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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (37 page)

BOOK: Marley y yo
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Pocos minutos después, la veterinaria, una joven que yo no conocía, vino a buscarme y me llevó hasta una de las salas, puso un par de radiografías sobre el visor y me mostró por qué se le había dilatado el estómago al doble de su tamaño normal. Donde el estómago se junta con los intestinos, había en la radiografía dos zonas oscuras del tamaño de un puño, lo cual, según ella, indicaba un retorcimiento. Al igual que había sucedido la vez anterior, la mujer dijo que lo sedaría y le introduciría una sonda en el estómago para que expulsase los gases que causaban la dilatación y luego, manipulando la sonda, intentaría llegar al fondo del estómago. «La posibilidades de éxito no son muchas, pero voy a tratar de usar la sonda para masajearle el estómago a fin de que se deshaga el retorcimiento.» Eso quería decir que teníamos el mismo porcentaje que había mencionado la doctora Hopkinson el verano pasado. Aquella vez había funcionado, así que podía volver a funcionar. Mantuve mi optimismo en silencio.

«Vale —dije—. Inténtelo, por favor.»

Media hora después, cuando regresó, tenía la cara triste. Lo había intentado tres veces, pero le había sido imposible deshacer el bloqueo. Le había dado a
Marley
más sedantes, con la esperanza de que le relajaran los músculos del estómago, pero cuando nada había funcionado, le había introducido, también de manera infructuosa, un catéter entre las costillas, en un desesperado intento de liberarle el estómago. «En este momento —dijo la veterinaria—, la única opción que nos queda es la cirugía.» Hizo una pausa, como si quisiera asegurarse de que yo estaba preparado para lo inevitable, y añadió: «O la más humana, que sería sacrificarlo.»

Jenny y yo habíamos tenido que enfrentarnos a esa decisión hacía cinco meses y habíamos hecho la difícil elección. Mi visita a Shanksville no había hecho más que reafirmar la resolución que había tomado de que no sometería a
Marley
a ningún otro sufrimiento. Pese a todo, cuando estaba en la salita de espera enfrentado otra vez con aquella decisión, no supe qué hacer. La veterinaria comprendió mi agonía, por lo que habló de las complicaciones que con toda probabilidad surgirían al operar a un perro de la edad de
Marley
. Además, otro factor que la preocupaba era los restos de sangre que habían aparecido en el catéter, lo que indicaba que había problemas en la pared del estómago.

—Sólo Dios sabe lo que encontraremos cuando nos metamos allí —dijo.

Le dije que quería hablar por teléfono con mi mujer. Salí al aparcamiento y llamé a Jenny desde mi móvil. Le dije que salvo operarlo, lo habían intentado todo infructuosamente. Guardamos silencio durante un largo rato, al término del cual Jenny dijo:

—Te quiero, John.

—Y yo a ti —dije.

Volví a la salita y pedí permiso a la veterinaria para quedarme un ratito a solas con
Marley
. Ella me advirtió que él estaba muy sedado y añadió: «Tómese el tiempo que desee.» Encontré a
Marley
tendido en la camilla, que estaba sobre el suelo, con una vía endovenosa en una de las patas delanteras. Me agaché y le acaricié todo el cuerpo con los dedos y le pasé la mano sobre la espalda, como le gustaba. Cogí cada oreja en una mano —esas orejas que tantos problemas le habían dado a lo largo de los años y que nos habían costado un ojo de la cara—, y calculé su peso; le levanté el labio y le miré los dientes podridos, desgastados; y le cogí la garra y la retuve unos minutos en mi mano. Luego me incliné hasta descansar mi frente sobre la suya y me quedé así un rato, como si pudiese telegrafiar un mensaje a través de los dos cráneos, desde mi cerebro al de él. Quería hacerle comprender algunas cosas.

«¿Sabes todo eso que hemos estado diciendo sobre ti? —le susurré—. ¿Que eras un pesado? Pues no lo creas. No lo creas ni por un instante,
Marley
.» Era necesario que él supiera eso, y también otras cosas. Había una que nunca le había dicho, que nadie le había dicho, y que quería que oyera antes de morir.

«
Marley
—le dije—. Eres un gran perro.»

La veterinaria me esperaba junto al mostrador de la recepción. «Estoy listo», dije. Me temblaba la voz, lo que me sorprendió, porque había creído de veras que estaba preparado para ese momento desde hacía varios meses. Supe entonces que, si decía una palabra más, perdería la compostura, así que le hice un gesto de afirmación y firmé los papeles de consentimiento que me tendió. Cuando hube acabado con los trámites, seguí a la veterinaria hacia donde yacía
Marley
, me arrodillé otra vez delante de él y le cogí la cara entre mis manos, mientras ella preparaba una jeringa y le ponía una aguja. «¿Está usted bien?», preguntó. Moví la cabeza en sentido afirmativo, y ella presionó el émbolo de la jeringa, dejando salir el líquido. La quijada de
Marley
registró un ligerísimo temblor. Después le auscultó el corazón y dijo que los latidos se habían espaciado, pero no detenido.
Marley
era un perro de gran tamaño. La mujer preparó una segunda jeringa y volvió a inyectarlo. Un minuto después volvió a auscultarlo y dijo: «Ha muerto», tras lo cual se marchó, dejándome a solas con
Marley
. Con toda delicadeza, le levanté un párpado y comprobé que era cierto, que había muerto.

Me dirigí al mostrador de la recepción y pagué la cuenta. Ella me preguntó si querría una «incineración en grupo» por 75 dólares o una individual, por 170, con entrega de las cenizas. Le agradecí, pero le aclaré que me llevaría a
Marley
a casa. Unos minutos después, ella y un asistente sacaron una gran bolsa negra sobre una camilla con ruedas y me ayudaron a ponerla sobre el asiento de atrás. La mujer me dio la mano y me dijo cuánto lo sentía, añadiendo que había hecho cuanto podía, pero que a
Marley
le había llegado su hora. Le agradecí sus palabras y me marché.

De camino a casa, me puse a llorar, algo que rara vez me sucedía, ni siquiera en los funerales. Pero el llanto sólo me duró unos minutos; cuando llegué a casa, tenía los ojos secos. Dejé a
Marley
en el coche y entré a ver a Jenny, que me esperaba despierta. Los chicos ya dormían, así que les daríamos la noticia al día siguiente. Jenny y yo nos abrazamos y nos echamos a llorar. Traté de describirle lo que había sucedido, de asegurarle que ya estaba profundamente dormido cuando le llegó el fin, que no hubo pánico alguno, ni trauma, ni dolor, pero no pude encontrar las palabras. Así las cosas, seguimos abrazados, balanceándonos lentamente. Más tarde, fuimos hasta el coche y levantamos la pesada bolsa negra, la pusimos sobre una carretilla y la llevamos al garaje, donde pasaría la noche.

28. Bajo los cerezos

Esa noche me dormí enseguida y, una hora antes de amanecer, salté de la cama y me vestí en silencio, para no despertar a Jenny. Al pasar por la cocina, bebí un vaso de agua —el desayuno podía esperar— y salí al jardín, en medio de una tranquila llovizna. Cogí de paso una pala y un pico y fui al parterre de las habas que rodeaba los pinos blancos, es decir, al lugar donde el año anterior
Marley
había resuelto que sería su cuarto de baño. Era allí donde había decidido enterrarlo.

No hacía demasiado frío, por lo que afortunadamente la tierra no estaba helada. Empecé a cavar a media luz. Cuando hube sacado una delgada capa de tierra fértil, me encontré con arcilla dura, entreverada con piedras —los restos del suelo excavado para hacer el sótano de nuestra casa—, así que el trabajo me resultó más lento y pesado. Treinta minutos después, sólo había logrado excavar un poco más de medio metro, y a los cuarenta y cinco minutos, encontré agua, y el pozo comenzó a inundarse. Pronto el fondo estuvo cubierto de un agua fría y lodosa. Fui a buscar un cubo para tratar de achicar el agua, pero a medida que sacaba un poco, surgía más. De ninguna manera enterraría yo a
Marley
en semejante lugar. De ninguna manera.

Pese al tiempo y el esfuerzo invertido en hacer el hoyo —el corazón me latía como si acabase de correr una maratón—, abandoné el lugar y estudié el terreno, deteniéndome donde el césped lindaba con los árboles del bosque, al pie de la colina. Hundí la pala entre dos enormes cerezos autóctonos, cuyas ramas se entrecruzaban por encima de mi cabeza en la grisácea luz del amanecer, como una catedral sin techo. Esos eran los árboles que
Marley
y yo habíamos esquivado por un pelo en aquel memorable descenso de la colina en el trineo. «Me parece que aquí estará bien.» El lugar quedaba más allá de donde habían enterrado los arcillosos restos de la excavación del sótano, y la tierra no estaba apelmazada, por lo cual tenía un buen drenaje. Vaya, que era el sueño de cualquier jardinero. Excavar allí me resultó fácil, así que pronto tuve un hoyo ovalado de unos sesenta de ancho por noventa centímetros de largo y un metro veinte de profundidad. Cuando entré en casa, encontré a los tres niños sorbiendo las lágrimas. Jenny acababa de darles la noticia.

Verlos sufrir —era el primer encuentro que tenían con la muerte— me afectó muchísimo. Es cierto que
Marley
era sólo un perro, y que los perros se mueren en el transcurso de la vida de los seres humanos, a veces por la simple razón de que se convierten en un inconveniente, pero aunque sólo era un perro, cada vez que intenté hablarles de él a los niños, los ojos se me llenaban de lágrimas. Por fin les dije que estaba bien que lloraran, y que tener un perro acababa siempre de manera triste, porque los perros no viven tantos años como los seres humanos. Les dije que
Marley
dormía cuando le pusieron la inyección y que no había sentido nada, que había pasado del sueño temporal al eterno. Colleen estaba molesta porque no había podido despedirse de él de verdad, ya que creyó que volvería a casa. Le dije que yo me había despedido en nombre de todos. Conor, nuestro incipiente escritor, me mostró algo que había hecho para
Marley
para acompañarlo en la tumba. Había dibujado un enorme corazón rojo, bajo el cual había escrito: «Para
Marley
. Espero que sepas cuánto te he querido toda mi vida. Siempre estuviste presente cuando te necesité. Siempre te he querido, así en la vida como en la muerte. Tu hermano, Conor Richard Grogan.» Colleen dibujó después una niña con un gran perro amarillo junto a ella y debajo, con ayuda de su hermano, escribió: «P. D. Nunca te olvidaré.»

Fui solo, llevando la carretilla donde descansaba
Marley
, hasta el pie de la colina, donde recogí una brazada de ligeras ramas de pinos con las que cubrí el fondo del pozo. Levanté la pesada bolsa y la puse sobre las ramas con la mayor suavidad posible, aunque lo cierto es que no había manera de hacerlo con gracia. Coloqué a
Marley
en el fondo del hoyo, abrí la bolsa para echarle una última mirada y lo acondicioné para que tuviera una postura cómoda, natural, tal como lo haría él frente a la chimenea, acurrucado, con la cabeza de lado. «Bueno, amigo. Éste es el fin», dije. Cerré la bolsa y volví a casa en busca de Jenny y los chicos.

Fuimos todos andando hasta la tumba de
Marley
, como una familia. Conor y Colleen habían puesto sus notas en una bolsa de plástico, reverso con reverso, y la habían depositado junto a la cabeza de
Marley
. Patrick cortó con su navaja cinco ramas de pino, una por cada uno de nosotros, y fuimos echándolas uno tras otro en el hoyo, esparciendo su aroma en nuestro entorno. Hicimos una pausa que se interrumpió cuando todos, como si lo hubiésemos ensayado, dijimos al unísono: «
Marley
, te queremos.» Cogí entonces la pala y eché la primera palada de tierra. Hizo un sonido feo al golpear contra la bolsa de plástico, y Jenny comenzó a llorar. Yo seguí cubriendo el hoyo de tierra, mientras los chicos me observaban en silencio.

Cuando lo hube llenado del todo, nos fuimos andando hasta la casa. Nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina y nos pusimos a contar historias graciosas de
Marley
. De pronto se nos llenaban los ojos de lágrimas y, momentos después, nos reíamos a carcajadas. Jenny contó la historia de cuando
Marley
se volvió loco, durante la filmación de
The Last Home Run
, cuando vio que un desconocido cogía en brazos a Conor. Yo hablé de todas las correas que
Marley
había destrozado y de la vez que había hecho pis sobre el tobillo de nuestro vecino. Hicimos una relación de todas las cosas que
Marley
había roto y los miles de dólares que nos había costado. Ahora podíamos reírnos de esas cosas. Para hacer que los niños se sintieran mejor, les comenté algo que yo no creía del todo. «El alma de
Marley
está ahora en el cielo de los perros —dije—. Está en una gigantesca pradera de color oro, corriendo en total libertad. Y ya tiene bien las caderas. Y recuperó el oído, y tiene muy buena vista, y todos los dientes sanos. Está en todo su esplendor…, y se pasa el día persiguiendo conejos.»

«Y tiene infinitas puertas mosquiteras para atravesar a placer», añadió Jenny. La imagen de
Marley
abalanzándose torpemente por el cielo nos hizo reír a todos.

La mañana avanzaba, pero yo tenía que ir a trabajar. Volví junto a la tumba y di los últimos toques con gentileza y respeto, aplanando la tierra con las botas. Cuando la superficie de la tumba estuvo al nivel de la tierra que la rodeaba, coloqué encima dos grandes piedras que recogí en el bosque, fui a casa, me duché y me marché a la oficina.

Los días que siguieron a la muerte de
Marley
, el silencio se adueñó de la casa. El animal que había sido la divertida diana de tantas horas de conversación e historias a lo largo de los años, se había convertido en un tema tabú. Todos tratábamos de retomar nuestras vidas con normalidad, y hablar de él nos lo ponía más difícil. Colleen, en particular, no podía oír mencionar su nombre ni ver una foto suya sin que se le anegaran los ojos de lágrimas y dijese con toda firmeza: «¡No quiero hablar de él!»

Yo volvía a mi diaria rutina de ir al trabajo, escribir mi columna y regresar a casa. Todas las noches, durante trece años,
Marley
me había esperado junto a la puerta, por lo cual entrar en casa al cabo del día me resultaba de lo más doloroso. Jenny pasaba la aspiradora con un ahínco que asustaba, decidida a recoger todos los mechones de pelo que
Marley
había perdido en los dos últimos años y que aún se encontraban en cuanta grieta y pliegue había en la casa. Poco a poco se borraban las huellas del anciano perro. Una mañana, al ponerme un par de zapatos encontré las suelas interiores cubiertas de pelos de
Marley
, seguramente recogidos por mis calcetines al andar descalzo y depositados allí poco a poco. Me quedé mirándolos —de hecho, hasta los acaricié— y finalmente sonreí. Los reuní y se los mostré a Jenny, quien dijo:

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