Marley y yo (22 page)

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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

BOOK: Marley y yo
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—¡Corten!

Y así pasó el primer día de filmación.
Marley
era un desastre rematado y sin salvación posible. Yo, por una parte, me puse a la defensiva —Bueno,
¿y qué esperan si es gratis?
—, y, por otra, me sentí mortificado. Miraba de soslayo a los miembros del equipo y del elenco de la película y podía ver con claridad lo que expresaban sus rostros:
¿De dónde habrá salido este animal, y cómo podemos deshacernos de él?
A final del día, uno de los asistentes se nos acercó, carpeta en mano, y nos dijo que todavía no se había decidido qué escenas se filmarían al día siguiente. «No vengáis mañana —dijo—. Os llamaremos si necesitamos a
Marley
.» Y para asegurarse de que no pudiera haber ninguna confusión, repitió: «A menos que os llamemos, no hace falta que vengáis. ¿Vale?» Sí, vale, lo he entendido a la perfección. Gosse había enviado a su subalterno a hacer el trabajo sucio. La fulgurante carrera artística de
Marley
se había acabado. Y no podía culparlos. Con la posible excepción de esa escena en
Los diez mandamientos
, en la que Charlton Heston parte en dos el mar Rojo,
Marley
había provocado la mayor pesadilla logística en la historia del cine, había causado un gasto de quién sabe cuántos miles de dólares en demoras innecesarias y en rollos de película desperdiciados, había baboseado incontables disfraces, devorado las tapas que había sobre la mesa y casi tumbado una cámara de treinta mil dólares. Prescindiendo de nosotros, reducían costes. Era la vieja historia del descartado: «No me llames, yo te llamaré.» «
Marley
—le dije cuando llegamos a casa—, tuviste tu gran oportunidad, y la echaste a perder.»

Al día siguiente por la mañana, cuando yo aún lamentaba que los sueños del estrellato se hubieran hecho añicos, sonó el teléfono. Era el asistente de Gosse para pedirnos que llevásemos a
Marley
al hotel lo antes posible.

—¿Quieres decir que contáis con él otra vez? —pregunté con incredulidad.

—Y ya mismo. Bob lo quiere para la próxima escena —me respondió el hombre.

Llegué media hora tarde, sin creer aún del todo que habían vuelto a invitarnos. Gosse estaba que no cabía en sí. Había visto lo que había rodado el día anterior, y no podía estar más contento.

—¡El perro estaba histérico! —dijo hablando con rapidez—. Pero hilarante. ¡Es un loco genial!

Yo sentí que me crecía, que sacaba pecho de pura satisfacción.

—Siempre supimos que era un actor nato —dijo Jenny.

La filmación se prolongó durante unos cuantos días más en Lake Worth, y
Marley
siguió estando a la altura de las circunstancias. Jenny y yo íbamos y veníamos por el entorno de lugar de filmación junto con otros padres de actores y curiosos, charlando, cambiando impresiones y callando precipitadamente cuando oíamos gritar: «¡Preparado el plató!», y retomando la charla cuando se oía el acostumbrado «¡Corten!». Jenny incluso se las ingenió para que Gary Carter y Dave Winfield, las estrellas de béisbol que hacían una corta aparición en la película, firmaran una pelota de béisbol para cada uno de nuestros hijos.

Marley
ya daba lengüetadas al estrellato. Los miembros del equipo, en especial las mujeres, se derretían con él. Hacía un calor de los demonios, y a uno de los asistentes le asignaron la tarea exclusiva de seguir a
Marley
con un bol y una botella de agua fresca para hacerle beber cuanta quisiera. Al parecer, todos le daban comida de la que había en la mesa. En una ocasión, lo dejé con la gente del equipo por un par de horas, mientras iba hasta mi oficina, y cuando regresé lo encontré tirado boca arriba, con las cuatro patas en el aire, dejando que una maquilladora rabiosamente bonita le acariciase la barriga. «¡Es tan amoroso…!», dijo la chica en tono de arrullo.

El estrellato también se me estaba subiendo a la cabeza. Empecé a presentarme como el «entrenador de
Marley
, el perro» y a dejar caer comentarios por el estilo de: «Para su próxima película, esperamos que le asignen un papel en el que ladre.» Durante un descanso del rodaje, fui al vestíbulo del hotel para hablar por teléfono.
Marley
no llevaba la correa puesta y andaba por ahí cerca, oliendo los muebles. Un conserje, que al parecer confundió a mi estrella con un perro de la calle, lo interceptó y trató de sacarlo por la puerta principal.

—¡Vete a casa! —le decía regañándolo—. Venga, vete…

—¿Se puede saber qué hace? —le pregunté, tapando el auricular con una mano y mirando al conserje con la mayor dureza posible—. ¿Acaso no sabe con quién habla?

Pasamos cuatro días seguidos en el plató y cuando llegó el momento en que nos dijeron que ya habían rodado todas las escenas en las que debía aparecer
Marley
y ya no necesitaban sus servicios, Jenny y yo nos sentíamos miembros de la familia de la Shooting Gallery. Sí, ya lo sé: éramos los únicos que trabajaban gratis, pero de todas maneras éramos miembros de ella.

—¡Os queremos, chicos! —gritó Jenny a todo el que quisiera oírlo, mientras subíamos a
Marley
a la camioneta—. Nos costará esperar a que acabéis de filmarlo todo.

¡Y vaya si esperamos! Uno de los productores nos dijo que dejásemos pasar unos ocho meses y que entonces los llamásemos para que nos enviasen una copia de la película. Pero ocho meses después, cuando llamé, me atendió una recepcionista que me pidió que esperase y cuando volvió al teléfono, varios minutos más tarde, me sugirió que llamase dentro de dos meses. Dejé pasar el tiempo sugerido y volví a llamar, pero tuve que volver a hacerlo más adelante —y así varias veces—, porque siempre posponían el asunto. Empecé a sentirme como un acosador y pude imaginarme que la recepcionista, cada vez que yo llamaba, cubría el auricular con una mano y decía a Gosse: «Es otra vez el dueño del perro loco. ¿Qué quieres que le diga esta vez?»

Pasado un tiempo, dejé de llamar. Me resigné a que nunca veríamos la película, convencido de que tampoco la vería nadie más, de que habían abandonado el proyecto en la sala de edición debido al enorme desafío que constituía desmontar o modificar las escena donde aparecía ese maldito perro. Pasaron dos años antes de tener la oportunidad de ver las habilidades interpretativas de
Marley
.

Me encontraba en una de las tiendas de Blockbuster cuando por pura casualidad le pregunté a un empleado si sabía algo de una película titulada The Last Home Run, y descubrí que no sólo sabía algo, sino que la tenía. De hecho, como por arte del destino, nadie se había llevado nunca ni una sola copia.

Mucho tiempo después me enteré de la triste historia. Como la Shooting Gallery fue incapaz de conseguir un distribuidor nacional para la película, el filme tuvo el más innoble de los destinos cinematográficos: estrenarse directamente en vídeo. Pero a mí eso me importó un rábano. Corrí a casa y llamé a Jenny y a los chicos para que se pusieran frente a la pantalla del televisor. En suma,
Marley
aparecía durante menos de dos minutos, pero debo decir que esos dos minutos fueron los más animados de toda la película. ¡Cómo nos reímos! ¡Cómo gritamos! ¡Cómo lo aclamamos!

—¡Waddy! ¡Ése tú! —chillaba Conor.

—¡Somos famosos! —gritaba Patrick.

Marley
, que nunca fue dado a alardear, se mostró imperturbable. Bostezó varias veces y se deslizó por el suelo hasta quedar debajo de la mesa camilla. Al final, cuando pasaron la ficha técnica de la película,
Marley
dormía como un ceporro.

Conteniendo el aliento, veíamos pasar los nombres de todos los actores bípedos y, por un momento, pensamos que nuestro perro no sería merecedor de figurar en la lista, pero no fue así. Allí estaba su nombre, escrito en letras grandes para que lo viera todo el mundo: «
Marley
, el perro… interpretándose a sí mismo.»

17. En la tierra de Bocahontas

Un mes después de acabarse el rodaje de
The Last Home Run
, nos despedimos de West Palm Beach y todos los recuerdos que encerraba. Aunque había habido dos asesinatos más a dos manzanas de casa, no fue el crimen lo que nos alejó de nuestra casita de la calle Churchill, sino el hacinamiento. Con dos críos y todos los pertrechos que necesitan, apenas quedaba lugar libre en la casa, cuyo aspecto tenía ya un cierto aire de filial de Toys “R” Us.
Marley
pesaba unos cuarenta y cinco kilos y no podía girar el cuerpo sin tirar algo en su entorno. Como la casa tenía dos dormitorios, pensamos, muy tontamente, que los chicos podían compartir uno de ellos, pero cuando descubrimos que lo único que hacían era despertarse uno al otro, duplicando nuestras excursiones nocturnas, pusimos a Conor en un espacio angosto que había entre el garaje y la cocina. El lugar era oficialmente «mi despacho», donde yo tocaba la guitarra y me dedicaba a controlar y pagar las cuentas, pero para quien lo viera no había manera de disimularlo: habíamos puesto a nuestro bebé en un pasadizo cubierto. Y sonaba terrible. Un pasadizo es algo un poco mejor que un garaje, que a su vez es casi un sinónimo de granero, pero ¿qué clase de padres criarían a su hijo en un granero? Además, un pasadizo es abierto, por lo cual está expuesto a cuanto elemento traiga consigo el viento, como polvo, alérgenos, insectos y murciélagos, y también criminales y pervertidos. El pasadizo era el lugar donde uno esperaba encontrar los cubos de la basura y las zapatillas de tenis mojadas. De hecho, era el sitio donde poníamos la comida de
Marley
y sus cubos de agua y donde siguieron estando, pese a que se convirtió en la residencia de Conor, y no porque el lugar fuera sólo apto para animales, sino porque sencillamente
Marley
contaba con que allí estuviesen su comida y su agua.

El pasadizo convertido en guardería tenía visos de haber sido diseñado por Dickens, pero en realidad no sólo no era tan malo, sino que incluso era mono. Originalmente había sido construido como un pasillo abierto para unir la casa con el garaje, pero los propietarios anteriores a nosotros lo habían cerrado. Antes de convertir el lugar en un cuarto de niños, le di una mano de pintura y puse persianas y ventanas nuevas. Jenny distribuyó por el suelo mullidas alfombritas y colgó unos dibujos divertidos en las paredes y unos juguetes movibles del techo. Pero así y todo ¿qué estábamos haciendo? Mientras nuestro hijo dormía en un pasadizo, nuestro perro tenía el dormitorio principal —el nuestro— a su entera disposición.

Además, Jenny trabajaba medio día para la sección de crónicas especiales del Post y lo hacía mayormente desde casa, en un intento de conjugar hijos y carrera. Era una cuestión de sentido común que yo estuviese más cerca de mi trabajo, así que resolvimos mudarnos.

La vida está llena de pequeñas ironías y una de ellas consistió en que, después de buscar casa durante meses, encontramos una que nos gustó precisamente en la ciudad del sur de Florida que yo había escogido para ridiculizar en público. El lugar era Boca Ratón, un rico bastión republicano habitado en su mayoría por gente recién llegada de Nueva Jersey y Nueva York. La mayor parte del dinero que había en la ciudad pertenecía a fortunas recién hechas y sus dueños no sabían disfrutar del dinero sin hacer el ridículo. Boca Ratón era la tierra de los automóviles lujosos, los coches deportivos de color rojo, las mansiones de color rosa hacinadas en lotes del tamaño de sellos postales y barrios protegidos por altos muros y por guardias apostados a sus entradas. Los hombres, que preferían llevar pantalones de hilo y mocasines sin calcetines, pasaban una enorme cantidad de tiempo haciendo llamadas de móvil a móvil con aire de importancia. Las mujeres lucían un tono bronceado a juego con la piel de los bolsos de Gucci, que eran sus predilectos, pero la piel parecía más bronceada por el contraste que hacía con unos cabellos teñidos de alarmantes tonos de plata y platino.

La ciudad estaba llena de cirujanos plásticos, que eran quienes tenían las mansiones más grandes y las sonrisas más radiantes. Para las mujeres bien conservadas de Boca Ratón, los implantes de pecho eran un requerimiento virtual de residencia. Gracias a la cirugía estética, las más jóvenes lucían unos senos espléndidos y las de más edad, unos senos magníficos y estiramientos faciales. Las nalgas esculturales, las narices corregidas, las tripitas desaparecidas y el maquillaje tatuado se añadían a la serie de trabajos cosméticos, lo que daba a la población femenina de la ciudad la extraña apariencia de soldados rasos de un ejército de muñecas hinchables anatómicamente correctas. Como canté una vez en una canción que escribí para un número periodístico satírico: «La silicona y la liposucción, son las mejores amigas en Boca Ratón.»

En mi columna, me había burlado del estilo de vida que se llevaba en Boca Ratón, empezando por el propio nombre. Los residentes nunca llamaban Boca Ratón a su ciudad, sino que preferían decirle Boca, a secas, pero no la pronunciaban como debían, sino que decían «Bouca», dándole una inflexión de distinción sajona.

Por entonces, pasaban en los cines la película Pocahontas, de la Disney, y yo inicié una broma con el tema de la princesa indígena, llamándola «Bocahontas». Mi protagonista envuelta en oro era una princesa indígena suburbana que conducía un BMW rosa y que, gracias a la cirugía estética, lo hacía con unas tetas protuberantes y duras como piedras que llegaban al volante, lo que le permitía tener las manos libres para hablar por el móvil y arreglarse el cabello rubio platino mirándose al espejito retrovisor, mientras iba a todo tren hacia el salón de rayos uva. Bocahontas vivía en una tienda india de color pastel, diseñada especialmente, hacía ejercicios en el gimnasio de la tribu todos los días —aunque sólo si encontraba estacionamiento a menos de dos metros de la entrada— y pasaba las tardes buscando pieles salvajes tarjeta de crédito en mano, en el coto de caza ceremonial que se conocía con el nombre de Town Center Mall, es decir, el centro comercial más importante del lugar.

«Entierra mi Visa en Mizner Park», entona Bocahontas con solemnidad en una de mis columnas, en referencia al lugar donde se arraciman las tiendas más de moda de la ciudad. En otra columna, Bocahontas se abrocha el sostén Wonderbra y hace campaña para que la cirugía plástica pueda deducirse de los impuestos.

Mi caracterización era cruel, nada caritativa, pero apenas exagerada. Las Bocahontas verdaderas de Boca Ratón eran las mejores aficionadas de esas columnas y cada una de ellas trataba de descubrir cuál había inspirado mi heroína de ficción (nunca lo desvelaré). Me invitaban con frecuencia a dar charlas ante sus grupos sociales y comunales, y siempre había quien me preguntaba: «¿Por qué detesta tanto a Bouca…?» A lo que yo respondía que no se trataba de que yo detestara Boca Ratón, sino de que me gustaba mucho la gran farsa y no había en todo el mundo un lugar mejor para ello que la bonita Boca Ratón.

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