Authors: Kim Stanley Robinson
—Es todo tan hermoso. Ahora comprendo por qué la gente de Europa habla de transformarlo en un mundo acuoso y vivir navegando sobre él. Podrían incluso enviar agua a Venus y crear algunas islas. No sé si les habrán hablado de ello, o sólo era una ocurrencia, como la de crear un pequeño agujero negro y arrojarlo en la atmósfera superior de Júpiter.
¡Estelarizar Júpiter! Entonces tendrían toda la luz que quisieran.
—¿Júpiter no acabaría por consumirse? —preguntó alguien.
—Claro, claro, pero tardaría millones de años.
—Y después, una nova —señaló Ann.
—Sí, sí. Todo menos Plutón quedaría destruido. Pero cuando llegara ese momento ya habríamos desaparecido por una razón u otra. Y si no, ya se las arreglarían.
Ann soltó una risa áspera. Los lugareños, que intentaban asimilar todo aquello, no parecieron advertirlo.
Cuando regresaron a la orilla, Zo y Ann recorrieron el paseo.
—Eres muy descarada —dijo Ann.
—Al contrario. Soy muy sutil. No saben a quién atribuir mis palabras, si a mí, a Jackie o a Marte. Puede que no sea más que chachara, pero les recuerda que están incluidos en un contexto mayor. Es demasiado fácil para ellos abismarse en las cuestiones jovianas y olvidar lo demás, el sistema solar como cuerpo político único. La gente necesita que la ayuden a tenerlo presente, porque no pueden conceptualizarlo.
—Tú sí que necesitas ayuda urgente. No estamos en la Italia renacentista.
—Maquiavelo siempre será una figura válida, si es a eso a lo que se refiere.
—Me recuerdas a Frank.
—¿Frank?
—Frank Chalmers.
—Vaya, ahí tiene a un issei que admiro —dijo Zo—. Lo que he leído sobre él, al menos. El único de ustedes que no era un hipócrita. Y fue el que hizo buena parte del trabajo.
—Tú no sabes nada sobre eso —dijo Ann. Zo se encogió de hombros.
—El pasado es igual para todos. Yo se tanto como usted.
Se cruzaron con un grupo de jovianos, pálidos y de grandes ojos, absortos en su charla. Zo los señaló con un ademán y dijo:
—¡Mírelos! Están tan concentrados. Los admiro, de veras; se han entregado con energía a un proyecto que no se completará hasta mucho después de su muerte. Es un gesto absurdo, un gesto de desafío y libertad, una locura divina, como espermatozoides contoneándose frenéticamente hacia un destino desconocido.
—Eso nos describe a todos —dijo Ann—. Eso es evolución. ¿Cuándo iremos a Miranda?
Alrededor de Urano, a cuatro veces la distancia que separaba Júpiter del sol, los objetos sólo recibían la cuarta parte del uno por ciento de la luz que habrían recibido en la Tierra. Eso dificultaba la obtención de energía para los grandes proyectos de terraformación, aunque como Zo comprobó al entrar en el sistema uraniano, proporcionaba iluminación suficiente; la luz solar era mil trescientas veces más brillante que la luna llena terrestre, y el sol seguía siendo una brizna deslumbrante entre las pálidas estrellas, y aunque todo parecía descolorido, la visibilidad era perfecta. El espíritu humano era poderoso, y seguía actuando lejos del hogar.
Pero Urano no tenía grandes lunas que suscitaran proyectos terraformadores importantes. Su familia se componía de quince diminutos satélites, y ninguno superaba los seis kilómetros de diámetro de Oberon y Titania. En suma, una colección de pequeños asteroides que llevaban los nombres de los personajes femeninos de Shakespeare y rodeaban el más templado de los gigantes gaseosos, el verde azulado Urano, que rotaba con los polos en el plano de la eclíptica y cuyos once angostos anillos de grafito eran rizos encantados apenas visibles. En conjunto, un sistema poco acogedor.
Sin embargo, la gente se había instalado allí. Eso no sorprendía a Zo; había equipos de exploración que empezaban a construir en Tritón, Plutón o Caronte, y si se descubría un décimo planeta y se enviaba una expedición, no cabía duda de que encontrarían una ciudad-tienda cuyos habitantes andarían a la greña y rechazarían de plano cualquier interferencia exterior en sus asuntos. Así era la vida en el
Accelerando
.
La ciudad-tienda más importante del sistema uraniano era Oberon, la mayor y más lejana de las quince lunas. Zo, Ann y el resto de los viajeros marcianos aparcaron en órbita de Oberon y tomaron el ferry para hacer una breve visita al principal asentamiento.
La ciudad, Hipólita, ocupaba uno de los grandes valles encajonados, típicos de todas las lunas de Urano. Debido a que la gravedad era aún más exigua que la luz, la ciudad abundaba en barandas, cuerdas para deslizarse y sistemas de suspensión con pesas, balcones y ascensores en los acantilados, rampas y escaleras, palancas y trampolines, restaurantes colgantes y pabellones de plinto, todo iluminado por brillantes globos blancos suspendidos en el vacío. Zo comprendió de inmediato que un espacio aéreo tan poblado imposibilitaba el vuelo dentro de la tienda, pero en aquella gravedad la vida cotidiana era una suerte de vuelo y ella daba grandes saltos de bailarina. Muy pocos, por otra parte, intentaban caminar a la manera terrana; allí los movimientos humanos eran naturalmente alados, sinuosos, llenos de saltos, giros y descensos. El nivel más bajo de la ciudad estaba protegido por una red.
Los moradores de la ciudad procedían de distintas partes del sistema uraniano, aunque por supuesto eran en su mayoría terranos o marcianos. Aún no había nativos, salvo los pocos niños que habían nacido de las mujeres que trabajaban en la construcción del asentamiento. Seis lunas estaban ya ocupadas y hacía poco se habían soltado numerosas linternas de gas en la atmósfera superior de Urano, que trazaban círculos en torno al ecuador y ardían en el verde azulado como diminutos soles, un collar de diamantes en torno a la cintura del gigante. Esas linternas habían incrementado la luz lo suficiente como para que los habitantes de Oberon señalaran de continuo lo colorido que era todo. Pero Zo no parecía impresionada.
—De haberlo visto antes, habría detestado este mundo monocromo —confesó a uno de los lugareños. En realidad todos los edificios de la ciudad estaban pintados con anchas bandas de brillantes colores, pero Zo ignoraba de qué colores podía tratarse. Necesitaba un dilatador de pupila. El caso es que a los lugareños parecía gustarles. Si bien algunos hablaban de mudarse en cuanto las ciudades uranianas estuviesen terminadas, a Tritón, «el siguiente gran problema», Plutón o Caronte, pues al fin y al cabo eran constructores, la mayoría deseaba quedarse para siempre y tomaban fármacos y se hacían transcripciones genéticas para adaptarse a la escasa gravedad e incrementar la sensibilidad de sus ojos. Se hablaba incluso de atraer cometas desde Oort para conseguir agua, y de provocar la fusión de dos o tres de las lunas pequeñas, deshabitadas, para crear cuerpos mayores y más calientes en los que trabajar, «Mirandas artificiales», como alguien las llamó.
Ann abandonó la reunión impulsándose por una baranda, incapaz de arreglárselas con la minigravedad, Zo echó a andar tras ella y caminaron por las calles cubiertas de una exuberante hierba verde. La joven miró en lo alto los pálidos y finos anillos gigantes de color aguamarina, un espectáculo frío y poco atractivo para los estándares humanos anteriores. Pero en la reciente reunión algunos habían alabado la sutil belleza del planeta, inventando una estética para apreciarla, a pesar de que planeaban modificarlo en la medida de lo posible. Insistían en las sombras sutiles, la agradable temperatura de la tienda, el movimiento, les parecía volar o bailar en un sueño... Algunos habían llevado el patriotismo hasta el punto de oponerse a la transformación radical; eran todo lo conservacionistas que podían en aquel lugar inhóspito.
Y un grupo de esos conservacionistas encontró a Ann, y la rodearon y le estrecharon la mano, y también la abrazaron y la besaron en la coronilla; uno hasta se arrodilló para besarle los pies. Zo vio la expresión de Ann y rió. Ellos parecían haberse erigido en guardianes de Miranda. La versión local de los rojos, en un lugar donde su existencia no tenía ninguna razón de ser y mucho después de que el movimiento rojo se hubiese diluido incluso en Marte. Pero ellos se sentaban a una mesa en el centro de la tienda, en lo alto de una esbelta columna, y comían y discutían sobre el destino del sistema. La mesa era un oasis en la atmósfera sombría de la tienda, con el collar de diamantes en su redonda montura de jade brillando sobre ellos; parecía ser el centro de la ciudad, pero Zo vio suspendidos en el aire muchos otros oasis semejantes. Hipólita era una ciudad pequeña, pero Oberon podía albergar veintenas de ciudades como aquélla, igual que Titania, Ariel y Miranda. Aunque pequeños, aquellos satélites tenían centenares de kilómetros cuadrados de superficie. Ahí radicaba el atractivo de aquellas lunas olvidadas por el sol: tierra vacía, espacio abierto, un mundo nuevo, una frontera, que ofrecía la continua posibilidad de empezar de nuevo, de fundar una sociedad a partir de cero. Para los uranianos esa libertad tenía más valor que la luz o la gravedad, y por eso habían reunido programas y robots y habían partido en busca de la alta frontera con planes para una tienda y una constitución: ellos serían los primeros cien.
Ésa precisamente era la clase de gente menos interesada en escuchar los planes de Jackie para una alianza interplanetaria. Y ya habían surgido discrepancias locales y los consiguientes problemas. Zo intuyó entre los sentados a la mesa algunas enemistades declaradas, y estudió los rostros con atención mientras Marie, la jefa de la delegación, exponía los términos generales de la propuesta marciana: una alianza diseñada para hacer frente al masivo pozo gravitatorio histórico-económico-numérico de la Tierra, enorme, bullicioso, encenagado en su pasado como un cerdo en una pocilga, y sin embargo la fuerza dominante en la diáspora. En interés de todos era necesario que las demás colonias se alinearan con Marte y presentaran un frente unido que controlara inmigración, comercio y crecimiento, que fuese dueño de su destino.
Pero, a pesar de sus diferencias, ninguno de los uranianos parecía convencido. Una mujer entrada en años, la alcaldesa de Hipólita, expuso el sentir general, e incluso los «rojos» de Miranda concordaron con ella: no necesitaban intermediarios en sus tratos con la Tierra. Tanto la Tierra como Marte eran una amenaza para su libertad, y en consecuencia su política era actuar libremente en cualquier alianza o confrontación, con apoyos u oposiciones coyunturales, según conviniera. No necesitaban ningún acuerdo formal.
—Todo ese asunto de las alianzas huele a dominio de las altas esferas —concluyó la mujer—. Si no lo practican en Marte, ¿por qué lo intentan aquí?
—Naturalmente que lo hacemos en Marte —dijo Marie—. Ese dominio emerge del complejo de sistemas más pequeños sobre los que se asienta y es útil para afrontar los problemas en el nivel holístico, y ahora también en el interplanetario. Ustedes confunden totalización con totalitarismo, un error mayúsculo.
Tampoco aquello pareció convencerlos. La razón tenía que respaldarse con la fuerza; para eso había ido Zo. Y esos razonamientos anticipaban y allanarían la aplicación de la fuerza.
Ann estuvo callada durante toda la cena, hasta que la discusión general concluyó y el grupo de Miranda empezó a hacerle preguntas. Pareció revivir, y los interrogó a su vez sobre la planetología local: la clasificación de diferentes regiones de Miranda como partes de dos planetesimales que habían colisionado, la reciente teoría que identificaba las pequeñas lunas Ofelia, Desdémona, Bianca y Puck como fragmentos de Miranda despedidos en la colisión, etcétera. Sus preguntas eran detalladas e inteligentes; guardianes la miraban arrobados, con los ojos abiertos como lemures. El resto de uranianos parecían igualmente complacidos con el interés de Ann. Ella era La Roja y Zo comprendía ahora lo que eso significaba. Era una de las personas más famosas de la historia. Y por lo visto todos los uranianos llevaban un pequeño rojo en su interior; a diferencia de los colonos jovianos y saturninos, no tenían planes para terraformar a gran escala y planeaban vivir en tiendas y caminar sobre la roca prístina toda su vida. Y creían, al menos los guardianes, que Miranda era un lugar tan insólito que debía conservarse inalterado. Pura filosofía roja; alguien apuntó que nada de lo que los humanos hicieran allí conseguiría mermar su valor intrínseco, una dignidad que trascendía incluso su valor como espécimen planetario. Ann los observaba con atención mientras hablaban y Zo leyó en sus ojos que discrepaba, que ni siquiera los entendía. Para ella era una cuestión científica, para aquella gente, una cuestión espiritual. Zo simpatizaba más con el punto de vista de los lugareños que con el de Ann, con su violenta insistencia en el objeto. El resultado era el mismo, no obstante; ambos sustentaban la ética roja en su forma pura: no terraformar Miranda, nada de cúpulas, ni tiendas ni espejos, sólo una estación para visitantes y unas cuantas pistas para los cohetes (aunque este punto parecía levantar una cierta controversia entre los guardianes); sólo viajes a pie, sin impacto en el medio, y torres para los cohetes con la altura suficiente para no levantar el polvo de la superficie. Los guardianes concebían Miranda como un parque natural que podía visitarse pero nunca habitarse ni ser alterado. Un mundo de escaladores, o mejor aún, un mundo de hombres pájaro, para admirar, pero nada más. Una obra de arte natural.
Ann asentía. Y de pronto Zo vio en ella algo más que un temor reverencial: la pasión por la roca en un mundo de roca. Cualquier cosa podía convertirse en un fetiche, y todas aquellas personas compartían el mismo. Zo se sintió extraña entre ellos, extraña e intrigada. Ciertamente su influencia se estaba poniendo de manifiesto. Los guardianes habían organizado un ferry especial para que Ann visitara Miranda. Ella sola. Una visita privada a la luna más extraña para la roja más extraña. Zo rió.
—A mí también me gustaría ir —dijo de todo corazón.
Y el Gran No dijo sí. Así se manifestaba Ann en Miranda.
Miranda era la menor de las cinco grandes lunas de Urano, solo cuatrocientos setenta kilómetros de diámetro. En los primeros tiempos de su existencia, unos tres mil quinientos millones de años antes, su precursora, más pequeña, había chocado con una luna de tamaño similar; las dos se habían desintegrado y luego colapsado, y el calor de la colisión las había fusionado en una sola esfera. Pero la nueva luna se había enfriado antes de que la fusión se hubiera completado.