Marte Azul (29 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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Pidió a sus guardaespaldas que esperasen en la estación; quería caminar solo. Ellos protestaron, pero en verano el glaciar no estaba cubierto por la nieve, las grietas eran bien visibles y el sendero discurría lejos de ellas. Y no había nadie allá abajo en aquel glacial día de verano. De todas maneras, los miembros de la escolta vacilaban, y dos insistieron en acompañarlo, al menos parte del camino, algo más atrás, «sólo por si acaso».

Finalmente Nirgal accedió, se echó la capucha y empezó a bajar por el sendero, cada paso una dolorosa sacudida, hasta que alcanzó la extensión llana del Jung-fraufirn. Las crestas que bordeaban aquel valle de nieve corrían hacia el sur desde el Jungfrau y el Monch, y después de unos cuantos kilómetros caían abruptamente hacia la Concordiaplatz. Desde el sendero la roca que las formaba parecía negra, tal vez por el contraste con la blancura de la nieve. Aquí y allá aparecían manchas de color rosa pálido en la nieve: algas. Incluso allí había vida, aunque escasa. El paisaje era una extensión de blanco y negro inmaculados bajo el arco pronunciado de la cúpula azul de Prusia del cielo, y un frío viento recorría el cañón de Concordiaplatz. Nirgal quería bajar hasta aquella gran confluencia y echarle un vistazo, pero no sabía si disponía del tiempo suficiente. En aquel lugar era difícil determinar las distancias y podía muy bien estar más lejos de lo que creía. Bien, podía caminar hasta que el sol estuviese a medio camino del horizonte occidental y luego volver. Echó a andar a buen paso colina abajo por el nevero siguiendo las señales de color anaranjado, sintiendo el peso adicional de la persona que cargaba en su interior y también la presencia de los dos escoltas que lo seguían a unos doscientos metros.

Caminó sin detenerse durante mucho tiempo. No le costaba tanto. La superficie almenada del hielo crujía bajo sus botas marrones. El sol había ablandado la capa superior a pesar del viento glacial. La superficie centelleante no le permitía ver con claridad, incluso con las gafas de sol; el hielo oscilaba delante de él con un resplandor oscuro.

Las crestas a derecha e izquierda empezaron a descender y llegó a la Concordiaplatz. Alcanzaba a ver los glaciares de los cañones superiores como los dedos de una mano de hielo tendidos hacia el sol. La muñeca corría hacia el sur, el Grosser Aletschgletscher, y él estaba de pie sobre la blanca palma como una ofrenda al sol, junto a una línea de la vida de piedras caídas. El hielo, carcomido y nudoso, tenía una tonalidad azul.

Sintió la embestida del viento, remolineando en su corazón, y se volvió despacio, como un pequeño planeta, como una peonza a punto de caer, intentando soportarlo, encararlo. ¡La gran masa de aquel mundo blanco era tan brillante, tan ventosa y vasta, tan aplastante! Y sin embargo presentía una suerte de oscuridad tras ella, como el vacío del espacio, visible detrás del cielo. Se quitó las gafas para ver qué aspecto tenía esa realidad, y la llamarada fue tan violenta que tuvo que cerrar los ojos y ocultar la cabeza en el hueco del brazo, y aun así unas manchas luminosas latieron ante sus ojos, hiriéndolos.

—¡Caramba! —gritó, y rió, determinado a intentarlo otra vez en cuanto desaparecieran las manchas, pero antes de que las pupilas se dilataran de nuevo.

Y así lo hizo, pero el segundo intento fue tan desastroso como el primero. ¿Cómo te atreves a querer verme como en realidad soy?, gritó silenciosamente el mundo.

—¡Dios mío! —exclamó Nirgal, sobrecogido.

Volvió a colocar las gafas sobre sus ojos cerrados, y miró a través de las móviles manchas de luz; gradualmente el paisaje primitivo de hielo y roca se restableció tras las franjas negras, blancas y verde neón que latían en su campo de visión. El blanco y el verde, y aquél era el blanco. La desnudez del universo inanimado. Aquel lugar tenía la misma entidad que el paisaje marciano primitivo. Aún más vasto que el paisaje marciano, sí, debido a los horizontes lejanos y la abrumadora gravedad; y más escarpado, blanco, ventoso, ka, cuyo frío le calaba la parka. De pronto sintió como si un viento le traspasara el corazón: el súbito conocimiento de que la Tierra era tan vasta que en su variedad albergaba regiones más marcianas que las del mismo Marte, que además de todos los aspectos en los que superaba a Marte, poseía una grandeza que eclipsaba su orgullo de ser marciano.

Lo inesperado del descubrimiento lo dejó petrificado, y entonces contempló el mundo. El viento cesó. El mundo se detuvo. Ni un movimiento, ni un sonido.

Cuando percibió el silencio, empezó a escuchar y no oyó nada, y el silencio mismo de algún modo se hizo cada vez más palpable. No se parecía a nada que hubiera experimentado. Y se le ocurrió que en Marte siempre estaba metido en un traje o una tienda, siempre rodeado de maquinaria, excepto en sus raros paseos por la superficie en los últimos años. Pero siempre se oía el viento o alguna maquinaria cercana. O quizá nunca se había detenido a escuchar realmente. En aquel momento sólo había un gran silencio, el silencio del universo. Ningún sueño podía imaginarlo.

Y entonces empezó a percibir sonidos de nuevo: la sangre en sus oídos, el aliento en sus narices, el quedo zumbido de su pensamiento, que parecía tener un sonido propio. Esta vez escuchaba su propio sistema de soporte vital, su cuerpo, con sus bombas, ventiladores y generadores orgánicos. Los mecanismos siempre estaban en su interior, emitiendo sus sonidos. Pero ahora estaba libre de todo lo demás, inmerso en un gran silencio que le permitía escucharse a sí mismo, sólo él en aquel mundo, un cuerpo libre posado sobre la madre tierra, libre en la roca y el hielo donde todo había empezado. Madre Tierra; pensó en Hiroko, esta vez sin la angustia desgarradora que había sentido en Trinidad. Cuando regresara a Marte podría vivir de esa manera. Podría internarse en el silencio como un ser libre, vivir en el exterior, expuesto al viento, en una vasta extensión blanca e inmaculada y sin vida semejante a aquélla, con una cúpula azul oscura sobre su cabeza semejante a aquélla, el azul, una exhalación visible de la vida: el oxígeno, el color de la vida. Allí arriba, una cúpula sobre la blancura. Una suerte de señal. El mundo blanco y el mundo verde, sólo que allí el verde era azul.

Con sombras. Entre las débiles manchas luminosas que aún persistían en su visión había sombras alargadas que venían del oeste. Estaba a bastante distancia del Jungfraujoch, y había bajado considerablemente además. Se volvió y emprendió el regreso sobre el Jungfraufirn. A lo lejos, sendero arriba, sus dos compañeros asintieron y se volvieron también, caminando deprisa.

Muy pronto estuvieron bajo la sombra de la cresta occidental; el sol había desaparecido y el viento empujaba a Nirgal, ayudándolo en la marcha. Era muy frío. Pero después de todo aquélla era la temperatura con la que se sentía cómodo, y aquel aire también, con un agradable toque de densidad; y por tanto, a pesar del peso en su interior, inició un ligero trote sobre el hielo compacto y crujiente, inclinado el cuerpo hacia adelante, sintiendo que los músculos de sus muslos respondían al esfuerzo, y encontró su viejo ritmo de
lung-gom-pa
: los pulmones y el corazón bombeaban con fuerza para llevar el peso adicional. Pero Nirgal era fuerte, y aquélla era una de las altas regiones de la Tierra con una cualidad marciana; y subió por el crepitante sendero sintiéndose cada vez más fuerte y asombrado, lleno de regocijo y también atemorizado: un planeta sorprendente si podía combinar tanto verde y tanto blanco, y su órbita era tan exquisita que al nivel del mar el verde brotaba con profusión y a tres mil metros el blanco lo cubría todo; la zona natural de la vida estaba comprendida en esos tres mil metros. Y la Tierra giraba con esa diáfana burbuja de biosfera en la franja más apropiada de una órbita de ciento cincuenta millones de kilómetros de amplitud. Era demasiada suerte para admitirla.

La piel le hormigueaba por el esfuerzo y sentía todo el cuerpo acalorado, hasta los pies. Empezó a sudar. El aire frío era deliciosamente vigorizante y supuso que podría mantener aquel ritmo de marcha durante horas; pero, ¡ay!, un poco más adelante ya le esperaba la escalera de nieve con su barandilla de cuerda y sus balizas. Sus custodios caminaban muy por delante de él, subiendo deprisa la última pendiente. Pronto también él estaría allí, en la pequeña estación ferroviaria/espacial. ¡Esos suizos, qué cosas se les ocurría construir! ¡Poder visitar la formidable Concordiaplatz en un viaje de un día desde la capital de la nación! No le extrañaba que fueran tan comprensivos con Marte, ellos eran el elemento terrano más cercano a Marte, en verdad: constructores, terraformadores, habitantes del aire tenue y frío.

Cuando al fin puso los pies en la terraza y entró en la estación, se sintió inclinado a la benevolencia con respecto a ellos; y cuando se acercó a sus escoltas y a los demás pasajeros que esperaban junto al tren, su sonrisa era tan radiante, estaba de tan buen humor, que los rostros ceñudos del grupo (comprendió que los habían obligado a esperarle) se distendieron, se miraron unos a otros, rieron y sacudieron la cabeza como diciendo: ¿qué podemos hacer, sino reír y aguantarlo? Ellos también habían sido jóvenes y habían estado en los Alpes por primera vez, un soleado día de verano, y habían conocido el mismo entusiasmo, recordaban lo que se sentía. De modo que le estrecharon la mano, le abrazaron, lo hicieron subir al tren y éste se puso inmediatamente en marcha, porque, no importaba lo que sucediese, no era bueno tener un tren esperando. Y una vez en ruta notaron que tenía las manos y el rostro calientes, y le preguntaron dónde había estado y le dijeron cuántos kilómetros significaba aquello, y cuántos metros de desnivel. Le pasaron una pequeña petaca de schnapps. Y cuando el tren se introdujo en el túnel lateral que llevaba a la cara norte del Eiger, le hablaron del fallido intento de rescate de los malhadados escaladores nazis, excitados, y luego conmovidos al ver que él parecía muy impresionado. Y después se acomodaron en los compartimientos iluminados del tren, que bajaba rechinando por el tosco túnel de granito.

Nirgal se quedó en el extremo de uno de los vagones, mirando el veloz paso de la roca dinamitada y después, cuando salieron una vez más a la luz, la muralla del Eiger delante. Un pasajero que se dirigía a otro vagón se detuvo y se lo quedó mirando:

—Qué curioso verlo aquí. —Tenía acento británico.— La semana pasada me encontré con su madre.

Confundido, Nirgal balbuceó:

—¿Mi madre?

—Sí, Hiroko Ai. ¿No es así? Estaba en Inglaterra, colaborando con la gente de la desembocadura del Támesis. Una curiosa coincidencia que ahora me haya encontrado con usted. Me hace pensar que en cualquier momento voy a ver hombrecitos rojos.

El hombre soltó una carcajada y siguió su camino.

—¡Eh! —gritó Nirgal—. ¡Espere! Pero el hombre no se detuvo.

—Lo siento, no quería entrometerme —dijo por encima del hombro—. Eso es todo lo que sé, de todas maneras. Tendrá que ir a visitarla, tal vez a Sheerness...

Y entonces el tren entró rechinando en la estación de Klein Scheidegg y el hombre se apeó de un salto, y cuando Nirgal corrió tras él, tropezó con mucha gente y sus escoltas se acercaron y le dijeron que tenían que bajar a Grindelwald inmediatamente si querían llegar a casa esa noche. Nirgal no pudo oponerse. Pero mirando por la ventanilla mientras se alejaban de la estación, vio al inglés que lo había abordado siguiendo a buen paso el sendero que bajaba al valle en sombras.

Aterrizó en un gran aeropuerto del sur de Inglaterra y fue conducido al norte y al este, a una ciudad que sus acompañantes llamaron Faversham, más allá de la cual las carreteras y puentes estaban bajo las aguas. Había decidido llegar sin anunciarse y su escolta allí era un grupo de policías que recordaban más a las unidades de seguridad de la UNTA en Marte que a sus custodios suizos: ocho hombres y dos mujeres, lacónicos, vigilantes, engreídos. Al principio pretendían encontrar a Hiroko interrogando a la gente en comisaría. Pero Nirgal estaba seguro de que aquello haría que se ocultara e insistió en salir a buscarla sin aspavientos, y consiguió convencerlos.

El vehículo avanzó en el alba gris hasta el nuevo frente marítimo, allí mismo entre los edificios: en algunos lugares había hileras de sacos apilados entre las paredes cenagosas, en otros, sólo calles anegadas por aguas oscuras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Algunas planchas tendidas aquí y allá salvaban los charcos y el barro.

En el extremo de una de las hileras de sacos vislumbró unas aguas pardas, más allá de las cuales ya no había edificios, y unos cuantos botes de remos amarrados a la reja de una ventana medio cubierta de espuma sucia. Nirgal siguió a uno de sus custodios hasta un gran barco de pesca, donde los recibió un hombre enjuto y rubicundo que llevaba un gorro mugriento calado hasta las orejas. Una especie de policía portuario, al parecer. El hombre le dio un flojo apretón de manos y acto seguido partieron, remando en el agua opaca, seguidos por otros tres botes con el resto de la preocupada escolta de Nirgal. El remero de su barca dijo algo y Nirgal tuvo que pedirle que lo repitiera; era como sí al hombre le faltara la mitad de la lengua.

—¿El dialecto que habla usted es cockney?

—Sí, cockney —dijo el hombre, y se echó a reír.

Nirgal rió también y se encogió de hombros. Era una palabra que recordaba haber leído, pero no sabía qué quería decir exactamente. Había oído centenares de dialectos ingleses, pero aquél presumiblemente debía de ser el principal, y apenas entendía algo. El hombre habló más despacio, pero fue peor aún. Le estaba describiendo y señalando el barrio por el que navegaban. El agua casi llegaba a los tejados.

—Barriadas —repitió varias veces, señalando con los remos.

Llegaron a un muelle flotante, junto a lo que parecía ser una señal de autopista que rezaba «OARE». Había varias embarcaciones mayores amarradas al muelle o meciéndose sujetas a sus anclas. El policía de puertos remó hasta una de ellas e indicó la escalerilla metálica unida al casco oxidado.

—Adelante.

Nirgal trepó al barco. En cubierta le esperaba un hombre tan bajo que tuvo que empinarse para estrechar la mano de Nirgal con un vigoroso apretón.

—Así que es usted un marciano —dijo, en un inglés parecido al del remero, pero mucho más comprensible—. Bienvenido a bordo de nuestro pequeño navío de investigación. Me dicen que ha venido buscando a la anciana dama asiática, ¿no es así?

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