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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (32 page)

BOOK: Marley y yo
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Después de cenar, cuando llegaba la hora de dar a
Marley
su comida, yo le llenaba el bol con bolitas de pienso y luego le añadía cuantas sobras de nuestra comida encontraba: migas de pan, trozos de carne, salsas, pieles de pollo, arroz, zanahorias, puré de ciruelas, bocadillos y pasta del día anterior. Es probable que nuestra mascota se comportara como un bufón, pero comía como el príncipe de Gales. Lo único que no le dábamos, porque sabíamos que podía hacerle daño, eran productos lácteos, dulces, patatas y chocolate. Tengo problemas con la gente que compra comida de humanos para dársela a sus mascotas, pero aderezar la comida de perro de
Marley
con restos de lo que de otro modo habría que tirar a la basura me producía la sensación de ser ahorrador —ahorremos, que ya vendrán tiempos peores— y caritativo. Le brindaba así a
Marley
, que tan apreciativo era, la oportunidad de romper la infinita monotonía de la infernal alimentación para perros.

Cuando
Marley
no cumplía su papel de triturador de basura de nuestro hogar, estaba de guardia como si fuera todo un equipo dedicado a recoger basura a la primera señal. Si a uno de los chicos se le caía al suelo un plato de espaguetis con albóndigas de carne, sólo había que silbar y echarse hacia atrás para observar cómo nuestra vieja y húmeda aspiradora se zampaba hasta el último de los espaguetis y luego lamía el suelo hasta dejarlo reluciente. Y no importaba qué era lo que caía, si guisantes extraviados, apio desechado, macarrones en fuga o salpicaduras de salsa de manzanas. Lo que llegaba al suelo, pasaba a la historia. Y para sorpresa de nuestros amigos,
Marley
incluso comía ensaladas.

Tampoco era necesario que la comida cayera al suelo para acabar en el estómago de
Marley
, ya que era un ladrón diestro y sin escrúpulos que se dedicaba mayormente a robar a niños incautos, y siempre después de comprobar que Jenny y yo no podíamos verlo. Las fiestas de cumpleaños eran una mina de oro para él, pues se abría paso entre la multitud de niños de cinco años robando salchichas a diestra y siniestra de las manos mismas de los pequeñuelos. En una de esas fiestas, calculamos que acabó por comerse dos terceras partes del pastel de cumpleaños a base de mordisquear los trozos de los platos de papel que los niños tenían sobre sus regazos. Tampoco tenía importancia la cantidad de comida que devoraba, ni si lo hacía por medios legítimos o ilegítimos, ya que siempre quería más. Por eso cuando se fue quedando sordo no nos sorprendió mucho que lo único que aún pudiera oír fuera el dulce y suave sonido de la comida al caer.

Un día llegué a casa del trabajo y me encontré con que no había nadie. Llamé a
Marley
, pero no obtuve respuesta. Fui a la primera planta, donde solía dormir cuando se quedaba solo, pero tampoco estaba allí. Me cambié de ropa y bajé, y lo encontré en la cocina haciendo una de las suyas. Estaba de espaldas a mí, de pie sobre sus patas traseras, con las delanteras y el pecho apoyados sobre la mesa de la cocina mientras se zampaba los restos de un bocadillo. Mi primera reacción fue regañarlo en voz alta, pero me contuve porque quise ver cuánto podía acercármele antes de que se diera cuenta de que había alguien con él. Me acerqué de puntillas hasta que estuve lo bastante cerca para tocarlo. Mientras recogía las migas con la lengua, miraba hacia la puerta del garaje, sabiendo que por allí entrarían Jenny y los chicos cuando regresaran. En cuanto la puerta se abriera, él se echaría al suelo y fingiría que estaba durmiendo. Al parecer, no se le había ocurrido que también papaíto podía llegar a casa y entrar por la puerta principal.

«¡Eh,
Marley
! —dije con voz normal—. ¿Qué haces?»

Pero él siguió comiendo el bocadillo, sin notar mi presencia. Movía la cola con languidez, lo cual era indicio de que creía estar solo y satisfaciendo su deseo de comer lo que encontrase a mano. Era evidente que estaba orgulloso de sí mismo.

Tosí con fuerza, pero ni así me oyó. Le mandé unos besos sonoros, pero no reaccionó. Cuando se hubo zampado el bocadillo, sacó el plato del camino con la nariz y estiró el cuerpo hacia delante para lamer las migas que había en el segundo plato. «¡Qué perro malo eres!», dije mientras él comía. Como tampoco así respondió, hice un repetido chasquido con los dedos, y por fin vi que se quedaba helado, a medio camino de otro lametazo.
¿Qué fue eso? ¿Fue una puerta que se cerraba?
Transcurrido un momento,
Marley
se convenció de que lo que había oído no era nada y volvió a atacar su tentempié.

Fue entonces cuando tendí la mano y le di dos palmaditas en el trasero, que tuvieron el mismo efecto que si hubiera encendido una carga de dinamita.
Marley
pegó un salto que casi lo sacó de su peluda piel. En cuanto me vio, retrocedió, quitando el cuerpo de encima de la mesa, se echó sobre el suelo y se puso boca arriba, dejando expuesta la panza en señal de rendición. «¡Te he cogido! ¡Y con las manos en la masa!», le dije, pero no pude regañarlo.
Marley
estaba viejo, estaba sordo y estaba fuera de toda posibilidad de reformarse. Yo no podría cambiarlo. Me había divertido mucho observarlo sin que él me viera y me reí con ganas cuando pegó ese salto descomunal, pero ahora que estaba echado a mis pies, pidiendo perdón, me dio un poco de pena. Creo que, en el fondo, hubiera preferido que él lo hubiese fingido todo.

Acabé el gallinero, una casa con el techo a dos aguas y una planchada móvil que podía bajarse de día para dejar salir a las aves y subirse de noche, para mantener alejados a los depredadores. Donna fue muy amable, pues se llevó dos de los tres gallos y los sustituyó por dos gallinas de las suyas. En consecuencia, teníamos gallinas y un gallo rebosante de testosterona que hacía una de tres cosas: ir tras una cópula, copular o alardear acerca de su cópula más reciente. Jenny dijo que los gallos eran lo que serían los hombres si pudieran hacer lo que les gusta, sin convenciones sociales que dominasen sus instintos más bajos, y yo no pude estar en desacuerdo con ella. Tuve que reconocer que sentía una cierta admiración por ese afortunado bastardo.

Todas las mañanas dejábamos salir a las aves para que anduvieran por el jardín y
Marley
las perseguía unas cuantas veces, pero de forma galante, ladrando hasta que le faltaba fuelle y abandonaba la empresa. Era como si un profundo código genético le enviase un mensaje urgente: «Tú eres un retriever; ellas son aves. ¿No te parece que sería una buena idea que las persiguieras?» Pero
Marley
ya no ponía empeño en hacerlo, así que pronto las aves descubrieron que la torpe bestia amarilla no constituía una amenaza y, a su vez,
Marley
aprendió a compartir el jardín con esos nuevos intrusos cubiertos de plumas. Un día que yo estaba quitando las malas hierbas del jardín, levanté la vista y vi que se aproximaban todos juntos: las cuatro aves, picoteándolo todo, y
Marley
, oliéndolo todo. Era como un grupo de viejos amigos que han salido un domingo a dar un paseo. «¿Qué clase de perro de caza respetable eres,
Marley
?», le pregunté a modo de castigo, a lo que
Marley
respondió levantando la pata y haciendo pis sobre una tomatera, antes de apresurarse a reunirse otra vez con sus nuevos amigotes.

24. El cuarto de baño

Son varias las cosas que una persona puede aprender de un perro. A medida que transcurrían los meses y crecían sus males,
Marley
nos daba lecciones sobre la inexorable finitud de la vida. Jenny y yo no pertenecíamos aún por completo al grupo de los de mediana edad, nuestros hijos eran pequeños, teníamos buena salud y la jubilación sólo se avistaba en el horizonte lejano. Hubiera sido fácil negar el inevitable paso de los años, pretender que de algún modo nos pasaría de largo, pero allí estaba
Marley
para impedir que adoptásemos semejante actitud. Al verlo encanecer, perder el oído y tornarse enclenque no podíamos, de ninguna manera, pasar por alto su mortalidad…, y tampoco la nuestra. La edad nos atrapa a todos, pero con un perro lo hace de una forma tan subrepticia que sobrecoge y estremece. En el breve lapso de doce años,
Marley
había pasado por varias etapas, desde la de cachorro bullicioso hasta la de anciano gagá, pasando por las de adolescente raro y adulto musculoso. Había envejecido unos siete años por cada uno de los nuestros, lo que medido en años humanos lo situaba en torno a los noventa.

Sus resplandecientes y blancos dientes de antaño se habían convertido en granos marrones, le faltaban tres de los cuatro colmillos, perdidos o rotos durante esos ataques de pánico en los que intentaba ponerse a salvo mordiéndolo todo, y su aliento, siempre con un toque de pescado, había adquirido el olor de un vertedero de basura a pleno sol. Además, tampoco ayudaba el hecho de que disfrutara comiendo ese apreciado manjar conocido como caca de pollo, que tanto asco nos producía cuando lo veíamos devorarlo como si fuera caviar.

Su digestión ya no era lo que solía ser, por lo que se tornó pedorriento y sus gases despedían un olor similar al de una planta industrial de metano. Había días en que yo estaba seguro de que si encendía una cerilla, toda la casa volaría por los aires.
Marley
podía dejar vacía toda una habitación con su flatulencia silenciosa y mortal, que parecía incrementarse en directa correlación con la cantidad de invitados a cenar que teníamos. «¡
Marley
! ¡Otra vez no…!», gritaban los chicos al unísono antes de retirarse. A veces, incluso él se iba de la habitación, otras, el olor le llegaba a la nariz mientras dormía, en cuyo caso abría los ojos y fruncía el ceño, como si se preguntara:
¡Madre mía! ¿Quién se ha tirado ése?
, tras lo cual se ponía de pie y se iba a otra habitación.

Cuando
Marley
no estaba tirándose pedos, estaba afuera haciendo caca. O, al menos, pensando en ello. Su manía en cuanto al lugar donde defecaba se había convertido en una compulsiva obsesión. Cada vez que lo dejaba salir al jardín, tardaba más en decidir cuál era el lugar perfecto para depositar sus excrementos. Se paseaba de arriba abajo y daba vueltas por todas partes, oliendo, deteniéndose, girando, retomando el paseo, luciendo en todo momento una ridícula mueca. Mientras él investigaba el terreno en busca del nirvana para defecar, yo esperaba a la intemperie, a veces bajo la lluvia, otras bajo la nieve y hasta en medio de la oscuridad, a menudo descalzo y, en ocasiones, sólo en calzoncillos, sabiendo por experiencia propia que no me atrevía a dejarlo solo, sin supervisar, no fuera cosa que decidiera atravesar la colina para visitar a los perros de la calle más próxima.

Desaparecer se convirtió en un deporte para él. Si se le presentaba la oportunidad y creía que podía salirse con la suya, salía disparado como un bólido hacia el confín de nuestra propiedad. Bueno, lo cierto es que como un bólido, no. Lo que solía hacer era ir de un arbusto al otro, oliéndolos todos hasta que desaparecía. En una ocasión, bien entrada la noche, lo dejé salir antes de ir a acostarme para que hiciera sus últimas necesidades. Las gotas de lluvia habían empezado a helarse y, al caer, cubrían la tierra de un manto blanco y resbaladizo, así que entré para coger un impermeable del armario del recibidor. Menos de un minuto después, cuando salí,
Marley
ya no estaba. Anduve por el jardín silbando y palmeando las manos, pese a que sabía que no podía oírme, aunque sí los vecinos. Recorrí mis tierras y las de los vecinos bajo la lluvia helada, cumpliendo las normas que dictaba la moda para esos casos: una chaqueta impermeable, botas y calzoncillos. Mientras andaba, rogaba para mis adentros que no se encendiera la luz de ningún porche. Cuanto más andaba, más furioso me ponía.
¿Dónde diablos habrá ido esta vez?
Pero a medida que pasaba el tiempo, mi furia se convertía en preocupación. Recordé las noticias que suelen aparecer en los diarios sobre esos viejos que se alejan de las residencias de ancianos y que dos o tres días después aparecen congelados en medio de la nieve. Volví a casa, subí a nuestro dormitorio y desperté a Jenny.


Marley
ha desaparecido —le dije—. No lo veo por ninguna parte. Está afuera, a la intemperie, y sigue cayendo hielo.

Jenny saltó de la cama, se puso unos tejanos, un jersey y un par de botas. Juntos pudimos cubrir más terreno. Yo la oía en lo alto de la ladera, silbando y llamando a
Marley
, mientras yo lo hacía por el bosque, a oscuras, esperando encontrármelo tirado en un arroyo, inconsciente.

En un momento dado, Jenny y yo nos encontramos.

—¿Y? —pregunté.

—Nada —dijo ella.

Estábamos empapados y a mí, además, las piernas desnudas me dolían de frío.

—Venga, vamos a casa a calentarnos. Después saldré a buscarlo con el coche.

Descendimos la colina y enfilamos hacia casa, y entonces lo vimos. Estaba de pie bajo un alero del tejado, protegido de la lluvia, y se volvió loco de alegría cuando nos vio. Podría haberlo matado, pero en lugar de ello lo llevé adentro y lo sequé con toallas, impregnando la cocina de ese inequívoco olor a perro mojado. Exhausto por su juerga nocturna,
Marley
cayó redondo sobre el suelo y durmió sin moverse hasta cerca del mediodía siguiente.

Marley
tenía la vista borrosa, por lo que podían pasar conejos a poca distancia de él, sin que los viera. Perdía pelo en grandes cantidades, lo que obligaba a Jenny a pasar el aspirador todos los días, y aun así no podía recogerlos todos. Había pelos de perro en cuanta grieta tenía la casa, en todas las prendas de vestir y en no pocas de nuestras comidas.
Marley
siempre había perdido mucho pelo, pero lo que antes figurativamente era una ligera nevada se había convertido ahora en una verdadera tormenta de nieve. Cuando se contoneaba o se sacudía despedía en su entorno una nube de mechones que al caer lo cubrían todo. Una noche, mientras yo miraba la televisión, saqué un pie fuera del sofá y, sin prestar mayor atención, lo restregué sobre su lomo. Cuando llegaron los anuncios, vi una bola de pelo del tamaño de un pomelo en el lugar donde lo había estado frotando con el pie. Las bolas de pelo de
Marley
giraban por los suelos de madera como las bolas de maleza que arrastra el viento por el desierto.

Pero lo que más preocupaba era sus caderas, que la mayor parte de las veces le fallaban. La artritis se había adueñado de sus articulaciones, por lo cual las tenía débiles y doloridas. El perro que tiempo atrás podía llevarme a cuestas corriendo y levantar la mesa del comedor con la fuerza de sus hombros y moverla de un lado a otro, apenas podía hoy ponerse en pie. Se quejaba de dolor cuando se sentaba y volvía a quejarse cuando intentaba ponerse de pie. No me di cuenta de cuán débiles tenía las caderas hasta que un día le di una palmadita en el lomo, y su parte posterior se postró como si acabase de darle un puñetazo. Pero así fue, se desplomó sin remedio, y me resultó doloroso verlo.

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