Authors: Kim Stanley Robinson
Para Zo, el resto de lo que en la Tierra le importaba era Calcuta. Bueno, no exactamente así, pero Calcuta era insustituible. Una humanidad fétida en su más alto grado de compactación; en cuanto salía de la habitación nunca tenía menos de quinientas personas a la vista, y por lo general, unos cuantos miles. La visión de toda esa vida en las calles proporcionaba una alegría monstruosa: un mundo de enanos que en cuanto la veían se congregaban a su alrededor como polluelos. Aunque Zo tenía que admitir que la actitud de las masas obedecía más a la curiosidad que al hambre; y se interesaban más en su exoesqueleto que en ella. Y no parecían del todo infelices, delgados pero no demacrados, a pesar de vivir en las calles, que se habían convertido en cooperativas: la gente las arrendaba, las barría, regulaba los millones de pequeños mercados, cultivaba cada plaza y dormía en ellas. Así era la vida en la Tierra a finales del holoceno. Después de Ariadna, la caída había sido continua.
Zo fue a Prahapore, un enclave en las colinas al norte de la ciudad. Allí estaba uno de los espías terranos de Jackie, en una atestada residencia de agobiados funcionarios que vivían delante de las pantallas y dormían bajo las mesas. El contacto de Jackie era una programadora-traductora que dominaba el mandarín, el urdú, el dravídico y el vietnamita, además de su hindi nativo y del inglés. Era una pieza clave en una amplia red de escuchas y mantenía a Jackie al tanto de las conversaciones entre India y China sobre Marte.
—Naturalmente enviarán más gente a Marte —le dijo la corpulenta mujer a Zo en cuanto hubieron salido al pequeño jardin—. Es así. Pero tengo la impresión de que los dos gobiernos creen que sus problemas demográficos alcanzarán una solución a largo plazo. Nadie espera tener más de un hijo. Y no sólo por ley, pues también lo dicta la tradición.
—La ley uterina —comentó Zo.
La mujer se encogió de hombros.
—Seguramente. Una tradición arraigada, de cualquier modo. La gente mira alrededor y comprende el problema. Esperan recibir el tratamiento de longevidad y el implante de esterilización al mismo tiempo. En India, se sienten afortunados si les dan permiso para que les quiten los implantes, y después del primer hijo esperan la esterilización definitiva. Incluso los fundamentalistas hindúes lo han aceptado, pues la presión social era excesiva. Y los chinos llevan siglos practicándolo.
—Entonces Marte tiene menos que temer de ellos de lo que Jackie piensa.
—Bueno, siguen con la intención de enviar emigrantes, forma parte de la estrategia general. Y la resistencia a la ley de hijo único es fuerte en algunos países católicos y musulmanes; además, a varias naciones les gustaría colonizar Marte como si estuviera vacío. La amenaza se desplaza ahora de India y China a las Filipinas, Brasil y Pakistán.
—Humm —murmuró Zo. Hablar de emigración siempre le producía una sensación opresiva. Amenazada por los lémmings—. ¿Qué me dice de las ex metanacs?
—El Ge Once está reagrupandose para apoyar a las viejas metanacionales más fuertes, y buscarán lugares donde afianzarse. Son infinitamente más débiles que antes de la inundación, pero siguen teniendo mucha influencia en Norteamérica, Rusia, Europa y Sudamérica. Dígale a Jackie que vigile los movimientos de Japón en los próximos meses, comprenderá a qué me refiero.
Conectaron las consolas de muñeca para que la mujer hiciera una transferencia segura de información a Jackie.
—Muy bien —dijo Zo. De pronto se sentía cansada, como si un hombre pesado se hubiese metido en el exoesqueleto con ella e intentara arrastrarla hacia abajo. La Tierra y su gravedad. Algunos decían que les gustaba el peso, como si lo necesitaran para convencerse de que eran reales. No era el caso de Zo. La Tierra era el exotismo por definición, y muy interesante, pero de pronto anheló estar en casa. Desconectó la consola imaginando ese perfecto término medio, ese equilibrio entre voluntad y carne: la exquisita gravedad de Marte.
Tras el descenso en el ascensor espacial desde Clarke, viaje que duraba más que el vuelo desde la Tierra, al fin puso los pies en el único mundo real, Marte el magnífico.
—No hay nada como el hogar —dijo Zo a la gente que esperaba en la estación de Sheffield, y luego se sentó feliz en el tren, que siguió las pistas que descendían por Tharsis y enfiló hacia el norte, hacia el Mirador de Echus.
La pequeña ciudad había crecido desde sus tímidos comienzos como cuartel general de la terraformación, pero no demasiado; quedaba fuera de las rutas transitadas y había sido excavada en la empinada pared oriental de Echus Chasma, de manera que de sus tres kilómetros verticales apenas eran visibles una pequeña franja en el altiplano de la cima y otra en la base, casi como dos pueblos separados conectados por un metro vertical. De hecho, de no ser por los aviadores, el Mirador de Echus pronto habría caído en la categoría de monumento histórico aletargado, como la Colina Subterránea o Senzeni Na, o los escondites helados del sur. Pero la pared oriental de Echus Chasma se encontraba en la ruta de los vientos del oeste que descendían por la Protuberancia de Tharsis, y al tropezar con ella se formaban poderosas corrientes ascendentes, un paraíso para los hombres pájaro.
Zo debía ir a informar a Jackie y los apparatchiks de Marte Libre que trabajaban para ella, pero antes de enredarse en todo eso quería volar. Comprobó el estado de su viejo traje de halcón de Santorini, en el depósito del aeródromo, y después se lo enfundó, sintiendo la musculosa textura del exoesqueleto flexible. Avanzó por la pista arrastrando las plumas caudales hasta llegar al borde, la Plataforma de Picados, un saliente natural que habían alargado añadiéndole una plancha de hormigón. Se asomó y estudió el suelo de color ocre de Echus Chasma, tres mil metros más abajo, y con la habitual descarga de adrenalina se precipitó al abismo. Caía de cabeza y el viento embestía su casco con un penetrante bramido cuando alcanzó la velocidad terminal; entonces extendió los brazos y el traje se endureció y ayudó a sus músculos a mantener desplegadas las hermosas alas, y con un fuerte estampido del viento viró y ascendió hacia el sol. La corriente la impulsaba con fuerza; con un movimiento coordinado de brazos y pies frenó la ascensión, y revoloteando en círculos contempló el acantilado y el fondo del abismo. Zo el halcón volaba, libre y salvaje. Reía de felicidad y la gravedad barría rápidamente sus lágrimas en las gafas.
El espacio sobre Echus estaba casi vacío aquella mañana. Después de cabalgar en la corriente ascendente, muchos aviadores volaban hacia el norte o descendían por alguna de las grietas del acantilado, donde la corriente más débil les permitía lanzarse en veloces picados. Zo también lo haría. Cuando alcanzó los cinco mil metros sobre el Mirador, inhalando el oxígeno puro del sistema de respiración de su casco, volvió la cabeza a la derecha, inclinó el ala derecha y se lanzó contra el viento, que la sometió a un masaje ligeramente sensual acentuado por el traje. No había más sonido que el estridente aullido del viento en las alas. El traje se ajustaba como un guante, lo había utilizado durante tres años marcianos antes de viajar a Mercurio. Era estupendo volver a llevarlo.
Se acercó a una cometa y luego realizó la maniobra llamada Caída de Jesús. Mil metros más abajo plegó las alas y empezó a impulsarse con las piernas como un delfín, para acelerar la caída; el viento chillaba, y cuando pasó el borde del acantilado superaba con creces la velocidad terminal. El borde era la señal para empezar a enderezarse, porque a pesar de la gran profundidad del abismo, el suelo se abalanzaba sobre uno como una bofetada, e incluso con mucha fuerza y destreza se necesitaba bastante espacio para salir del picado a tiempo. Arqueó la espalda, desplegó las alas y la tensión de los pectorales y los bíceps fue tremenda a pesar de la ayuda del traje. Bajó los alerones de cola, y con cuatro aleteos vigorosos sobrevoló el suelo arenoso del abismo; habría podido pillar un ratón al paso.
Viró y se dejó elevar por la corriente hacia las altas formaciones de nubes. Era muy placentero dar tumbos y jugar con el viento errático. Aquél era el sentido último de la vida, el propósito del universo: el goce puro, la ausencia del yo, la mente como mero espejo del viento. Según decían, volaba como un ángel, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez.
Volvió a la realidad y descendió hacia el Mirador, pues tenía los brazos cansados. De pronto descubrió un halcón y decidió seguirlo. Como la mayoría de los aviadores, lo observó con la atención de un ornitólogo, imitando cada giro y cada aleteo, tratando de emular la sabiduría de su vuelo. Ocurría a veces que un halcón sobrevolaba inocentemente el acantilado en busca de comida seguido de toda una escuadrilla de aviadores ansiosos por aprender. Era divertido.
Se transformó en la sombra del ave, girando cuando ella lo hacía, imitando la disposición de las alas y la cola. La criatura tenía un dominio del aire que Zo nunca conseguiría. Aunque podía intentarlo: el sol radiante entre las nubes veloces, el cielo índigo, el viento contra su cuerpo, la sensación orgásmica en la boca del estómago cuando se lanzaba en picado... momentos eternos de inconsciencia. El tiempo más puro y mejor empleado por un humano.
Pero el sol siguió su curso hacia el oeste y ella se sintió sedienta, así que dejó al halcón y descendió describiendo perezosas y amplias eses hasta el Mirador, y remató su aterrizaje con un aleteo y un paso, en el verde Kokopelli, como si nunca hubiera alzado el vuelo.
El barrio que había detrás del aeródromo, llamado La Cubierta, era un amasijo de dormitorios y restaurantes baratos frecuentados casi exclusivamente por aviadores, que comían, bebían, merodeaban, hablaban, bailaban y buscaban pareja para la noche. Y allí estaban sus amigos alados, Rose, Imhotep, Ella y Estavan, reunidos en el Adler Hofbrauhaus, muy animados y encantados de tener a Zo de nuevo entre ellos. Tomaron una copa para celebrar el reencuentro y después fueron al Mirador del Mirador y se sentaron en la balaustrada; se pusieron al corriente de los chismes, pasándose una gran pipa cargada de pandorfo, haciendo comentarios soeces a propósito de la gente que desfilaba abajo y saludando a gritos a los amigos entre el gentío.
Después dejaron el Mirador del Mirador y se adentraron en la abarrotada Cubierta, y bar a bar fueron progresando lentamente hacia los baños. Se amontonaron en el vestuario, se desnudaron y vagaron por las salas oscuras, humeantes y cálidas, ora juntos, ora separados, manteniendo relaciones sexuales con extraños apenas entrevistos. Zo fue llegando al orgasmo a través de varios amantes, ronroneando de placer a medida que su cuerpo se cerraba sobre sí mismo y su mente vagaba lejos. Sexo, sexo, no había nada como el sexo excepto volar, que se le parecía mucho: el éxtasis del cuerpo, un eco del Big Bang, aquel primer orgasmo. El regocijo de ver las estrellas a través de la claraboya del techo, de sentir el calor del agua y un éxtasis sexual continuado. Más tarde Zo se dirigió al bar, donde encontró a los otros. Estavan afirmaba en ese momento que el tercer orgasmo de la noche era el mejor, pues permitía una aproximación exquisitamente dilatada al climax y dejaba aún una buena cantidad de semen por eyacular.
—Después sigue estando bien, pero hay que hacer un esfuerzo para arrancar y no se alcanza ni de lejos la calidad del tercero. —Zo y las otras mujeres coincidieron en que en eso, como en muchas otras cosas, las mujeres eran superiores: en una noche en los baños tenían varios orgasmos extraordinarios, que no podían compararse sin embargo con el
status orgasmus
, un éxtasis continuo que podía prolongarse media hora sí una tenía suerte y el compañero era hábil. Era todo un arte, que estudiaban con dedicación: tenían que estar excitadas pero no en exceso, en el seno de un grupo pero no en una multitud... En los últimos tiempos habían adquirido gran pericia, le dijeron a Zo, y ella exigió pruebas.
—Vamos, quiero que me entabléis. —Estavan silbó y abrió la marcha hasta una sala con una gran mesa que sobresalía del agua. Imhotep se tendió de espaldas sobre la mesa, pues sería el colchón de Zo en la sesión; los demás la alzaron, también de espaldas, la tendieron sobre Imhotep y con bocas, manos y genitales establecieron contacto con cada milímetro de la piel de Zo; pronto formaron una masa indiferenciada de sensaciones eróticas. Zo ronroneaba ruidosamente, y cuando el orgasmo se acercaba se arqueó y la violencia del espasmo la separó de Imhotep. Los demás siguieron atormentándola sutilmente, sin soltarle las manos, y de pronto ella voló y el contacto de un dedo bastó para mantener el éxtasis. Al fin gritó «¡No puedo más!» y ellos rieron y dijeron «Sí, sí puedes», y continuaron hasta que los músculos de su estómago se encogieron y rodó a un costado de Imhotep. Estavan y Rose la sostuvieron, porque no se tenía en pie. Alguien dijo que la habían mantenido en vuelo veinte minutos, aunque a ella le habían parecido dos, o una eternidad. Tenía la musculatura abdominal dolorida, igual que los muslos y el trasero—. Necesito un baño frío —dijo, y se arrastró hasta la bañera de la habitación contigua.
Ya no quedaba nada interesante en los baños. Ulteriores orgasmos le dolerían. Ayudó a entablar a Estavan y Jerjes, y después a una mujer delgada que no conocía, y se divirtió mucho, pero luego aquello empezó a aburrirla. Carne, carne, carne. Después de una sesión en la mesa, uno podía sumergirse en el placer o hastiarse de tanta carne, pelo, piel, interiores y exteriores.
Se vistió y salió. El sol matinal brillaba sobre las desnudas planicies de Lunae. Avanzó como flotando por las calles vacías hasta el hotel, relajada, purificada y adormecida. Un copioso almuerzo y caería en un delicioso sueño.
Pero en el restaurante del hotel la esperaba Jackie.
—Que me aspen si no es nuestra Zoya. —Zo siempre había odiado ese nombre, que ella misma había escogido.
—¿Me has seguido hasta aquí? —preguntó Zo, sorprendida. Jackie parecía disgustada.
—Recuerda que también es mi cooperativa. ¿Por qué no fuiste a informar en cuanto llegaste?
—Quería volar.
—Ésa no es excusa.
—No me estoy excusando.
Zo fue hasta el bufé, llenó un plato de huevos revueltos y bollos, regresó a la mesa de Jackie y la besó en la coronilla antes de sentarse.
—Tienes buen aspecto.
Parecía más joven que Zo, que siempre estaba bronceada y por tanto arrugada, aunque más que joven se la veía bien conservada, como una hermana gemela de Zo embotellada durante algún tiempo y decantada recientemente. Su madre nunca le había dicho cuántas veces se había sometido al tratamiento gerontológico, pero Rachel le había confiado que probaba continuamente nuevas variantes, que aparecían a razón de dos o tres por año, y no dejaba pasar más de tres años sin recibir el paquete básico. Rondaba su quinta década marciana, pero se habría dicho que tenía la edad de Zo de no ser por ese aire de conserva, no tanto del cuerpo como del espíritu: algo en la mirada, una cierta dureza y tirantez, una cierta fatiga o hastío. Costaba mucho esfuerzo ocupar la posición de mujer alfa año tras año, y esa lucha heroica había dejado huellas visibles en su tersa tez de bebé aunque seguía siendo una beldad. Pero envejecía. Pronto los hombres jóvenes que la rodeaban dejarían de bailar al son que ella tocaba y se marcharían.