Marley y yo (36 page)

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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

BOOK: Marley y yo
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Pero sí se había hecho daño. Pocos minutos después, empezó a ponerse tieso y esa noche, cuando llegué del trabajo, apenas se podía mover. Parecía dolerle todo, como si le hubieran dado una soberana paliza, pero lo que de veras lo tenía inmovilizado era la pata delantera izquierda, que no le aguantaba peso alguno. Yo podía apretársela sin que él se quejase, por lo que sospeché que se había lesionado un tendón. Cuando
Marley
me vio, intentó ponerse de pie para darme la bienvenida, pero no pudo. No podía apoyarse sobre la pata izquierda y, con el tren trasero enclenque como lo tenía, no tenía fuerzas para hacer nada. Sólo podía utilizar una de las cuatro patas, situación muy adversa para un cuadrúpedo. Con mucho esfuerzo, se puso de pie e intentó acercárseme saltando sobre tres patas, pero las traseras cedieron y el pobre volvió a acabar en el suelo. Jenny le dio una aspirina y le puso una bolsa con cubitos de hielo sobre la pata que más le dolía.
Marley
, juguetón incluso en situaciones tan adversas como ésa, intentaba comerse los cubitos de hielo.

A las diez y media de la noche
Marley
no había mejorado, y no había salido a hacer sus necesidades desde la una de la tarde. Yo no sabía cómo llevarlo afuera y volver a entrarlo para que hiciera sus cosas. Poniéndome a horcajadas sobre él, pasé las manos por debajo de su vientre y las uní y logré ponerlo de pie. Sosteniéndolo así mientras él daba saltitos, fuimos lentamente hasta la puerta principal, pero cuando llegamos al porche, se detuvo. Llovía ligeramente y tenía ante sí los escalones del porche, su maldición, mojados y resbaladizos.
Marley
decidió no moverse. «Vamos —le dije—. Echas una meadita y después entramos.» Pero no tenía intención alguna de hacerlo. Me habría gustado convencerlo de que lo hiciera todo en el porche, para acabar con aquello, pero no había manera de enseñarle un nuevo truco a un perro viejo. Volvió a entrar en la casa dando saltitos y se quedó mirándome, taciturno, como si quisiera pedirme disculpas por lo que sabía que se avecinaba. «Volveremos a intentarlo más tarde», le dije. Como movido por una indicación convenida, medio se apoyó en las tres patas más sanas y vació la vejiga en el suelo del recibidor, dejando un lago en su entorno. Era la primera vez, desde su infancia, que
Marley
hacía pis dentro de la casa.

A la mañana siguiente,
Marley
se encontraba mejor, aunque todavía se movía como un inválido. Lo sacamos fuera, donde orinó y defecó sin problema alguno. A la de tres, Jenny y yo lo levantamos y subimos los escalones del porche para llevarlo a casa. «Tengo la impresión de que
Marley
no volverá a ver la planta superior de esta casa», dije a Jenny. Al parecer, ya había subido sus últimas escaleras. A partir de ahora, tendría que acostumbrarse a vivir y dormir en la planta baja.

Ese día trabajé en casa. Estaba en mi dormitorio, escribiendo una columna en mi ordenador portátil, cuando oí una conmoción en la escalera. Dejé de escribir y presté atención. El sonido me resultó familiar de inmediato. Era un golpeteo fuerte, como el que harían las herraduras de un caballo que subiera galopando una planchada. Miré hacia la puerta de mi dormitorio y contuve el aliento. Unos segundos después,
Marley
asomó la cabeza y entró en la habitación. Se le iluminaron los ojos cuando me vio. ¡Así que estabas aquí…! Apoyó con fuerza la cabeza sobre mi regazo, rogando que le acariciase las orejas, lo que supuse que se había ganado de forma merecida.

«¡
Marley
, lo has logrado! —exclamé— ¡Viejo zorro! ¡No puedo creer que estés aquí arriba!»

Poco después, cuando estaba sentado sobre el suelo, junto a él, sobándole el cuello, giró la cabeza y me cogió la muñeca entre los dientes. Era una buena señal, un indicio de que aún le quedaba algo del cachorro aquel que había sido. El día que se quedara quieto y me dejara acariciarlo sin dar señales de querer responder, sabría que ya había tenido bastante. La noche anterior parecía estar a las puertas de la muerte y yo había vuelto a prepararme para lo peor, pero hoy se regodeaba, jadeaba e intentaba arrancarme las manos. Cuando creía que se le acababa la cuerda, él se recuperaba.

Le cogí la cara entre mis manos y lo obligué a mirarme a los ojos. «Me harás saber cuando llegue tu hora, ¿no?», dije, más a modo de declaración que de pregunta. No quería tomar la decisión por mí mismo. «Me lo harás saber, ¿no es cierto?»

27. La gran pradera

Ese año, el invierno se presentó pronto y, a medida que los días se hacían más cortos y el viento aullaba entre las ramas heladas, nos atrincheramos en nuestra confortable casa. Corté leña para todo el invierno, y la apilé junto a la puerta de atrás. Jenny hizo sopas nutritivas y panes caseros, y los chicos volvieron a sentarse junto a la ventana, a esperar que llegara la nieve. Yo también esperé la primera nevada, pero con un callado temor, preguntándome si
Marley
podría sobrevivir otro frío invierno. El anterior había sido bastante duro para él y en este último año se había debilitado mucho, de forma notable. Yo no estaba seguro de que pudiera andar por senderos cubiertos de hielo, escalones resbaladizos y terrenos cubiertos de nieve. Empecé a comprender entonces por qué la gente mayor se muda a Florida y Arizona.

Una desapacible noche de domingo, a mediados de diciembre, cuando los niños habían hecho sus deberes y practicado con sus instrumentos musicales, Jenny empezó a hacer palomitas y declaró que toda la familia vería una película. Los chicos corrieron a elegir una, y yo silbé a
Marley
para que me acompañase a buscar una cesta de leños de la pila que había fuera. Mientras cogía los leños,
Marley
hurgaba el suelo helado de los alrededores, se ponía de cara al viento y olía el aire helado con la nariz húmeda, como adivinando que había llegado el invierno. Palmeé las manos y moví los brazos para llamar su atención, y él me siguió hasta el porche. Se detuvo ante los escalones, asaltado por las dudas, pero reunió coraje y se lanzó hacia delante, arrastrando las patas traseras.

Una vez dentro, encendí el fuego en el hogar, mientras los chicos lidiaban con la película. Las llamas cogieron una buena altura y el fuego empezó a caldear el ambiente, lo que incitó a
Marley
a hacer lo que siempre había hecho: apoderarse del mejor lugar, directamente frente al fuego. Me senté en el suelo, a una corta distancia de él y apoyé la cabeza en una almohada, mirando más el fuego que la película. Aunque
Marley
no quería perder el lugar calentito del cual se había adueñado, tampoco podía perder la oportunidad de aprovechar el hecho de que su ser humano preferido estuviera a ras del suelo, tumbado boca abajo, completamente indefenso. ¿Quién era el macho alfa ahora? Su cola empezó a golpear contra el suelo, tras lo cual empezó a zarandearse lentamente hacia donde yo estaba echado. Avanzaba ladeándose de un costado al otro sobre la barriga, con las patas traseras estiradas, y pronto lo tuve presionando su cuerpo contra el mío, hundiendo la cabeza en mis costillas. El punto álgido llegó cuando tendí la mano para acariciarlo. Valiéndose de las patas delanteras, se irguió, sacudió el cuerpo con fuerza, llenándome de pelos sueltos, y se quedó mirándome, colgando sobre mi cara su agitada quijada. Cuando empecé a reírme, él lo interpretó como si yo le hubiera dado luz verde y, antes de que yo supiera lo que ocurría, dio un salto y se dejó caer sobre mí. «¡Uf! —exclamé, bajo su peso—. ¡Esto es un labrador en franco ataque frontal!» Los chicos chillaron, y
Marley
no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Yo ni siquiera intentaba quitármelo de encima, así que él se zarandeaba, babeaba, me lamía la cara y me hocicaba el cuello. Apenas podía respirar bajo su peso, así que al cabo de unos minutos saqué medio cuerpo de debajo del suyo, y así nos quedamos durante la mayor parte de la película:
Marley
con la cabeza, un hombro y una pata sobre mi pecho, y el resto de su cuerpo pegado al mío.

No comenté a nadie de los presentes que me encontré venerando el momento que vivía, puesto que sabía que no habría muchos más.
Marley
se encontraba en la recta final de una vida larga e interesante. Pasado el tiempo, al mirar hacia atrás reconocí lo que había sido aquella noche frente al fuego: nuestra fiesta de despedida. Le acaricié la cabeza hasta que se quedó dormido, y luego seguí acariciándosela.

Cuatro días después preparábamos la camioneta para marcharnos de vacaciones a Disney World, en Florida. Sería la primera Navidad que los chicos pasarían lejos de casa, y estaban locos de alegría. Como saldríamos a primera hora de la mañana, la noche anterior Jenny había llevado a
Marley
a la veterinaria, donde había acordado dejarlo la semana que habíamos de estar ausentes. Lo tendrían en la unidad de cuidados intensivos donde los veterinarios y sus ayudantes podían tenerlo bajo una constante vigilancia y donde no podrían exasperarlo otros perros. Tras el grave incidente que habían tenido con
Marley
el verano anterior, todos acordaron brindarle un tratamiento de lujo y atención extra sin que nos costara un céntimo.

Esa noche, mientras terminábamos de hacer el equipaje, Jenny y yo comentamos qué extraño resultaba tener todo el espacio para nosotros, sin perro por ninguna parte. No teníamos constantemente entre los pies un perro enorme, siguiéndonos los pasos o tratando de colarse por la puerta cuando la abríamos para sacar la basura. La sensación de libertad era muy grata, pero la casa parecía lúgubre y vacía, incluso con los niños saltando por todas partes.

A la mañana siguiente, antes de que asomase el sol por encima de los árboles, nos subimos a la camioneta y partimos hacia el Sur. Uno de los entretenimientos preferidos en el círculo de padres que yo frecuento es ridiculizar el mundo de Disney. Ya no recuerdo cuántas veces dije: «Por el mismo dinero, podríamos llevar a toda la familia a París.» Pero lo cierto es que todos lo pasamos muy bien, incluso el quejoso papá. También nos salvamos de todos los posibles inconvenientes que podíamos tener: enfermedades, pataletas debido al cansancio, pérdida de entradas, pérdida de niños, peleas infantiles. Fueron unas memorables vacaciones familiares, y pasamos gran parte del camino de regreso a casa comentando los pros y los contras de cada atracción a la que habíamos subido, de cada comida, cada ida a la piscina…, en suma, de cada momento. Cuando habíamos recorrido medio estado de Maryland, y estábamos a sólo cuatro horas de casa, sonó mi móvil. Era una de las empleadas de la veterinaria.
Marley
estaba un poco ido y la cadera lo sostenía menos que nunca. Al parecer, tenía dolores y la veterinaria solicitaba nuestro permiso para administrarle una inyección de esteroides y darle una medicina para el dolor. Dije que le hicieran lo que necesitara y pedí que lo mantuvieran bien, que pasaríamos a buscarlo al día siguiente.

El 29 de diciembre por la tarde, cuando Jenny llegó a buscarlo,
Marley
parecía cansado y un poco perdido, pero no enfermo. Tal como nos habían advertido, tenía las caderas más débiles que nunca. La veterinaria sugirió hacerle un tratamiento de medicaciones contra la artritis, tras lo cual uno de los empleados ayudó a Jenny a ponerlo en la camioneta. Pero a la media hora de llegar a casa,
Marley
se quejaba e intentaba quitarse la abundante mucosidad de la garganta. Jenny lo sacó al jardín delantero, pero él se dejó caer sobre la tierra helada y no pudo —o no quiso— moverse. Así las cosas, me llamó al trabajo muy asustada. «No puedo hacerlo entrar —dijo—. Está echado en el jardín, a la intemperie, y no se pone de pie.» Salí de inmediato rumbo a casa, pero cuando llegué, tras viajar cuarenta y cinco minutos, Jenny se las había ingeniado para hacerlo entrar. Lo encontré echado en el suelo, a todas luces dolorido y extraviado.

Durante trece años, yo no había podido llegar a casa sin que él se echara a mis pies, pegara botes, se desperezase, menease el cuerpo, jadease y golpease la cola contra cuanto objeto encontraba a su paso, recibiéndome como si yo acabara de llegar de la guerra de los Cien Años. Pero no ese día. Sus ojos me siguieron cuando entré en la habitación, pero no se movió. Me hinqué junto a él y le acaricié el hocico, pero no reaccionó. No intentó morderme la muñeca, ni jugar, ni siquiera intentó levantar la cabeza. Tenía la mirada distante y la cola inmóvil, apoyada en el suelo.

Jenny había dejado dos mensajes a la veterinaria y estaba esperando que le respondieran, pero era obvio que esto se convertía en una emergencia. Cogí el teléfono y dejé un tercer mensaje. Pasados unos minutos,
Marley
se puso lentamente de pie sobre sus patas temblonas y trató de toser, pero no pudo extraer nada. Fue entonces cuando vi que tenía el estómago más grande que de costumbre y duro al tacto. Se me encogió el corazón, pues sabía lo que eso significaba. Volví a llamar a la veterinaria, y esta vez describí la dilatación del estómago de
Marley
. La recepcionista me pidió que esperase un momento. Cuando volvió, me dijo: «Dice la doctora que lo traiga.»

Jenny y yo no tuvimos que decirnos ni una sola palabra. Los dos sabíamos que había llegado la hora. Preparamos a los chicos, diciéndoles que
Marley
tenía que ir al hospital para que lo curasen, pero que estaba muy enfermo. Mientras me preparaba para salir, vi a Jenny y a los chicos arracimados en torno a
Marley
, que evidentemente sufría, en una franca ceremonia de despedida. Cada uno de ellos lo acarició y compartió con él parte de sus últimos momentos. Los chicos se aferraron a un terco optimismo de que este perro, que había sido un miembro constante de sus vidas, volvería pronto y estaría como nuevo. «Ponte todo bien», dijo Colleen, con su dulce vocecita.

Con la ayuda de Jenny, puse a
Marley
en la parte de atrás de mi coche. Ella le dio un rápido, y último, abrazo, y yo partí con él, prometiendo a Jenny que la llamaría en cuanto supiera algo.
Marley
iba echado en el suelo, con la cabeza apoyada en el montículo que hay en el medio, y yo conducía con una sola mano, pues con la otra le acariciaba la cabeza y los hombros, mientras decía una y otra vez: «Oh,
Marley

En el aparcamiento del hospital de animales, lo ayudé a bajar del coche y él se detuvo a oler un árbol donde todos los perros hacían pis…, curioso aún, pese a lo enfermo que estaba. Le concedí un minuto de solaz, sabiendo que podría ser la última vez que estuviera al aire libre, que tanto le gustaba, y luego lo llevé lentamente de la correa hasta el vestíbulo del edificio. No bien pasamos por la puerta,
Marley
decidió que había andado demasiado y se dejó caer en el suelo. Cuando los empleados y yo no pudimos levantarlo, trajeron una camilla, lo movieron hasta que quedó acostado sobre ella y desaparecieron tras una puerta, de camino a la zona donde se hacían las revisiones.

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