño.

—Quiero verla, mamá.

—Tu hermana no está sola, querido, el señor Varzi está con ella.

—¿El señor Varzi?

—Tu cuñado. Tu hermana y él hace tiempo son amantes.

Gastón María se inmutó. Mamá Cheia lo guió hasta la cocina y, al igual que a Moreschi, lo reanimó con café y masitas dulces. Empezó a recordarle los días de su infancia, cuando él y Micaela, en medio de la pesadumbre y el silencio de la casona del Paseo de Julio, se empeñaban en diabluras que a ella le sacaban canas verdes. Cheia no soslayó el recuerdo de la señora Isabel, ni olvidó mencionar el desconcierto y la pena que reinaron entre los Urtiaga Four después de su muerte.

—La tristeza que sintió tu hermana cuando te enviaron a estudiar a Córdoba no pudo compararse con la tuya, querido, que siempre fuiste más desaprensivo y egoísta. La pobre Micaela era un trapito, lloraba por los rincones y me decía que no quería ir a Suiza. ¿No puedo estudiar en Córdoba, mamá Cheia?, me preguntaba.

—Yo adoro a Micaela, mamá.

—Claro que la adoras, pero ella es más noble y habría dado la vida por vos, como casi lo hizo la noche que Pascualito te trajo medio muerto con ese tajo en la panza.

Cheia se explayó en las circunstancias que unieron a Varzi y a Micaela, y ya sin recelos de la devoción de Carlo por su niña, suavizó aquellas donde el hombre había sido un patán y realzó las que lo reivindicaban. Gastón María siguió la historia sin abrir la boca y, después de que su nana hubo terminado, le repitió que deseaba ver a Micaela. Al entrar en la recámara y encontrar a su cuñado de rodillas junto a la cama, con la cara hundida en el cabello de su hermana, Gastón María pensó que jamás se acostumbraría.

—Señor Varzi —llamó Cheia.

Carlo y Gastón María intercambiaron miradas elocuentes antes de que Varzi se apartara de la cama y, con una seña, lo invitara a acercársele.

La mañana del tercer día, Joaquín Valverde llamó aparte a Varzi y al senador Urtiaga Four y les comunicó que si la condición de Micaela no mejoraba en las horas subsiguientes, no había esperanzas. Rafael se cubrió el rostro y sollozó amargamente. Carlo, en cambio, abandonó la casa y le pidió a sus hombres que lo llevaran a San Telmo.

Apenas si respondió a la catarata de preguntas que le soltó Frida en el vestíbulo y se encerró en su habitación. Se quitó la ropa, que apestaba, se lavó, se afeitó, se perfumó y se vistió nuevamente. Abrió una caja de hierro y sacó la pistola. La contempló con cuidado y verificó que estuviese cargada; se la calzó en la cintura y se puso el saco. De regreso a lo de Micaela, Cheia lo detuvo en el recibo.

—El señor Rafael mandó llamar a dos médicos de su confianza, el doctor Cuenca y el doctor Bartoli, y están con Joaquín Valverde revisando a mi niña.

Carlo entró en el dormitorio sin llamar y Joaquín se adelantó para ponerlo al tanto de las novedades, mientras sus colegas auscultaban a Micaela.

—El doctor Cuenca ha propuesto una nueva medicina y ya hemos enviado a Gastón María con el boticario. Si la fórmula de Cuenca resulta, como creemos, la fiebre deberá remitir entre esta noche y mañana por la mañana.

Le suministraron el nuevo medicamento, le limpiaron la herida y le tomaron el pulso; los médicos debatieron unos minutos más hasta que, atraídos por la invitación de Cheia, dejaron la recámara en busca de una taza de café. Urtiaga Four permaneció al lado de su hija, le sostenía la mano y la miraba con abatimiento.

—Es igual a su madre —dijo, al rato.

Carlo se acercó y le palmeó el hombro. El viejo lucía cansado, tenía ojeras y el semblante pálido y, al igual que el resto, hacía tres días que no comía algo sustancioso ni dormía dos horas seguidas.

—Usted está muy cansado, señor —dijo Carlo—. Mejor le pide a Cheia que le prepare una comida decente y, después, se recuesta un rato.

Varzi lo ayudó a incorporarse y lo acompañó hasta la puerta. Antes de salir, Rafael volvió a mirar a su hija.

—¿Usted cree que también la pierda a ella?

Carlo no pudo responderle, él mismo se lo preguntaba a cada instante y, como no acostumbraba a mentir por compasión, se limitó a insistir en una buena comida y en un descanso reparador. El viejo abandonó el dormitorio arrastrando los pies.

Varzi retornó junto al lecho y se arrodilló a la cabecera, besó los labios ardientes de Micaela y le tomó la mano.

—Amor mío —dijo—. Ya se fueron los médicos. Deseaba tanto que nos dejaran solos; tenía ganas de hablar con vos. Aquí estamos, esperando que te mejores, hasta Gastón María, que vino solo del campo; dice que Gioacchina y Francisquito están bien. También te esperan Moreschi, Cheia y tu padre. Cheia ya debe de haber rezado más de cien rosarios y le prende velas a una santa. —Se mantuvo callado, y una sonrisa le despuntó en los labios—. Estás tan linda, como siempre. No me voy a olvidar jamás, me dejaste sin aliento la noche que te presentaste con las joyas a pagar la deuda de tu hermano. Si no hubiese sabido que eras una
bienuda,
te habría hecho mi mujer en ese momento. Tuve que contenerme mucho, ¿sabes? Y los días que siguieron me devané los sesos maquinando algo para traerte hasta mí. Y después, cuando cantabas en el Carmesí, que todos los hombres te miraban y te deseaban, me moría de celos porque no quería compartirte con nadie, te quería solamente para mí. Y cuando pasó lo de Miguens, me odié por haberte expuesto tan inútilmente, aunque no había tenido otra alternativa, vos no me habrías dado bolilla; yo era un
cafishio
y vos, una reina. Y lo seguís siendo, mi amor, la reina de mi vida, y si vos decidís no despertar, yo no tengo nada que hacer aquí. Te voy a seguir. —Se quitó la pistola de la cintura y la guardó en el cajón de la mesa de noche—. Una vez me prometiste que nunca tendría que vivir en este mundo si vos no estabas en él. ¿No vas a cumplir tu palabra, Marlene?

Rafael entró en la habitación, seguido de su hermano Santiago, el monseñor, y de Cheia, que lloriqueaba. Varzi miró al sacerdote con mala cara.

—Los médicos recomendaron suministrarle la Extremaunción —explicó Rafael—. No creen que pase de esta noche.

Varzi se interpuso entre Micaela y su tío, enfurecido por la resignación de Urtiaga Four y de la nana.

—¡No! —exclamó—. No se va a morir. Puede volver a su iglesia —dijo a Santiago—. Aquí no lo necesitamos.

Cheia se adelantó y lo tomó por el brazo.

—Venga, señor Varzi, deje que el señor Rafael cumpla con sus creencias.

Varzi la contempló con rabia, pero la dulzura de los ojos de la negra le suavizaron el corazón y salió de la habitación detrás de ella.

—¿Sabe, señor Varzi? —dijo Chcia, en el corredor—. Mi señor Rafael siente que le debe mucho a su hija; no le impida la posibilidad de tranquilizar su conciencia aunque más no sea en esto.

Lo llevó a la cocina y, al igual que al resto, lo reconfortó con café y masas. Luego se sentó a bordar para Francisquito, mientras le contaba de Micaela, de cuando era niña y todos en la familia pensaban que era poquita cosa...

—...porque era flaquita, debilucha y calladita, pero yo sabía bien que mi niña iba a ser una gran mujer, como su madre, ¡no! más hermosa todavía y más inteligente. ¿No vio cómo la aplauden en el teatro? ¿Alguna vez la vio? —Carlo asintió, con una sonrisa—. Fue una monja del internado,
soeur Emma.
se llamaba, la que le descubrió el talento. Cuando Micaela era chiquita le gustaba cantar. La institutriz francesa,
mademoiselle
Duplais, les enseñaba canciones, que Gastón María nunca aprendía. Mi niña, en cambio, las cantaba en voz bajita todo el día porque la señora Isabel estaba enferma en cama y no se podía hacer ruido. ¡Ay, mis niños! Sólo yo sé lo que sufrieron. El señor Rafael parecía estúpido después de la muerte de su esposa, y no se le ocurrió mejor idea que enviarlos lejos. Gastón María estuvo de vuelta al poco tiempo; lo echaron del colegio de Córdoba y el señor pensó que sería mejor tenerlo cerca, para vigilarlo. Micaela, en cambio, nunca volvió, estuvo quince años ausente. El señor Rafael la visitó poco, y a mí me dejó ir un par de veces. ¡Quince años! A veces me pregunto por qué volvió. Después de la muerte de
soeur
Emma, se tomó el primer barco y regresó. Aunque se lo había pedido muchas veces a Santa Rita, pensé que Micaela jamás regresaría, y ya me había hecho a la idea de morirme sin volver a verla, porque mis huesos no estaban para otro viaje tan largo. —Cheia levantó la mirada de su labor y la fijó en Carlo—. Quizá regresó para conocerlo a usted, señor Varzi. ¡Quién sabe! —suspiró, y retornó al bordado—. ¿Nunca le contó Micaela lo del gatito? —Varzi negó con la cabeza—. ¡Ah, con ese dichoso gato envejecí diez años en diez días! Lo encontró en la plaza, todo sarnoso y lastimado, y, para que
mademoiselle
no lo viera, lo trajo hasta la casa escondido debajo de la ropa. Me pasé días sacándole piojos y poniéndole azul de metileno en la sarna. Lo acomodó en una caja de manzanas en la piecita del fondo, y le puso Miguelito en honor a mi bebé muerto. ¿Puede creerlo? Así era ella. Con todo, el pobre bicho se murió sin más remedio, y tuve que donar mi costurero para ataúd. ¡Imagínese, una caja hermosa de madera, que me habían regalado con bombones, terminó siendo el ataúd de un gatito sarnoso! Pero mis niños podían sacarme cualquier cosa cuando me hacían pucheros. ¡Y ese día me dio tanta lástima! Venía llorando con el gatito muerto entre los brazos y Gastón María haciéndole burlas por detrás. Y se empeñó en mi costurero, siempre le había gustado porque tenía unos dibujitos muy bonitos. Lo enterramos en un macetero del patio principal, a la siesta, mientras el señor Rafael y
mademoiselle
Duplais dormían. ¡Hasta me hizo rezar un rosario! ¿Habrá sido pecado? Nunca me animé a confesárselo al padrecito Miguel porque me daba vergüenza. ¿Usted cree que haya sido pecado? ¡Bah, pasaron tantos años que ni Dios debe de acordarse!

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