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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (38 page)

BOOK: Marley y yo
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—No nos libraremos de él así como así —y se rió.

Pero esa noche, en nuestro dormitorio, ella, que no había dicho casi nada en toda la semana, espetó:

—Lo echo de menos. Pero de veras, lo añoro
de veras
. En lo más profundo de mi ser.

—Lo sé —le dije—. Yo también.

Quise escribir una columna de despedida para
Marley
, pero temí que mis emociones lo convirtieran en una suerte de texto blandengue y sensiblero de autocompasión, con el que sólo lograría humillarme. En consecuencia, me limité a hablar de temas menos apreciados por mí. Lo que sí hice fue llevar una grabadora y, cuando me asaltaba una idea, la grababa. Sabía que quería describirlo tal cual era y no como una perfecta e imposible reencarnación de
Old Yeller
o
Rintintín
, como si hubiera algún peligro de caer en eso. Son muchas las personas que recrean a sus mascotas muertas, convirtiéndolas en animales nobles y supernaturales que en vida lo hicieron todo por sus amos, salvo freír los huevos para el desayuno. Yo quería ser honesto.
Marley
había sido una mascota graciosa y pesadísima que nunca entendió lo que era la cadena de mando. Creo, con toda honestidad, que quizá haya sido el perro que peor se portó en todo el mundo, y, sin embargo, comprendió desde el principio, de forma intuitiva, lo que significaba ser el mejor amigo del hombre.

Durante la semana que siguió a su muerte fui varias veces hasta su tumba. Por una parte, quería asegurarme de que no la visitaba de noche ningún animal salvaje. Aunque encontré que nadie ni nada la habían alterado, calculé que en la primavera necesitaría una o dos carretillas más de tierra para rellenar la depresión que empezaba a notarse, a fin de nivelar el terreno. Por otra parte, lo que quería era comunicarme con él. Así, encontré que mientras me quedaba junto a su tumba, revivía al azar situaciones de su vida. Me avergonzaba un poco la profundidad de mis sentimientos por él, mucho más profundos que los que me habían causado algunos seres humanos que había conocido. Y no era porque equiparase la vida de un perro con la de un ser humano, pero lo cierto es que fuera de mis parientes más inmediatos, eran pocas las personas que se habían mostrado tan generosas conmigo como él. Sin decirle nada a nadie, cogí el collar de
Marley
del coche, donde había quedado desde su último viaje al hospital canino, y lo puse en el fondo del cajón de mi ropa interior, donde todas las mañanas podía meter la mano y tocarlo.

Estuve toda la semana con un sordo dolor dentro de mí. Era un dolor realmente físico, no muy distinto del que produce un virus estomacal. Me sentía letárgico, desanimado. Ni siquiera tenía fuerzas para mis entretenimientos habituales, como tocar la guitarra, trabajar la madera y leer. Me sentía extraño, sin saber qué hacer conmigo mismo, y acababa yéndome a la cama temprano, entre las nueve y media y las diez de la noche.

En Nochevieja nos invitaron a la fiesta que daban unos vecinos. Todos nos dieron sus pésames, pero tratamos de mantener la conversación ágil y superficial, ya que, después de todo, era Nochevieja. Durante la cena, Sara y Dave Pandl, arquitectos paisajistas que habían regresado de California para convertir un antiguo granero de piedra en su casa particular, y que se habían hecho amigos nuestros, se sentaron junto a mí a una esquina de la mesa, y hablamos largo y tendido sobre perros, amor y pérdidas. Hacía cinco años, Dave y Sara habían enterrado a su querida
Nelly
, una pastora australiana, en la colina que había junto a su casa. Dave era una de las personas menos sentimentales que he conocido en mi vida, de un estoicismo propio de sus ancestros, los taciturnos holandeses de Pensilvania, pero en lo tocante a
Nelly
, él también había tenido que luchar con el dolor profundo que le había causado su muerte. Me contó que había revisado palmo a palmo los bosques rocosos hasta que encontró la piedra perfecta para su tumba. Desde luego, la piedra tenía forma de corazón, y se la llevó a un grabador para que grabara en ella el nombre de
Nelly
. Pese a los años que habían pasado, la muerte de la perra aún los afectaba profundamente, al punto de que se les humedecían los ojos cuando me hablaban de ella. Tal como dijo Sara, parpadeando para disipar sus lágrimas incipientes, a veces aparece un perro que de veras deja una huella en tu vida y no puedes olvidarlo.

Ese fin de semana di un largo paseo por el bosque y el lunes, cuando llegué al despacho, sabía lo que quería decir sobre el perro que había dejado una huella en mi vida, el que yo no podía olvidar.

Empecé la columna describiendo mi descenso de la colina con la pala, al amanecer, y lo extraño que era estar afuera sin
Marley
, que durante trece años me había acompañado en todos mis paseos. «Y ahora me encontraba solo —escribí—, cavando su tumba.»

Y cité a mi padre, que cuando le dije que lo habíamos tenido que sacrificar, manifestó lo más cercano a un piropo que mi perro haya recibido jamás: «Nunca habrá otro perro como
Marley

Dediqué mucho tiempo a pensar lo que escribiría, y lo que sigue es lo que acabé diciendo: «Nadie lo llamó nunca un gran perro…, ni siquiera un buen perro. Era salvaje como un hada maligna que anuncia la muerte y fuerte como un toro. Vivió llevándose todo por delante con una satisfacción que suele asociarse con los desastres naturales. Es el único perro que he conocido al que han expulsado de las clases de obediencia». Y a continuación dije: «
Marley
era un masticacojines, un destroza mosquiteras, un arrojababas, un husmeador de cubos de basura. En cuanto a cerebro, permítaseme decir que intentó cogerse la cola hasta el día que murió, convencido, al parecer, de que estaba a punto de hacer un importante descubrimiento canino.» Y así seguí, describiendo su intuición y empatía, su bondad con los niños y la pureza de su corazón.

Lo que de veras quería expresar era cómo este animal nos había llegado al alma y nos había dado las lecciones más importantes de nuestras vidas. «Una persona puede aprender mucho de un perro, incluso de uno turulato como el nuestro —escribí—.
Marley
me enseñó a vivir cada día con toda exuberancia y dicha, a disfrutar de cada momento y a seguir los dictados del corazón. Me enseñó a apreciar las cosas sencillas, como un paseo por el bosque, una nevada y una siesta bañado por el sol invernal. Cuando envejeció y tuvo achaques, me enseñó a ser optimista frente a la adversidad y, en particular, me enseñó lo que significa la amistad y la generosidad y, sobre todo, la inalterable lealtad.»

Se trataba de un concepto increíble que sólo ahora, tras su reciente muerte, yo empezaba a comprender en su totalidad:
Marley
en su papel de mentor. Como maestro y modelo. ¿Era posible que un perro —cualquier perro, pero, en especial, uno loco e incontrolablemente salvaje como el nuestro— señalase a los seres humanos aquello que de verdad vale la pena en la vida? Yo creía que sí. La lealtad, el coraje, la sencillez, la dicha y también todas las cosas que no tienen importancia. Un perro no tiene nada que hacer con coches de lujo, grandes mansiones o ropas de diseño. Los símbolos de estatus no tienen ningún significado para él. Lo que le gusta es un trozo de tronco mojado. Un perro no juzga a la gente por su color, su credo o su clase social, sino por lo que es en su interior. A un perro no le importa si uno es rico o pobre, educado o iletrado, listo o aburrido. Si uno le brinda el corazón, él responderá brindando el suyo. Era una cuestión bien simple y, sin embargo, nosotros, los humanos, tanto más sabios y complicados, siempre hemos tenido dificultades para discernir lo que de veras tiene valor y lo que no lo tiene. Mientras escribía ese artículo de despedida a
Marley
, me di cuenta de que lo teníamos todo a la vista, siempre que abriéramos los ojos. A veces hace falta un perro con mal aliento, peores modales e intenciones puras para ayudarnos a verlo.

Acabé mi columna, se la entregué al editor y me marché a casa, sintiéndome un poco más ligero, casi alegre, como si me hubiera quitado de encima un peso que no sabía que llevaba sobre los hombros.

29. El Club de los Perros Malos

Al día siguiente, cuando llegué al despacho, vi que en el teléfono titilaba la luz roja de los mensajes. Marqué mi código de acceso y recibí una advertencia que no había oído jamás. La voz, grabada, decía: «Su buzón está repleto. Por favor, borre todos los mensajes innecesarios.»

Encendí el ordenador y abrí el correo electrónico. Y fue la misma historia. Tenía mensajes que llenaban varias páginas. El correo de la mañana era un ritual para mí, ya que era el barómetro visceral, aunque inexacto, del efecto que había tenido mi columna el día anterior. En algunas ocasiones, la columna producía entre cinco y diez respuestas, lo cual me indicaba que no había conectado con los lectores, y en otras encontraba varias docenas de respuestas, lo cual me hacía feliz. Pero esta mañana había cientos de mensajes, muchos más de los que había recibido en mi vida. Los títulos de los mensajes decían cosas como «Mi más profundo pésame», «Acerca de su pérdida» o sencillamente «
Marley
».

Los amantes de los animales constituyen una raza especial de seres humanos, generosos de espíritu, llenos de empatía, acaso un poco dados al sentimentalismo y con unos corazones grandes como un cielo sin nubes. La mayoría de las personas que me escribieron y llamaron, lo hicieron para expresar sus pésames, para decirme que también a ellos les había sucedido algo similar y que sabían por lo que estaba pasando mi familia. Otros tenían perros cuyas vidas se aproximaban al inevitable final y temían lo que sabían que habría de pasarles, al igual que lo habíamos temido nosotros.

Un matrimonio me escribió lo siguiente: «Comprendemos plenamente vuestra pérdida de
Marley
, y la lloramos, así como la de nuestro
Rusty
.» Una lectora llamada Joyce escribió: «Gracias por recordarnos a
Duncan
, que está enterrado en el jardín trasero de nuestra casa.» Una mujer de nombre Debi me escribió desde una localidad suburbana: «Nuestra familia comprende cómo se siente la suya. El pasado Día del Trabajo tuvimos que sacrificar a nuestro retriever amarillo,
Chewy
. Tenía trece años y padecía de las mismas aflicciones que el suyo. Cuando ya no pudo levantarse para salir a hacer sus necesidades, supimos que no podíamos dejarlo que sufriera más. Nosotros también lo enterramos en nuestro jardín, bajo un arce rojo que siempre será un monumento para recordarlo.»

Mónica, una mujer que trabaja en una oficina de reclutamiento y que tenía una perra llamada
Katie
, escribió: «Le dedico mi pésame y mis lágrimas. Mi perra
Katie
sólo tiene dos años y siempre pienso: “Mónica ¿cómo has dejado que esta criatura maravillosa te robe el corazón de esta manera?”» Carmela me dijo: «
Marley
debe de haber sido un gran perro para tener una familia que lo apreciara tanto. Sólo quien ama a los perros puede entender el amor incondicional que nos brindan y el tremendo dolor que nos causan cuando se mueren.» Nancy escribió: «Los perros son una de las maravillas de la vida y es tremendo lo que aportan a la de cada uno de nosotros.» MaryPat se expresó así: «Incluso hoy echo en falta el golpeteo de la cola de
Max
mientras recorría la casa; ese silencio os enloquecerá durante un tiempo, especialmente de noche.» Y Connie: «El amor por un perro es algo increíble, ¿no es cierto? Convierte nuestras relaciones con la gente en un aburrido plato de avena.»

Varios días después, cuando llegó el último de los mensajes de este tenor, los conté. Casi ochocientas personas, todas amantes de los animales, se habían tomado la molestia de ponerse en contacto conmigo. Fue una demostración increíble, y una espléndida catarsis para mí. Cuando las hube leído todas, y contestado todas las que pude, me sentí mejor, como si formara parte de un gigantesco grupo de apoyo cibernético. Mi duelo privado se había convertido en una sesión de terapia pública a cuyos miembros no les daba vergüenza reconocer el dolor real y punzante que podía sentirse por algo tan aparentemente inconsecuente como un perro viejo y maloliente.

Pero mis corresponsales me escribieron y llamaron también por otra razón. Querían disputarme la premisa central de mi informe, la parte en la cual yo insistía en que
Marley
había sido el animal que peor comportamiento había tenido en el mundo entero. «Discúlpeme —comenzaba la respuesta típica—, pero el suyo no puede haber sido el peor, puesto que el peor fue el mío.» Y para argumentar su caso, me contaban con lujo de detalles los ejemplos de la mala conducta de sus perros. Así me enteré de montones de incidentes, como cortinas hechas jirones, ropa interior robada, pasteles de cumpleaños zampados en un santiamén, coches con el interior a la miseria y fugas memorables. Hubo incluso uno que se tragó un anillo de diamantes, lo que, comparado con la cadenita de oro que había devorado
Marley
, dejaba a éste en inferioridad de condiciones. Mi correo se parecía a la charla televisiva,
Bad Dogs and the People Who Love Them
[Los perros malos y la gente que los quiere], en la cual se presentan las víctimas dispuestas a alardear, llenas de orgullo, no sobre lo maravillosos que son sus perros, sino sobre todo lo contrario: sobre lo malos que son. Por extraño que parezca, en la mayor parte de las horrorosas historias intervenían retrievers grandes y locuelos como el mío. Después de todo, no estábamos solos.

Una mujer llamada Elyssa contó cómo su labrador
Mo
siempre se escapaba de casa cuando se quedaba solo, generalmente atravesando la mosquitera de alguna ventana. Elyssa y su marido pensaron poner coto a esas escapadas cerrando con llave todas las ventanas de la planta baja, pero no se les ocurrió hacer lo mismo con las del primer piso. «Un día, mi marido volvió del trabajo y vio que colgaba la mosquitera de una ventana de la planta superior. Se puso a buscar a
Mo
, pero presa del temor», escribió Elyssa. Pero justo cuando el marido empezó a pensar que había sucedido lo peor, «
Mo
dio la vuelta a una esquina de la casa. Estaba cabizbajo, pues sabía que tendría problemas, pero no se había hecho daño alguno. Había atravesado la ventana y caído sobre un arbusto fuerte, que le atenuó la caída».

Larry
, otro labrador, se tragó el sujetador de su ama y lo vomitó entero diez días después;
Gypsy
, otra labrador propensa a la aventura, devoró la celosía de una ventana;
Jason
, una mezcla de retriever e Irish setter, se tragó un tubo de goma de metro y medio de una secadora, «cuyo interior estaba reforzado con alambre», explicó su amo, Mike. «Jason también abrió un agujero de sesenta centímetros de ancho por noventa de alto a mordiscazo limpio e hizo en la alfombra una rasgadura de casi un metro que comenzaba en su sitio preferido, junto a la ventana, pero yo quería a ese animal», añadió.

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