Authors: Kim Stanley Robinson
El resultado era un paisaje onírico, violentamente divergente y desordenado. Había regiones lisas como la piel y otras desgarradas y ásperas; algunas eran superficies metamorfoseadas de las dos protolunas, otras, material de las profundidades puesto al descubierto. Y también extensas zonas surcadas por profundas grietas donde los fragmentos se encajaban imperfectamente. En ellas los sistemas de fallas paralelas formaban dramáticos cheurones, una clara señal de las tremendas fuerzas originadas por la colisión. Desde el espacio aquellas enormes grietas de hasta veinte kilómetros de profundidad parecían hachazos en el costado de la esfera gris.
Descendieron en un altiplano cerca del mayor de aquellos abismos, la Falla de Próspero. Se pusieron los trajes, salieron de la astronave y caminaron hasta el borde de la grieta. Un oscuro abismo, tan profundo que el fondo parecía pertenecer a otro mundo. Combinado con la airosa microgravedad, aquel paisaje provocó en Zo una aguda sensación de vuelo, como algunas veces le ocurría en sueños donde las condiciones marcianas desaparecían en un cielo del espíritu. La esfera verde de Urano flotaba sobre sus cabezas y teñía Miranda de jade. Zo se impulsaba con las puntas de los pies, flotaba y descendía con pequeños
pliés
; tanta belleza le colmaba el corazón. Los destellos diamantinos de las linternas de gas que surcaban la estratosfera de Urano, el jade fantasmagórico, todo era muy extraño. Brillos de luces dentro de un farol de papel verde. Las profundidades del abismo apenas se intuían y un resplandor verdoso, la viriditas, brotaba por doquier. Y sin embargo todo estaba silencioso e inmóvil, excepto ellos, los intrusos, los observadores. Zo bailaba.
Ann caminaba con bastante más comodidad que en Hipólita, con la gracia de quien ha pasado mucho tiempo sobre la roca. Llevaba un largo martillo angular en la mano enguantada y sus bolsillos abultaban con las muestras recogidas, y no respondía a las exclamaciones de Zo ni de los guardianes, los había olvidado, como un actor interpretando el papel de Ann Clayborne. Zo rió, ¡aquella mujer era casi un cliché de sí misma!
—Si cubrieran con una cúpula este oscuro pasado y abismo de tiempo, sería un hermoso lugar para vivir —dijo—. Parcelas de tierra para las tiendas. Menuda vista. Sería una maravilla.
Zo siguio al grupo de guardianes que habian empezado a bajar por una rota escalera de roca quebrada de un arco que sobresalía en el acantilado como el pliegue de la toga en una estatua de mármol. Mil metros más abajo el pliegue se hacia más sinuoso y parecía independizarse de la pared antes de acabar abruptamente al borde del abismo, ¡una caída de veinte kilómetros! Veinte mil metros, setenta mil pies... Ni siquiera el gran Marte podía jactarse de un acantilado como ése. Había en la pared otras deformidades similares: estrías y drapeados, como en una cueva de piedra caliza; la roca fundida había chorreado hacia el abismo antes de que el frío del espacio la solidificara para siempre. Habían fijado una barandilla al borde del arco, y se sujetaban a ella mediante las cuerdas de los arneses que llevaban sobre los trajes; muy conveniente, pues el reborde era angosto y un traspié podía lanzarlos al vacío. La pequeña nave semejante a una araña que los había soltado los recogería al pie de la escalera, en el promontorio donde acababa el arco. Por tanto no tenían que preocuparse por la vuelta. Bajaban silenciosos, un silencio que no era precisamente el de la camaradería. Zo sonreía: casi podía oírlos echando pestes de ella y rechinando los dientes. Excepto Ann, que se inclinaba cada pocos metros para inspeccionar las grietas entre los toscos escalones de piedra.
—Esa obsesión por la roca es patética —le dijo a Ann por una frecuencia privada—. Antigua y mezquina; ceñirse voluntariamente al mundo de la materia inerte, un mundo que nunca le dará sorpresas, nunca le dará nada... Y así tampoco la herirá. La areología como una tapadera de la cobardía. Es de veras triste.
Sonó un chasquido de disgusto por el intercomunicador. Zo rió.
—Eres una muchacha impertinente —dijo Ann.
—Es verdad.
—Y estúpida.
—¡Eso sí que no! —Zo se sorprendió de su vehemencia. Y entonces vio el rostro de Ann crispado de cólera detrás del visor y su voz siseó en el intercom sobre unos pesados jadeos.
—No eches a perder el paseo —le espetó Ann.
—Estaba harta de que no me hiciera caso.
—Vaya, ¿quién tiene miedo entonces?
—Temo el tedio.
Otro siseo de disgusto.
—Has tenido una educación muy deficiente.
—¿Y de quién es la culpa?
—De ti y de nadie más. Pero todos sufrimos las consecuencias.
—Pues sufra, recuerde que está aquí gracias a mí.
—Estoy aquí gracias a Sax, bendito sea su pequeño corazón.
—Todo el mundo es pequeño para usted.
—Comparado con esto... —La posición de su casco indicaba que estaba mirando al interior de la falla.
—La inmovilidad sin habla en la que usted se siente tan segura.
—Éstos son los resultados de una colisión muy similar a otras en los primeros momentos de existencia del sistema solar. Marte conserva algunos, y también la Tierra. La matriz de la que surgió la vida, una ventana que se abre a aquel tiempo, ¿comprendes?
—Lo comprendo, pero me trae sin cuidado.
—No crees que tenga importancia.
—Nada importa, en el sentido que usted le da. Nada de esto tiene importancia. Es sólo un accidente del Big Bang.
—¡Oh, por favor! —exclamó Ann—. El nihilismo es tan ridículo.
—¡Mire quién habla! ¡Usted es nihilista! Para usted ni la vida ni sus sensaciones tienen ningún sentido ni valor... Nihilismo descafeinado, para cobardes, si se puede imaginar algo así.
—Mi pequeña y valerosa nihilista.
—Sí... lo acepto. Y disfruto de lo que puedo.
—¿De qué?
—Del placer. De los sentidos y la información que transmiten. Soy una sensualista, y creo que requiere valor serlo, aceptar el dolor, arriesgarse a morir para mantener los sentidos vivos.
—¿De verdad crees que te has enfrentado al dolor?
Zo recordó aquel mal aterrizaje en el Mirador, el dolor insoportable de las piernas y las costillas rotas.
—Pues sí.
Silencio de radio. La estática del campo magnético uraniano. Tal vez Ann le concedía la experiencia del dolor, pero dada la omnipresencia de éste, no era un rasgo de ecuanimidad. Zo se enfureció.
—¿De veras cree que se necesitan siglos para humanizarse, que sólo lo consiguen ustedes, los geriátricos? Keats murió a los veinticinco años, pero ¿ha leído su
Hiperión
? Los issei son horribles, y usted más que ninguno. Que se permita juzgarme cuando no ha cambiado desde que pisó Marte...
—Todo un logro, ¿eh?
—Un logro si está jugando al muerto. Ann Clayborne, el muerto más grande que jamás haya existido.
—Y una muchacha impertinente. Anda, ven y mira el grano de esta roca, como una galletita de sal.
—Que se jodan las rocas.
—Dejaré eso para los sensualistas. Vamos, mira, esta roca no ha cambiado en tres mil millones de años. Y cuando lo hizo, Señor menudo cambio.
Zo miró la roca de jade que pisaban. Parecía cristalina, pero no estaba clasificada.
—Está obsesionada —dijo.
—Sí, pero me gusta mi obsesión.
Siguieron bajando por el lomo del contrafuerte en silencio y al fin alcanzaron el Descansillo del Fondo. Se encontraban a un kilómetro del borde y el cielo era una franja estrellada con la esfera de Urano en el centro y el sol como una gema deslumbrante a un lado. Bajo aquel primoroso despliegue la profundidad del abismo era sublime, sobrecogedora; Zo volvió a experimentar la sensación de estar volando.
—Ustedes atribuyen un valor intrínseco al lugar equivocado —dijo por la frecuencia común—. Es como el arco iris. Sin un observador en ángulo de veintitrés grados con respecto a la luz reflejada por una nube de gotas esféricas no hay arco iris. Nuestros espíritus están en ángulo de veintitrés grados con el universo. El contacto de los fotones y la retina crea algo nuevo, un cierto espacio abierto entre la roca y la mente. Sin la mente no hay valor intrínseco.
—Eso es como decir que no existe ningún valor intrínseco —replicó uno de los guardianes—. Volvemos al utilitarismo. Pero no es necesario incluir la participación humana. Estos lugares existían sin nosotros y antes que nosotros, y ése es todo su valor. Si queremos adoptar una actitud correcta frente al universo, si en verdad queremos verlo, debemos honrar esa precedencia.
—¡Pero yo lo veo! —dijo Zo alegremente—. O casi lo veo. Tendrán que sensibilizar sus ojos añadiendo algo al tratamiento genético. Es glorioso, pero la gloria está en nuestra mente.
No respondieron y Zo continuó:
—Estas cuestiones ya han surgido antes, en Marte. La ética medioambiental se elevó a un nuevo nivel a consecuencia de la experiencia marciana, hasta convertirse casi en el motor de nuestras acciones. Comprendo por qué quieren conservar este lugar salvaje, pero es porque soy marciana que lo comprendo. Muchos de ustedes son marcianos, o sus progenitores lo fueron. Partirán de esa posición ética.
Pero los terranos no los comprenden tan bien como yo. Vendrían aquí y construirían un gran casino en lo alto del promontorio, cubrirían la falla de pared a pared y tratarían de terraformarla como han hecho en todas partes. Los chinos aún están como sardinas en lata en su país y les importa un comino el valor intrínseco de China, y mucho menos el de una luna yerma en el confín del sistema solar. Necesitan espacio, y si ven que aquí lo hay, vendrán y construirán y los mirarán como a bichos raros cuando ustedes se opongan. ¿Y qué harán entonces? Pueden probar con los sabotajes, como los rojos en Marte, pero acabarán con ustedes, porque tendrán un millón de sustitutos por cada colono que pierdan. A eso nos referimos cuando hablamos de la Tierra. Somos como los liliputienses y Gulliver. Tenemos que trabajar unidos, y sujetarlos con el mayor número posible de cuerdas.
No hubo respuesta. Zo suspiró.
—Bueno —dijo—, tal vez sea mejor así. Si reparten gente por aquí, no presionarán tanto a Marte. Incluso sería posible firmar acuerdos para que los chinos puedan instalarse en esta región sin ninguna traba y nosotros en Marte reducir la inmigración casi a cero. Sería muy conveniente.
Se mantuvo el silencio recalcitrante. Al fin Ann dijo:
—Cállate de una vez y déjanos concentrarnos en el paisaje.
—Oh, desde luego.
Se aproximaban al final del contrafuerte, el promontorio que se alzaba sobre el abismo inconmensurable bajo el enjoyado disco de jade y el diminuto botón diamantino de pronto parecieron triangular el entero sistema solar y revelar la verdadera proporción de las cosas, y vieron estrellas moviéndose en lo alto: los cohetes de su astronave.
—¿Ven? —dijo Zo—. Son los chinos, que vienen a echar un vistazo.
De pronto uno de los guardianes se abalanzó sobre ella, furioso. Zo rió, pero había olvidado la gravedad ultraligera de Miranda y se sorprendió cuando el golpe insignificante la levantó del suelo. Chocó contra la barandilla, giró en el aire y cayó tratando de enderezarse. Se dio un fuerte golpe en la cabeza, pero el casco la protegía y no perdió el conocimiento, aunque empezó a caer rebotando por la pendiente del filo del promontorio... Más allá, el vacío. El terror la recorrió como una descarga eléctrica y se esforzó en vano por recuperar el equilibrio, siguió dando tumbos. Luego una sacudida, ¡sí, el extremo del arnés! Sin embargo, un instante despues advirtió que seguía cayendo, la anilla de sujección habia cedido. El terror volvió a invadirla. Se volvió y clavó los dedos en la roca con todas sus fuerzas. Fuerza humana en .005 g; la misma gravedad ligera que la había hecho salir volando le permitiria detener la caída sólo con las yemas de los dedos.
Se encontraba al borde de un vertiginoso despeñadero. Veía chiribitas y estaba mareada; abajo, la oscuridad, un agujero sin fondo, una imagen onírica, una caída oscura...
—No te muevas —dijo la voz de Ann en su oído—. Aguanta y no te muevas.
Por encima de ella, un pie y luego unas piernas. Lentamente, Zo levantó la cabeza y miró. Una mano le aferraba la muñeca derecha.
—Muy bien. Medio metro por encima de tu mano izquierda tienes un asidero. Un poco más arriba. Ahí. Muy bien, ahora trepa. ¡Vamos, súbannos! —les gritó a los otros.
Los músculos humanos en 0,005 g tiraron de ellas como si fueran peces en un sedal.
Zo se sentó en el suelo. El pequeño ferry espacial aterrizó sin ruido, sobre una plataforma en el extremo más lejano de la zona llana. Vio los fugaces resplandores de los cohetes y la mirada preocupada de los guardianes de pie ante ella.
—La broma no ha tenido mucha gracia —comentó Ann.
—No —dijo Zo, esforzándose por encontrar la manera de aprovechar el incidente—, Gracias por ayudarme. —Era impresionante la rapidez con que Ann había ido en su ayuda, no el hecho de que hubiese decidido hacerlo, porque eso estaba implícito en el código de la nobleza, uno tenía obligaciones hacia sus iguales, y los enemigos eran tan importantes como los amigos pues permitían ser un buen amigo. Lo impresionante había sido la maniobra física.— Ha actuado deprisa.
El vuelo de regreso a Oberon fue silencioso, excepto cuando uno de los tripulantes se volvió y le mencionó a Ann que habían visto a Hiroko y algunos de sus seguidores en el sistema uraniano, hacía poco, en Puck.
—Oh, tonterías —dijo ella.
—¿Por qué? —dijo Zo—. Tal vez haya decidido alejarse de la Tierra y Marte. Y no se lo reprocho.
—Este no es lugar para ella.
—Tal vez no lo sepa. Tal vez no se haya enterado aún de que es el jardín de roca privado de Ann Clayborne.
Pero a Ann le tuvo sin cuidado.
De vuelta a Marte, el planeta rojo, el mundo más hermoso del sistema solar, el único mundo real.
El transbordador aceleró, viró, flotó unos cuantos días, deceleró, y dos semanas más tarde esperaban para entrar en Clarke, luego el ascensor, y después abajo, abajo. ¡Era tan lento aquel ascenso final! Zo contempló Echus desde las ventanas, entre el rojo Tharsis y el azul mar del Norte, y ese paisaje le produjo una profunda sensación de bienestar. Ingirió varias pastillas de pandorfo mientras la cabina del ascensor efectuaba la recta final de acercamiento a Sheffield, y cuando puso pie en el Enchufe se echó a andar entre los centelleantes edificios de piedra hacia la gigantesca estación ferroviaria del borde, se hallaba en un éxtasis de areofanía; amaba los rostros que veía, a sus altos hermanos con su esplendorosa belleza y su gracia, incluso a los terranos que corrían por las bajuras. El tren a Echus saldría dos horas más tarde, asi que paseó con impaciencia por el parque del borde, empapando las retinas del paisaje de la gran caldera de Pavonis Mons, tan espectacular como Miranda, aunque no alcanzara la profundidad de la Falla de Próspero: la infinidad de estratos horizontales, todas las tonalidades de rojo, carmesí, orín, ámbar, castaño, cobrizo, ladrillo, siena, paprika, cinabrio, bermellón, bajo el oscuro cielo tachonado de estrellas de la tarde... su mundo. No obstante, Sheffield estaba bajo una tienda y así permanecería para siempre, y ella deseaba volver a sentir el viento.