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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (26 page)

BOOK: Marte Azul
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Y entonces empezó a diluviar, y Nirgal se encontró frente a un espectáculo que jamás había presenciado: del cielo caían rugientes cataratas de lluvia que salpicaban de explosiones líquidas los arroyos que se habían formado rápidamente en el suelo; el mundo fuera del pabellón se desdibujaba, se reducía a las manchas de color, verdes y pardas, de una acuarela. Maya sonreía:

—¡Es como si el océano nos estuviera cayendo encima!

—¡Cuánta agua! —exclamó Nirgal.

La primera ministra se encogió de hombros.

—Ocurre cada día durante el monzón. Ahora llueve más que antes, y ya entonces teníamos demasiada agua.

Nirgal asintió con un movimiento de cabeza y una punzada le atravesó las sienes. El dolor de respirar en el aire húmedo. Se estaba ahogando.

La primera ministra estaba explicándoles algo, pero a Nirgal la cabeza le dolía tanto que apenas podía seguirla. Cualquier miembro del movimiento independentista podía unirse a una filial de Praxis, y durante el primer año su trabajo consistía en construir centros de ayuda de emergencia como aquél. Con el ingreso en Praxis se adquiría el derecho al tratamiento de longevidad, que era administrado en los nuevos centros. Los implantes para el control de natalidad podían hacerse al mismo tiempo; eran reversibles, pero con el tiempo se convertían en permanentes. Muchos se los hacían como contribución a la causa.

—Los bebés vendrán más tarde, decimos. Ya habrá tiempo.

La gente deseaba unirse a ellos; casi todo el mundo lo había hecho ya. Armscor se había visto obligada a imitar el proceder de Praxis para conservar algunos trabajadores, y por eso ya poco importaba a qué organización se perteneciera; en Trinidad todas eran lo mismo. Los que acababan de recibir el tratamiento se dedicaban a construir más alojamientos, a trabajar en la agricultura o a la fabricación de equipamiento para hospitales. Trinidad ya era próspera antes de la inundación, como resultado de la explotación de las vastas reservas de petróleo y la inversión de las metanacs en el enchufe del cable. Una tradición progresista había puesto las bases de la resistencia en los años previos a la inoportuna llegada de la metanac. Ahora una creciente parte de la infraestructura estaba dedicada al proyecto de longevidad. La situación prometía. Cada campamento tenía su lista de espera para el tratamiento, y ellos mismos construían los lugares donde les sería administrado. Naturalmente, la población defendía con uñas y dientes esas infraestructuras. Aunque Armscor lo hubiese querido, habría sido muy difícil para sus fuerzas de seguridad apoderarse de los campamentos. Y de haberlo conseguido, no habrían encontrado nada de valor para ellos, puesto que ya habían recibido el tratamiento. Es decir, podían perpetrar un genocidio si querían, pero aparte de eso poco podían hacer para recuperar su dominio.

—Fue como si la isla echara a andar y se alejara de ellos —concluyó la primera ministra—. Ningún ejército puede impedir algo así. Es el final de la casta económica, de todas las castas. Estamos haciendo algo nuevo en la historia, instaurando un nuevo orden, como dijo en su discurso. Somos como Marte, en menor escala. Y tenerle aquí para presenciarlo, a un nieto de la isla, a usted, que tanto nos ha enseñado desde su hermoso mundo nuevo... es algo especial. Un festival, de veras. —Y al decir esto volvió a animarle el rostro aquella radiante sonrisa.

—¿Quién era el hombre que habló?

—Oh, era James.

La lluvia cesó de pronto. El sol asomó y los vapores cubrieron la tierra. Nirgal sudaba a chorros en el aire blanco y apenas podía respirar. Aire blanco, puntos negros flotando ante sus ojos.

—Creo que necesito tenderme un rato.

—Oh, sí, naturalmente. Debe de estar exhausto, abrumado.

Acompáñenos.

Lo llevaron a una pequeña dependencia en el mismo hospital. Le habían asignado una habitación luminosa con paredes de bambú, sin más mobiliario que un colchón en el suelo.

—Me temo que el colchón no es lo suficientemente largo.

—No importa.

Lo dejaron solo. Algo en la habitación le recordó el interior de la casita de Hiroko, en la arboleda de la orilla lejana del lago de Zigoto. No sólo el bambú, sino el tamaño y la forma de la habitación... y algo inaprensible, la luz verde que entraba a raudales, quizá. La sensación de la presencia de Hiroko fue tan intensa e inesperada que cuando los otros abandonaron la habitación Nirgal se dejó caer en el colchón y rompió a llorar. Se sentía muy confundido. Le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo la cabeza. Al fin dejó de llorar y cayó en un sueño profundo.

Despertó envuelto en tinieblas que olían a verde. No recordaba dónde estaba. Se volvió y quedó tendido de espaldas, y entonces recordó: estaba en la Tierra. Murmullos... se sentó, asustado. Una risa sofocada. Unas manos lo asieron y lo obligaron a tenderse de nuevo, pero sintió que eran manos amigas. «Shhh», dijo alguien, y lo besó. Otra persona manipulaba a tientas el cinturón y los botones de su pantalón. Mujeres, dos, tres, no, dos, con un perfume abrumador de jazmín y algo más, dos perfumes distintos aunque ambos cálidos. Pieles sudorosas, resbaladizas. Las arterias de la cabeza le latían con violencia. Eso le había ocurrido un par de veces cuando era más joven, cuando los cañones recién cubiertos eran mundos nuevos, y mujeres desconocidas querían quedarse embarazadas o simplemente divertirse. Después de los meses de celibato del viaje, era una delicia estrechar un cuerpo de mujer, besar y ser besado, y su miedo inicial se desvaneció en una confusión de manos y bocas, pechos y piernas entrelazadas.

—Hermana Tierra —jadeó. Se escuchaba el sonido distante de la música, piano, tambores y tablas, casi ahogada por el rumor del viento en el bambú. Una de las mujeres estaba encima y se apretaba contra él, y Nirgal supo que el tacto de las costillas de la mujer bajo sus manos le acompañaría siempre. La penetró, besándola. Pero la cabeza seguía latiéndole dolorosamente.

Cuando volvió a despertarse estaba empapado y desnudo sobre el colchón. Aún estaba oscuro. Se vistió y salió de la habitación, y avanzó por la penumbra de un pasillo hasta un porche cerrado. Había anochecido; había dormido buena parte del día. Sus compañeros de viaje estaban comiendo con un nutrido grupo. Nirgal les aseguró que estaba perfectamente, hambriento, de hecho.

Se sentó a la mesa. Fuera, entre los edificios bastos y mojados, un gran número de personas se había congregado en torno a una cocina al aire libre. Más allá el resplandor amarillo de una hoguera desgarraba la oscuridad; sus llamas dibujaban los rostros oscuros y se reflejaban en el blanco líquido de los ojos y los dientes. Los comensales del interior lo observaban. Los cabellos de color azabache de las mujeres jóvenes resplandecían como joyas, y algunas sonreían, y por un segundo Nirgal temió oler a sexo y perfume; pero el humo de la hoguera y los platos especiados sobre la mesa disiparon su preocupación: en una explosión de olores como aquélla era imposible rastrear el origen de ninguno... y además, la comida cargada de especias incapacitaba el sistema olfativo: curry, cayena, pescado con arroz y un vegetal que le abrasó la boca y la garganta; pasó la siguiente media hora parpadeando, sorbiendo por la nariz y bebiendo agua, con la cabeza ardiendo. Alguien le dio una rodaja de naranja escarchada, y como le refrescó la boca, tomó varias seguidas.

Cuando terminaron de comer, despejaron las mesas entre todos, como en Zigoto o Hiranyagarbha. Fuera los danzantes rodearon la hoguera, ataviados con los surrealistas disfraces de carnaval y máscaras de demonios y bestias, como en el Fassnacht de Nicosia, aunque las máscaras eran más pesadas y extrañas: demonios con muchos ojos y grandes dientes, elefantes, diosas. La silueta oscura de los árboles se recortaba contra el negro brumoso del cielo y las estrellas grandes y trémulas, y el follaje, en el cual alternaban el verde y el negro, se teñía de bermellón cuando las llamas saltaban hacia el cielo, como para marcar el ritmo de la danza. Una joven menuda, con seis brazos que se movían a la vez mientras bailaba, se acercó por detrás y se detuvo junto a Nirgal y Maya.

—Ésta es la danza de Ramayana —les dijo—. Es tan antigua como la civilización, y en ella se habla de Mángala.

Y acto seguido le dio a Nirgal un apretón familiar en el hombro, y él reconoció el perfume de jazmín. Sin una sonrisa, la mujer regresó a la hoguera. Los tambores seguían crescendo de las llamas y los danzantes gritaban. La cabeza de Nirgal latía a cada redoble, y a pesar de la naranja escarchada los ojos le lloraban a causa de la pimienta y le pesaban los párpados.

—Sé que parecerá extraño —dijo—, pero creo que necesito dormir otra vez.

Se despertó antes del alba y salió a la galería para contemplar el cielo que se aclaraba en una secuencia casi marciana, negro, púrpura, rojizo, rosado, antes de adquirir el sorprendente azul ciánico de una mañana tropical terrana. Todavía le dolía la cabeza, como si la tuviese atestada, pero al menos se sentía verdaderamente descansado y dispuesto a medirse con el mundo. Después de desayunar unas bananas de piel verde-parda, Sax y él se reunieron con algunos de los anfitriones para dar un paseo en coche por la isla.

Fuesen adonde fuesen, siempre había centenares de personas a la vista, menuda y de piel cobriza como la suya en el campo, más oscura en las ciudades. Unas grandes furgonetas que viajaban en grupo llevaban el mercado a aquellos poblados, demasiado pequeños para tener mercado propio. A Nirgal le sorprendió lo delgados que eran todos, de miembros afilados por el trabajo, como juncos. En ese contexto, las curvas de las mujeres jóvenes eran como los capullos de las flores, de existencia efímera.

Cuando advertían quién era corrían a saludarlo y estrecharle la mano. Sax sacudió la cabeza ante el espectáculo de Nirgal entre los nativos.

—Distribución bimodal —comentó—. No exactamente especiación... pero tal vez se produciría si pasara el tiempo suficiente. Divergencia isleña, muy darwiniano.

—Soy marciano —concedió Nirgal.

El complejo estaba situado en unos claros abiertos a golpe de machete en la jungla, que ahora intentaba recuperar el espacio en otro tiempo suyo. Los ladrillos de barro de los edificios más antiguos, ennegrecidos por el tiempo, empezaban a fundirse de nuevo con la tierra. Los cultivos de arroz estaban dispuestos en terrazas tan exquisitas que las colinas parecían más distantes. El verde luminoso de los tallos de arroz era un color desconocido en Marte. Nirgal no recordaba verdes más brillantes y esplendorosos que aquéllos; impresionaban vivamente su retina con su variedad e intensidad, mientras el sol le doraba la espalda:

—Es debido al color del cielo —explicó Sax cuando Nirgal se lo mencionó—. Los rojos del cielo marciano amortiguan los verdes.

El aire era denso, húmedo, rancio. El mar resplandeciente formaba un horizonte lejano. Nirgal tosió, respiró por la boca, se esforzó por olvidar las punzadas en las sienes y la frente.

—Padeces el síndrome de las cotas bajas —especuló Sax—. He leído que les ocurre a los habitantes del Himalaya y a los andinos cuando bajan al nivel del mar. Tiene relación con los niveles de acidez en sangre. Deberíamos haberte llevado a algún lugar más alto.

—¿Por qué no lo hicieron?

—Querían que vinieses aquí porque Desmond procede de aquí. Ésta es tu tierra natal. En realidad, la elección de nuestro próximo destino parece haber provocado un pequeño conflicto.

—¿También aquí?

—Más aún que en Marte, diría.

Nirgal gimió. El peso de aquel mundo, el aire sofocante...

—Voy a correr un poco —dijo, y salió.

Al principio sintió el habitual alivio, las sensaciones y respuestas que le recordaron que todavía era él. Pero en lugar de alcanzar aquel estado del
lung-gom-pa
en que correr era como respirar, algo que podía hacer indefinidamente, empezó a sentir la presión del aire pesado en los pulmones y de la mirada de la gente menuda con la que se cruzaba, y sobre todo su propio peso destrozándole las articulaciones. Era como si cargara una persona invisible a la espalda, sólo que el peso estaba en su interior, como si los huesos se hubiesen convertido en plomo. Le ardían los pulmones y al mismo tiempo los sentía encharcados, y ninguna tos conseguía despejarlos. Vio a algunos individuos altos con vestimenta occidental detrás de él, montados en triciclos que al cruzar los charcos salpicaban a los transeúntes. Pero los nativos se echaban a la carretera detrás de él, y obstaculizaban el paso de los triciclos, con los ojos y los dientes centelleantes en los rostros oscuros, hablando y riendo. Los hombres de los triciclos tenían rostros inexpresivos y no apartaban la vista de Nirgal. Pero no increpaban a la multitud. Nirgal emprendió el regreso hacia el campamento por otra carretera. Ahora las colinas resplandecían a su derecha. Sus piernas vibraban a cada tranco, y al fin pensó que lo sostenían troncos en llamas. ¡Esa carrera le haría daño! Además, le parecía llevar un globo gigantesco por cabeza y que las plantas verdes y húmedas extendían sus ramas para alcanzarle, un centenar de tonalidades de verde llameante se fundían en una única banda de color y ceñían el mundo. Unos puntos negros flotaban ante sus ojos.

—Hiroko —jadeó, y siguió corriendo con las lágrimas surcándole por el rostro, aunque nadie habría podido distinguirlas del sudor—. ¡Hiroko, esto no es como dijiste!

Avanzó vacilante sobre el suelo ocre de la urbanización y docenas de personas lo siguieron mientras se acercaba a Maya. Aunque estaba empapado, la abrazó y apoyó la cabeza en su hombro, sollozando.

—Tenemos que ir a Europa —dijo Maya, airada, a alguien detrás de él—. Ha sido una estupidez traerlo directamente a los trópicos.

Nirgal se volvió para mirar. Maya hablaba con la primera ministra.

—Así hemos vivido siempre —contestó ella, y atravesó a Nirgal con una mirada orgullosa y resentida.

Pero Maya no pareció intimidada.

—Tenemos que ir a Berna —dijo.

Volaron a Suiza en un pequeño avión espacial proporcionado por Praxis. Durante el viaje contemplaron la Tierra desde una altura de treinta mil metros: el Atlántico azul, las escarpadas montañas de España, que recordaban a los Hellespontus, Francia y después la blanca línea de los Alpes, montañas diferentes de las que había visto durante su vida. Nirgal se sentía como en casa en la atmósfera fría del avión, y le contrarió pensar que no era capaz de tolerar el aire natural de la Tierra.

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