Marte Azul (23 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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El gran tablero de anuncios era un buen indicador del talante del congreso. Art leía allí como quien lee los mensajes de las galletas de la fortuna, y de hecho cierto día encontró uno que decía «Te gusta la comida china»; aunque por lo general los mensajes solían tener una mayor carga política. A menudo eran comentarios surgidos en las reuniones: «Ninguna tienda es una isla»; «Si no puedes permitirte tener un hogar, entonces es tu derecho al voto lo que es un mal chiste»; «Mantenga la distancia, no cambie de velocidad bruscamente, no choque contra nada»; «La salute non si paga». Y también había cosas que nadie había dicho: «Haz para los demás»; «Los rojos tienen raíces verdes»; «El mayor espectáculo de la Tierra»; «Ni reyes ni presidentes»; «El Gran Hombre detesta la política»; «En fin, somos el pequeño pueblo rojo».

A Art ya no le sorprendía que lo abordasen personas que hablaban en árabe o hindi o en algún idioma que no reconocía, que lo miraban a los ojos mientras la IA traducía al inglés con acento de la BBC o del Medio Oeste o del funcionariado de Nueva Delhi, expresando un parecer político impredecible. Era alentador, no por la traducción de la IA, que no hacía sino poner distancia, de manera menos extremada que la teleparticipación, pero aun así radicalmente distinta del «hablar cara a cara», sino por la mezcla política, que hacía impracticable el voto por cabeza de delegación o incluso pensar en los distritos electorales corrientes.

Formaban una extraña congregación. Pero el proceso continuó, y todos acabaron por acostumbrarse a él; adquirió esa cualidad de sempiterno que los acontecimientos que se prolongan ganan con el tiempo. Pero cierta noche, ya muy tarde, después de una extravagante conversación traducida durante la cual la IA de la joven interlocutora de Art habló en pareados que rimaban (y él no pudo averiguar en qué idioma hablaba ella), Art regresó a la oficina paseando por los almacenes, rodeó la mesa de mesas, donde todavía se estaba trabajando, a pesar de que ya había pasado el lapso marciano, y se detuvo para saludar a un grupo; y después, perdido el ímpetu, se dejó caer contra una pared lateral, a medias alerta, a medias dormido, pues el agotamiento apagaba el burbujeo del kavajava ingerido. Y volvió a experimentar esa sensación de extrañeza. Fue una suerte de visión hipnagógica. Las sombras se congregaban en las esquinas, innumerables sombras, y había ojos en esas sombras. Formas, como cuerpos inmateriales: todos los muertos y todos los no nacidos estaban en el almacén para ser testigos de aquel momento. Como si la historia fuese un tapiz y el congreso el telar en el que todo estaba cobrando forma, el momento con su milagrosa presencia, y todo su potencial estaba concentrado en los átomos de los participantes, en sus voces. Volvían la vista al pasado y eran capaces de verlo como un largo y único tapiz de acontecimientos entrelazados; y miraban hacia el futuro, incapaces de anticipar nada de lo que les aguardaba allí, aunque las hebras se bifurcaban y mostraban una explosión de posibilidades, y el futuro podía ser entonces cualquier cosa: existían dos clases de inmensidad inalcanzable. Y todos viajaban juntos, del pasado al futuro, a través del gran telar del presente, del ahora: los fantasmas podían observar, desde el pasado y desde el futuro, pero aquél era el momento en que debían entretejer toda la sabiduría que pudiesen reunir para transmitirla a las futuras generaciones.

Podían hacer cualquier cosa. Eso era, en parte, lo que dificultaba que el congreso llegase a una conclusión. Las posibilidades infinitas iban a colapsarse, en el acto de escoger, en la línea única de la historia mundial. El futuro se convertía en el pasado: había algo decepcionante en este paso por el telar, en esta abrupta disminución de infinito a uno, en el colapso de lo potencial en lo real, que era la acción del tiempo. Lo potencial era tan delicioso: podían acceder, potencialmente, a lo mejor de los mejores gobiernos de todos los tiempos y combinar mágicamente todo aquello en una soberbia síntesis nunca vista; o dejar todo a un lado y emprender un nuevo camino hacia el corazón de un gobierno justo... Ir de todo eso a la problemática mundana de la redacción de la constitución era una desilusión necesaria, y la gente, instintivamente, tendía a diferirla.

Por otra parte, era aconsejable que la misión diplomática enviada a la Tierra llegara con un documento definitivo para presentar ante la UN y los pueblos de la Tierra. No podían seguir aplazándolo, tenían que terminar lo que habían empezado; y no para presentar ante la Tierra un gobierno establecido, sino para empezar a vivir la vida después de la crisis, fuere la que fuese.

Nadia era muy consciente de ello, y empezó a exigirse hasta el límite.

—Es hora de colocar la clave del arco —le dijo a Art una mañana. Y desde ese momento se mostró infatigable: se reunía con delegaciones y comités, insistiendo en que debían terminar aquello en lo que estuviesen trabajando, en que lo presentaran a la mesa para decidir sobre su inclusión final. Esta insistencia invariable revelaba algo que hasta entonces no había sido evidente; todos los temas se habían resuelto de manera satisfactoria para la mayoría de las delegaciones. Habían confeccionado algo viable, que agradaba a la mayoría, o que al menos en opinión de la mayoría valía la pena intentar, con procedimientos de enmienda que les permitirían realizar modificaciones más adelante. Los nativos jóvenes en particular parecían felices, estaban orgullosos del trabajo que habían realizado y satisfechos de haber mantenido el énfasis en la semiautonomía local e institucionalizado la forma de vida de la mayoría de ellos bajo la Autoridad Transitoria.

De manera que las numerosas restricciones al gobierno de una mayoría no los inquietaban, a pesar de que ellos eran la mayoría en aquellos momentos. Con el propósito de no parecer derrotados por esa circunstancia, Jackie y su círculo se vieron obligados a simular que nunca habían defendido una presidencia fuerte y un gobierno central; juraban y perjuraban que la idea de un consejo ejecutivo, elegido por un cuerpo legislativo, a la manera suiza, había partido de ellos. Afirmaciones de esta clase se repetían a menudo, y Art las corroboraba gustosamente:

—Sí, lo recuerdo, fue aquella noche, que nos quedamos levantados para ver la salida del sol y nos preguntábamos qué hacer, cuando se les ocurrió esa buena idea.

Buenas ideas por todas partes, que iniciaron la espiral de la clausura. El gobierno global diseñado sería una confederación dirigida por un consejo ejecutivo de siete miembros, elegido por un cuerpo legislativo de dos cámaras. Una rama legislativa, la duma, estaría compuesta por un amplio grupo de representantes elegidos entre la población; la otra, el senado, por un grupo más reducido de representantes de ciudades o pueblos con más de quinientos habitantes. El cuerpo legislativo sería, considerándolo todo, bastante débil; elegiría el consejo ejecutivo y ayudaría a seleccionar los jueces de los tribunales, y se les encomendarían las tareas legislativas de las ciudades. La rama judicial tendría más poder; incluiría no sólo los tribunales penales, sino también una suerte de doble tribunal supremo, una mitad, un tribunal constitucional y la otra, un tribunal medioambiental, y los miembros de ambos cuerpos serían designados por sorteo. El tribunal medioambiental fallaría en las disputas concernientes a la terraformación y otros cambios medioambientales, mientras que el tribunal constitucional decidiría la constitucionalidad del resto de los asuntos, incluyendo leyes ciudadanas recusadas. Un brazo del tribunal medioambiental formaría una comisión de tierras, encargada de supervisar la administración de la tierra, que sería propiedad del conjunto de los marcianos, de acuerdo con el punto tercero del acuerdo de Dorsa Brevia; no existiría propiedad privada, sólo diversos derechos de ocupación regulados mediante contratos de arrendamiento, y la comisión de tierras debía resolver en esas cuestiones. La correspondiente comisión económica funcionaría bajo el tribunal constitucional, y estaría compuesta en parte por representantes de las cooperativas gremiales, que serían creadas para las diferentes profesiones e industrias. Esta comisión supervisaría el establecimiento de una versión de la eco-economía de la resistencia, con empresas sin ánimo de lucro, concentradas en la esfera pública, y empresas con fines lucrativos, gravadas con impuestos, que tendrían límites fijados por ley y serían propiedad de sus trabajadores.

Esta expansión del poder judicial satisfacía el deseo que tenían de un gobierno global fuerte, sin dar a un cuerpo ejecutivo demasiado poder; era además una respuesta al papel heroico jugado por el Tribunal Mundial de la Tierra en el siglo anterior, cuando casi todas las demás instituciones terranas habían sido compradas o se habían hundido bajo las presiones metanacionales; sólo el Tribunal Mundial se había mantenido firme, y había emitido un fallo detrás de otro en favor de los desposeídos de los derechos civiles y de las tierras, en una acción de retaguardia, casi menospreciada y sin duda simbólica, contra los desmanes de las metanacs; una fuerza moral que, si hubiera tenido más dientes, podría haber conseguido mucho. La resistencia marciana recordaba su valentía.

De ahí el gobierno marciano. La constitución contenía una larga lista de derechos humanos, incluidos los derechos sociales; las directrices para las comisiones económica y de la tierra; el sistema australiano de voto para los cargos electivos; una previsión de enmiendas; etcétera. A última hora añadieron al texto de la constitución la vasta colección de materiales que habían acumulado durante el proceso, que llamaron Notas de Trabajo y Comentarios, para ayudar a los tribunales a interpretar el documento principal, e incluía todo lo que las delegaciones habían dicho en la mesa de mesas, lo que se había escrito en las pantallas del complejo de almacenes y lo recibido en el correo.

La mayor parte de las cuestiones peliagudas se habían resuelto, o al menos se las había barrido bajo la alfombra; el asunto pendiente de mayor importancia era la objeción roja. Art intervino, orquestando varias concesiones de última hora a los rojos, como por ejemplo la concertación de numerosas reuniones con los tribunales medioambientales. Esas concesiones fueron denominadas posteriormente el «Gran Gesto». Como respuesta, Irishka, hablando en nombre de todos los rojos que aún intervenían en el proceso político, aceptó la permanencia del cable, que la UNTA estuviera presente en Sheffield, que la inmigración terrana continuara, aunque sujeta a restricciones, y por último que prosiguiera la terraformación, de forma lenta y no agresiva, hasta que la presión atmosférica a seis mil metros sobre la línea de referencia alcanzase los 350 milibares, cifra que sería revisada cada cinco años. Y de esa manera se salvó el escollo rojo, o al menos se limó.

Coyote movió la cabeza al ver el desarrollo de los acontecimientos.

—Después de toda revolución se da un interregno, durante el cual las comunidades se rigen a sí mismas y las cosas funcionan, y entonces llega el nuevo régimen y lo fastidia todo. Creo que ahora se debería visitar las tiendas y los cañones, y preguntarles con toda humildad cómo han estado llevando las cosas estos últimos meses, y entonces tirar esta quimérica constitución y decir adelante.

—Pero si eso es lo que dice la constitución —bromeó Art. Coyote no se rió.

—Hay que ser muy escrupuloso para no reunir el poder en el centro sólo porque uno puede hacerlo. El poder corrompe, ésa es la ley básica de la política. Quizá la única ley.

En cuanto a la UNTA, era difícil saber qué pensaban, porque las opiniones en la Tierra estaban divididas: una facción estrepitosa exigía la reconquista de Marte, y que todos los congresistas de Pavonis fueran encarcelados o colgados. La mayoría de los terranos se mostraba más flexible, sin duda porque seguían muy preocupados por la crisis que se desarrollaba en su propia casa. Por el momento, la UNTA importaba menos que los rojos. Aquél era el espacio que les había proporcionado la revolución a los marcianos. Ahora estaban a punto de llenarlo.

Todas las noches de esa semana final, Art se acostaba con el juicio perturbado por los peros y el kava, y aunque estaba exhausto se despertaba a menudo y se revolvía bajo la fuerza de algún pensamiento aparentemente lúcido que a la mañana había desaparecido o se revelaba descabellado. Nadia dormía tan mal como él, en el sofá contiguo o en la silla. A veces se quedaban dormidos comentando un tema u otro, y se despertaban vestidos y entrelazados, aferrados el uno al otro como niños en una tormenta. El calor de otro cuerpo era el mejor de los consuelos. Y una vez, a la pálida luz ultravioleta que precede al alba, se despertaron y hablaron largamente rodeados por el frío silencio del edificio, en un pequeño capullo de calor y camaradería. Otra mente con la que conversar. De colegas a amigos; de amigos a amantes, quizá, o a algo semejante. Nadia no parecía muy propensa a ningún género de romanticismo; pero Art estaba enamorado, sin ninguna duda, y en los ojos moteados de Nadia centelleaba un nuevo afecto, o así lo creía él. De modo que al término de los largos días de la fase final del congreso yacían en los sofás y hablaban, y ella le masajeaba los hombros, o él a ella, y entonces caían en una especie de coma, derribados por el agotamiento. La aprobación de ese documento generaba en ellos mucha más tensión de la que estaban dispuestos a admitir, excepto en aquellos momentos, abrazados contra el frío mundo exterior. Un nuevo amor; a pesar de que Nadia no era nada sentimental, Art no encontraba otra manera de definirlo. Se sentía feliz.

Y le divirtió, pero no le sorprendió, que una mañana al despertarse, Nadia dijera:

—Sometámosla a voto.

Art habló con los suizos y los expertos de Dorsa Brevia, y los primeros propusieron al congreso la votación de la constitución que tenían sobre la mesa en aquellos momentos: votarían punto por punto, como se había acordado al comenzar. Inmediatamente se produjo un frenético comercio de votos, ante el cual la bolsa terrana pareció un juego de niños. Entretanto los suizos fijaron el sistema que se emplearía en los tres días siguientes: se concedió un voto a cada grupo para los párrafos numerados del borrador de la constitución. Los ochenta y nueve párrafos fueron aprobados, y la enorme colección de «material explicativo» se añadió oficialmente al texto principal.

Después de eso, llegó la hora del sufragio de la población marciana. En L
s
158, el 11 del primer octubre, año marciano 52 (en la Tierra, 27 de febrero de 2128), la población de Marte, los de más de cinco años marcianos, votó mediante la consola de muñeca sobre el documento resultante. Hubo una participación del noventa y cinco por ciento, lo que supuso unos nueve millones de votos. Tenían un gobierno.

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