Authors: Kim Stanley Robinson
—¡Eh, Zo! —saludó la matarife, y se acercó a ellos—. ¿Te vienes con nosotros al cuello ancestral?
—No —contestó Zo.
—¿El cuello ancestral? —preguntó Nirgal.
—El Estrecho de Boone —dijo Zo—. La ciudad que hay en la península polar.
—¿Por qué ancestral?
—Ella es la bisnieta de John Boone —explicó la matarife.
—¿Por parte de quién? —preguntó Nirgal mirando a Zo.
—Jackie Boone —dijo ella—. Es mi madre.
Nirgal se las arregló para asentir y se reclinó en la silla. El bebé que amamantaba Jackie en Cairo. La semejanza con la madre era evidente una vez que se conocía el parentesco. Se le erizó el vello, y se asió los brazos, tembloroso.
—Debo estar haciéndome viejo —musitó.
Ella sonrió y de pronto Nirgal comprendió que había sabido todo el tiempo quién era él. Había estado jugando con él, le había tendido una celada, sin duda como experimento o tal vez para disgustar a su madre, o por razones que no atinaba a imaginar. Para divertirse.
Zo lo miraba tratando de parecer seria.
—No importa —dijo.
—No —coincidió él. Porque había otros salvajes en las tierras agrestes del interior.
Fueron tiempos agitados en los que la presión demográfica lo determinaba todo. El plan general para pasar los años hipermaltusianos estaba claro y había resultado bastante efectivo: cada generación era más reducida. A pesar de todo la Tierra tenía dieciocho mil millones de habitantes, y Marte dieciocho, y los nacimientos seguían produciéndose, igual que la emigración de la Tierra a Marte, y en ambos mundos gritaban «¡Basta!, ¡Basta!».
Cuando ciertos terranos oyeron quejarse a los marcianos se enfurecieron. El concepto de capacidad de sostén perdía todo sentido ante las cifras, ante las imágenes que aparecían en las pantallas. El gobierno global marciano intentó refrenar esa cólera explicando que la nueva biosfera de Marte, demasiado pobre, no podría sostener a tanta gente como la vieja y gorda Tierra. También empujó a la industria astronáutica marciana a meterse en el negocio de los transbordadores y desarrolló con rapidez un programa para convertir los asteroides en ciudades flotantes. Este programa fue una ramificación inesperada del sistema penitenciario marciano. Durante muchos años en Marte el castigo por crímenes graves había sido el exilio permanente del planeta, que empezaba con algunos años de confinamiento y trabajos forzados en las nuevas colonias de los asteroides. Después de cumplir la condena al gobierno marciano le era indiferente el destino de los exiliados, siempre que no volvieran a Marte. Por tanto, inevitablemente, un flujo continuo de personas llegaba a Hebe, desembarcaba, cumplía su condena y luego se marchaba a otro sitio, a veces a los aún escasamente poblados satélites exteriores, otras, de vuelta al sistema solar, pero más a menudo a alguna de las colonias instaladas en los numerosos asteroides perforados. Da Vinci y otras cooperativas fabricaban y distribuían material para esos nuevos asentamientos, porque el programa era en verdad sencillo. Los equipos de exploración habian encontrado miles de candidatos en el cinturón de asteroides y dejaban lo necesario para la transformación en los más adecuados. Un equipo de excavadoras robóticas autorreplicantes empezaba a trabajar en un extremo del asteroide: taladraban y arrojaban buena parte de los escombros al espacio, y utilizaban el resto para fabricar mas excavadoras y como combustible. Cerraban el extremo abierto del agujero e imprimían un movimiento rotatorio al asteroide, de manera que la faena centrífuga creara un equivalente de la gravedad. Se encendían dentro de esos huecos cilindricos unas potentes lámparas llamadas lincas o manchas de sol, que proporcionaban niveles lumínicos equivalentes al día terrano o marciano. La gravedad se ajustaba también a uno u otro modelo: había ciudades marcianas y otras terranas, y algunas con características entre ambos extremos, e incluso mas allá, al menos en lo concerniente a la luz; muchos de esos pequeños mundos estaban experimentando con gravedades muy bajas.
Existían algunas alianzas entre esas nuevas ciudades-estado, y a menudo vínculos con la organización fundadora en el mundo natal, pero ninguna organización general. Habitadas sobre todo por exiliados marcianos, en los primeros tiempos habían surgido actitudes hostiles hacia los transeúntes e intentos de cobrar peaje a las naves espaciales, extremadamente descarados y abusivos. Pero los transbordadores que cruzaban los cinturones viajaban a gran velocidad y ligeramente por encima o por debajo del plano de la eclíptica para evitar el polvo y los escombros, presencia agravada por la perforación de los asteroides. Era difícil exigir un peaje a esas naves sin amenazar con destruirlas. Y por eso la moda de los peajes tuvo corta vida.
Tanto la Tierra como Marte se veían sometidos a presiones demográficas cada vez más intensas, y las cooperativas marcianas hacían lo posible por favorecer el rápido desarrollo de las nuevas ciudades asteroidales. Se construían además grandes asentamientos cubiertos con tiendas en las lunas de Júpiter y Saturno, y en los últimos tiempos, de Urano, a los que probablemente seguirían Neptuno y Plutón. Los grandes satélites de los gigantes gaseosos eran en realidad pequeños planetas, y sus moradores trabajaban en proyectos de terraformación, en general a largo plazo, todo dependía de la situación local. Ninguno podría ser terraformado deprisa, pero en todos el proceso parecía viable, al menos hasta cierto punto, y ofrecían la tentadora oportunidad de un mundo nuevo. Titán, por ejemplo, empezaba a salir de su bruma de nitrógeno, pues los colonos que vivían en tiendas en las pequeñas lunas cercanas calentaban y enviaban el oxígeno de superficie del gran satélite a su atmósfera. Titán tenía los gases adecuados para la terraformación, y aunque se encontraba a gran distancia del sol y recibía sólo un uno por ciento de la insolación de la Tierra, un conjunto de espejos añadía cada vez más luz, y los lugareños consideraban la posibilidad de colocar linternas de fusión de deuterio en su órbita para luminarlo aún más. Ésa sería una alternativa a otro ingenio que los saturninos se habían resistido a utilizar hasta el momento, las linternas de gas que cruzaban las atmósferas superiores de Júpiter y Urano recogiendo y quemando helio y otros gases, llamaradas cuya luz era reflejada hacia el exterior mediante discos electromagnéticos. Pero los saturninos habían desechado su empleo porque no querían alterar el aspecto del planeta de los anillos.
Por tanto las cooperativas marcianas estaban muy atareadas en las órbitas exteriores ayudando a marcianos y terranos a emigrar a los nuevos y diminutos mundos. Pronto un centenar y luego un millar de asteroides y lunas estuvieron habitados y recibieron un nombre, y el proceso prosperó, convirtiéndose en lo que algunos dieron en llamar la diáspora explosiva y otros el Accelerando. La gente lo acogió con entusiasmo y en todas partes creció el sentimiento del poder de la humanidad para crear, de su vitalidad y su flexibilidad. El Accelerando se entendió como la respuesta a la crisis suprema de la oleada demográfica, tan grave que la inundación terrana de 2129 parecía en comparación poco más que una molesta marea alta. Esa crisis podía haber desencadenado un desastre definitivo, un descenso al caos y la barbarie, pero en cambio había provocado el florecimiento de la civilización más importante de la historia, un nuevo renacimiento.
Muchos historiadores y sociólogos intentaban explicar la vibrante naturaleza de esa edad de acendrada conciencia. Una escuela de historiadores, el Grupo del Diluvio, se remontaba a la inundación terrana y veía en ella la causa del renacimiento: un salto forzado a un nivel superior. Otra proponía la llamada Explicación Técnica: la humanidad había pasado a un nuevo nivel de competencia tecnológica, afirmaban, como lo había hecho aproximadamente cada medio siglo desde la revolución industrial. El Grupo del Diluvio tendía a utilizar el término diáspora, y los Técnicos,
Accelerando
. En la década de 2170 la historiadora marciana Charlotte Dorsa Brevia publicó en varios volúmenes una densa metahistoria analítica, como ella la llamaba, en la que sostenía que la gran inundación había actuado como factor desencadenante y los avances técnicos lo habían hecho posible. Pero que el carácter específico del nuevo renacimiento provenía de algo mas fundamental, del cambio de un modelo socioeconómico global a otro, exponía un «complejo de paradigmas residuales/emergentes superpuestos», según el cual toda gran era socioeconómica se componía más o menos a partes iguales de los sistemas inmediatamente anteriores y posteriores, que no obstante no eran los únicos; constituían el grueso del complejo y aportaban los factores más contradictorios, pero otras características relevantes provenían de sistemas más arcaicos y de vislumbres de tendencias que no florecerían hasta mucho después.
Así por ejemplo, el feudalismo era para Charlotte resultado del choque de un sistema residual de monarquía absoluta religiosa y del sistema emergente del capitalismo, con importantes ecos de las castas tribales, más arcaicas, y débiles presagios del humanismo individualista posterior. La relación entre esas fuerzas cambió con el tiempo hasta que el Renacimiento del siglo XVI dio paso a la era capitalista. El capitalismo incluía, a su vez, elementos contrapuestos del feudalismo residual y de un orden futuro emergente que empezaba a perfilarse en esos momentos y que Charlotte llamaba democracia. Y ahora estaban en plena era democrática, afirmaba, al menos en Marte. La incompatibilidad de sus constituyentes quedaba subrayada por la desgraciada experiencia de la sombra crítica del capitalismo, el socialismo, que había teorizado la verdadera democracia y la había escogido, pero en el intento de ponerla en práctica había empleado los métodos disponibles en su tiempo, los mismos métodos feudales del capitalismo; las dos versiones de la mezcla habían resultado ser tan destructivas e injustas como el padre residual común. Las jerarquías feudales del capitalismo habían tenido sus equivalentes en los experimentos socialistas, y aquélla había sido una era tensa y caótica de lucha dinámica entre feudalismo y democracia.
Pero en Marte la era democrática había surgido al fin de la era capitalista, según la lógica del paradigma de Charlotte, una lucha entre los residuos belicosos y competitivos del sistema capitalista y algunos aspectos emergentes de un orden más allá de la democracia, orden que aún no podía ser caracterizado con detalle pues nunca había existido, pero para el cual Charlotte aventuraba el nombre de Armonía, o Buena Voluntad General. Ella realizaba un estudio detenido de las diferencias evidentes entre la economía cooperativa y el capitalismo desde una perspectiva metahistórica más amplia y la identificación de un extenso movimiento en la historia que los comentaristas llamaban Gran Péndulo, un movimiento desde los arraigados vestigios de las jerarquías dominantes de nuestros ancestros, primates de la sabana, hacia la lenta, incierta, dificultosa, no predeterminada y libre emergencia de una armonía e igualdad que caracterizarían la verdadera democracia. Ambos elementos en pugna habían existido siempre, y el equilibrio entre ambos había ido cambiando lentamente a lo largo de la historia de la humanidad: la dominación de las jerarquías se había ocultado detrás de todos los sistemas aparecidos hasta ese momento, pero al mismo tiempo los valores democráticos se habían expuesto siempre como esperanza, expresados en la conciencia del valor del individuo y en el rechazo de las jerarquías, que al fin y al cabo eran impuestas. Y mientras el péndulo de la metahistoria oscilaba a lo largo de los siglos, los intentos notablemente imperfectos de instituir la democracia habían ido ganando poder. En un reducido círculo de seres humanos había imperado el igualitarismo, en las sociedades esclavistas de la antigua Grecia o la Norteamérica revolucionaria, por ejemplo, pero el círculo de iguales se había ampliado algo más en las últimas «democracias capitalistas», y en el momento presente no solamente todos los humanos eran iguales (al menos en teoría), sino que se tomaba en consideración a los animales, e incluso a las plantas, los ecosistemas y los mismos elementos. Charlotte incluía estas últimas extensiones de la «ciudadanía» entre los rasgos precursores del sistema emergente que tal vez siguiese a las llamadas democracias, el período de utópica «armonía» postulado en su teoría. Los destellos eran tenues, y el distante y esperado sistema una vaga hipótesis. Cuando Sax Russell leyó los últimos volúmenes de la obra, examinando ávidamente los interminables ejemplos y argumentos, leyendo con creciente excitación porque al fin encontraba un paradigma general que le posibilitaría la comprensión de la historia, no pudo dejar de preguntarse si aquella era putativa de armonía y buena voluntad universales sobrevendría alguna vez; él opinaba que en la historia humana existía una suerte de curva asintótica, el lastre del cuerpo tal vez, que mantendría a la civilización luchando en la edad de la democracia, luchando siempre por elevarse, lejos de la reincidencia pero no obstante sin avanzar demasiado; pero ese estado de cosas le parecía lo suficientemente bueno como para llamarlo civilización lograda. Comer lo suficiente era tan bueno como darse un festín, despues de todo.
En cualquier caso, la metahistoria de Charlotte tuvo mucha influencia, pues proporcionaba a la explosiva diaspora algo semejante a un relato maestro. Y de este modo ella pasó a engrosar la pequeña lista de historiadores cuyos análisis habían afectado el curso de su propio tiempo, gentes como Platón, Plutarco, Bacon, Gibbon, Chamfort, Carlyle, Emerson, Marx y Spengler, y en Marte, antes de Charlotte, Michel Duval. Se aceptaba que el capitalismo había sido el conflicto entre feudalismo y democracia y que el presente era la edad democrática, el conflicto entre capitalismo y armonía, susceptible de transformarse en algo distinto (Charlotte insistía en que no existía el determinismo histórico, sino sólo los repetidos esfuerzos de la humanidad por dar vida a sus esperanzas; era el reconocimiento retroactivo del analista de esas esperanzas hechas realidad lo que creaba la ilusión del determinismo). Cualquier cosa habría sido posible: caer en la anarquía general o convertirse en un estado policial universal para «pasar» los años de crisis; pero puesto que las grandes metanacionales terrestres se habían transmutado en cooperativas propiedad de sus trabajadores, al estilo de Praxis, estaban en la democracia. Habían hecho realidad esa esperanza.