Marte Azul (45 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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Los ojos de Ariadne no podían ser más elocuentes: primero, asombro, después, un instante de puro miedo. Luego, furia.

—¡Nunca dije que votaría en contra de la ratificación! —exclamó—.

¿Por qué estás tan enfadada?

Nadia moderó un poco el tono, aunque siguió mostrándose dura, tensa, implacable. Finalmente Ariadne se llevó las manos a la cabeza:

—Es lo que la mayoría del consejo de Dorsa Brevia quiere hacer, yo iba a votar a favor de todas maneras. No tienes que ponerte tan frenética —dijo, y abandonó la sala deprisa, muy alterada.

A Nadia la embargó un sentimiento de triunfo. Pero la mirada temerosa de la joven... no podía olvidarla, y al fin se sintió asqueada. Coyote había dicho en Pavonis que el poder corrompía. Había hecho uso del poder, mal uso, en realidad.

Aquella noche, mucho más tarde, la sensación de asco persistía, y casi llorando le contó a Art lo ocurrido.

—Eso suena mal —dijo él gravemente—. Parece un error. Limítate a pellizcar a la gente.

—Lo sé, lo sé. Dios, cómo odio esto. Quiero irme, quiero hacer algo real.

Él asintió y le palmeó el hombro.

Antes de la siguiente reunión, Nadia se acercó a Jackie y le dijo con tranquilidad que tenía los votos del consejo para enviar a la policía a la presa e impedir que se continuara liberando agua. Y en la reunión recordó a los presentes como al desgaire que Nirgal volvería a estar entre ellos muy pronto, igual que Maya, Michel y Sax. El comentario dejó pensativos a los miembros de Marte Libre, aunque Jackie se guardó mucho de manifestar nada. La reunión continuó y Nadia se frotaba el dedo, distraída, todavía enfadada consigo misma por lo ocurrido con Ariadne.

Al día siguiente los cairotas declararon que acatarían el fallo del Tribunal Medioambiental Global. Dejarían de soltar agua del depósito de la ciudad y los asentamientos instalados cañón abajo tendrían que contentarse con agua canalizada, lo que sin duda frenaría su crecimiento.

—Perfecto —dijo Nadia, aún resentida—. Todo este circo sólo para acabar acatando la ley.

—Apelarán —observó Art.

—Me trae sin cuidado. Están perdidos. Y aunque no lo estuvieran, se han sometido al proceso. Diablos, por lo que a mí respecta les regalo la victoria. Es el proceso lo único que cuenta, así que ganamos al fin y al cabo.

Art sonrió. Un paso en su educación política, sin duda, un paso que Art y Charlotte parecían haber dado mucho antes. Lo que les importaba no era el resultado de un desacuerdo particular, sino el buen curso del proceso. Si Marte Libre representaba ahora a la mayoría —y al parecer así era, pues contaba con la lealtad de prácticamente todos los nativos, una buena colección de jóvenes idiotas—, someterse a la constitución no significaba simplemente apartar a las minorías por la fuerza de las cifras. Cuando Marte Libre ganara algo tendría que merecerlo a juicio de todos los tribunales, que incluían a todas las facciones. Eso era bastante satisfactorio, como si un muro construido con materiales delicados soportara más peso del esperado debido a su estructura inteligente.

Sin embargo, ella había empleado amenazas para apuntalar una de las vigas, y eso le había dejado mal sabor de boca.

—Quiero hacer algo real.

—¿Un poco de fontanería? Ella asintió, muy seria.

—Sí. Hidrología.

—¿Puedo acompañarte?

—¿Quieres ser el ayudante de un fontanero? Él rió.

—Ya lo he hecho antes.

Nadia lo observó. Art la estaba haciendo sentirse mejor. Era un comportamiento peculiar, anticuado: ir a un lugar sólo para estar con alguien, algo muy poco frecuente esos días. La gente iba adonde necesitaba ir y se reunía con los amigos que tuviera allí o hacía nuevas amistades. Quizá sólo fuera un comportamiento de los Primeros Cien, o suyo.

En fin, estaba claro que viajar juntos implicaba algo más que amistad, más incluso que una relación amorosa. Pero eso no era tan malo, decidió. De hecho, no estaba nada mal. Tendría que acostumbrarse, pero siempre había algo a lo que acostumbrarse.

A un nuevo dedo, por ejemplo. Art le había tomado la mano y le estaba masajeando ligeramente el nuevo dedo.

—¿Te duele? ¿Puedes doblarlo?

Le dolía un poco; y podía doblarlo, un poco. Le habían inyectado células de la zona del nudillo y ahora era un poco más largo que la primera falange del otro meñique; la piel seguía tan rosada como la de un bebé, sin callosidades ni cicatrices. Cada día un poco más grande.

Art apretó la punta con delicadeza y notó la presencia del hueso en el interior. Tenía los ojos desorbitados.

—¿Tienes sensibilidad?

—Oh, sí. Es igual que los otros dedos, aunque quizás algo más sensible.

—Porque es nuevo.

—Supongo.

Sin embargo, el meñique desaparecido en cierto modo estaba implicado; su fantasma volvía a manifestarse ahora que llegaban señales de ese extremo de la mano. Art lo llamaba el dedo del cerebro, y sin duda existían células cerebrales consagradas a aquel dedo que habían originado el fantasma todo ese tiempo. Con los años se había debilitado por falta de estímulos, pero ahora también él crecía, reestimulado. La explicación que Vlad le había dado del fenómeno era compleja. A veces a Nadia le parecía que el dedo tenía la misma longitud que el de la otra mano, aunque lo estuviera mirando, como si una cáscara invisible lo prolongara, y otras lo sentía con su tamaño real, corto, delgado y enclenque. Podía doblarlo en la articulación de la base y un poco en la siguiente. El último nudillo aún no había surgido, pero estaba en camino. El dedo crecía. Nadia bromeó sobre si continuaría creciendo sin parar, aunque era una idea espeluznante.

—Eso estaría bien —comentó Art—. Tendrías que comprarte un perro. Nadia confiaba en que eso no sucedería. El dedo parecía saber lo que estaba haciendo. Todo iría bien, tenía un aspecto normal. Art estaba fascinado, pero no sólo por el dedo. Le masajeó la mano, un poco dolorida, y después el brazo y los hombros. Le masajearía el cuerpo entero si ella le dejara. Y a juzgar por lo bien que les había sentado al brazo y los hombros, debería dejarle. Era un hombre tan afable. La vida para él seguía siendo una aventura diaria, llena de maravillas y alegría. La gente le ponía alegre, y eso era un gran don. Corpulento, de rostro y cuerpo llenos, en algunos aspectos semejante a Nadia; calvo, sencillo, garboso. Su amigo.

Amaba a Art, lo amaba desde Dorsa Brevia como mínimo. Algo parecido a lo que sentía por Nirgal, que era como un sobrino, estudiante, ahijado, nieto o hijo muy querido; y Art era uno de los amigos de su hijo. En realidad, era algo mayor que Nirgal, pero parecían hermanos. Ése era el problema. Sin embargo todas esas consideraciones empezaban a perder relevancia con la creciente longevidad. ¿Qué importancia tenía que él fuera un cinco por ciento más joven que ella cuando habían compartido treinta años de intensas experiencias como iguales y colaboradores, arquitectos de una proclamación, una constitución y un gobierno, amigos íntimos, confidentes, apoyos, compañeros de masaje? ¿Importaba acaso el diferente número de años que los separaba de su juventud? No, en absoluto. Era obvio, sólo había que pensar en ello y luego tratar de sentirlo.

Ya no la necesitaban en Cairo, ni tampoco en Sheffield en esos momentos. Nirgal regresaría pronto y ayudaría a sujetar a Jackie; no era un trabajo divertido, pero era su problema, nadie podía ayudarlo en eso. Las cosas se complicaban cuando uno derramaba todo su amor en una persona, como a ella le había ocurrido con Arkadi durante tantos años, incluso cuando hacía ya mucho tiempo que había muerto. No tenía sentido, pero lo extrañaba y aún se enfadaba con él, porque no había vivido lo suficiente para darse cuenta de cuántas cosas se había perdido. El simplón feliz. Art era feliz, pero no simple, o no demasiado. Para Nadia cualquier persona feliz era un poco tonta por definición; de otro modo ¿cómo podrían ser tan felices? Pero de todas maneras le gustaban, los necesitaba. Eran como la música de su querido Satchmo; y en vista de lo que el mundo contenía, esa felicidad era una forma valerosa de vivir, una actitud consciente.

—Sí, ven a hacer de fontanero conmigo —le dijo a Art, y lo abrazó con fuerza, como si así pudiera capturarse la felicidad. Luego echó atrás la cabeza y lo miró: Art tenía los ojos desorbitados de la sorpresa, como cuando le acariciaba el dedo meñique.

Pero seguía siendo presidenta del consejo ejecutivo, y a pesar de su resolución cada día la ataban a su trabajo un poco más con «acontecimientos» de todo tipo. Los inmigrantes alemanes querían levantar una nueva ciudad portuaria, Bloch's Hofihung, en la península que partía en dos el mar del Norte y luego excavar un ancho canal a través de la península. Los ecosaboteadores rojos se oponían a este plan y habían realizado voladuras en la pista que recorría la península, y en la que llevaba a la cima de Biblis Patera para dejar claro que se oponían también a ésta. Los ecopoetas de Amazonia querían provocar incendios forestales masivos. Los ecopoetas de Kasei querían eliminar los bosques dependientes del fuego que Sax había plantado en la gran curva del valle (esa petición fue la primera en recibir la aprobación unánime del TMG). Los rojos que vivían alrededor de Roca Blanca, una mesa de dieciocho kilómetros de ancho de un blanco inmaculado, querían que la declarasen lugar
kami
de acceso prohibido a los humanos. Un equipo de diseño de Sabishii recomendaba que construyeran una nueva ciudad capital en la costa del mar boreal en la longitud 0, donde había una profunda bahía. Nuevo Clarke estaba cada vez más atestado de lo que parecían ser tropas de seguridad metanacionales. Los técnicos de Da Vinci querían delegar el control del espacio marciano en una agencia del gobierno global que no existía. Senzeni Na quería tapar su agujero de transición. Los chinos solicitaban permiso para anclar un nuevo ascensor espacial cerca del cráter Schiaparelli para acomodar a sus inmigrantes y alquilarlo a otras naciones. La inmigración aumentaba continuamente.

Nadia se ocupaba de todos esos asuntos en sesiones consecutivas de media hora programadas por Art, y los días pasaban indistintos. Llegó a hacérsele difícil discernir las cuestiones verdaderamente importantes. Los chinos, por ejemplo, inundarían Marte de inmigrantes a la mínima oportunidad. Los ecosaboteadores rojos eran cada vez más descarados. Nadia había recibido amenazas de muerte y ahora llevaba guardaespaldas cuando salía del apartamento, que a su vez era discretamente vigilado. Hizo caso omiso de las amenazas y continuó ocupándose de los problemas y ganándose una mayoría en el consejo que la respaldara en las votaciones que le parecían trascendentales. Estableció una buena relación de trabajo con Zeyk y Mijail, incluso con Marión, aunque las cosas nunca fueron del todo bien con Ariadne, una lección aprendida dos veces, pero bien aprendida justamente por eso.

Así pues, continuó trabajando. Pero estaba deseando salir de Pavonis. Art veía que la paciencia de Nadia se agotaba, y ella leía en la mirada de él que se estaba convirtiendo en una gruñona arisca y dictatorial; lo sabía pero no podía evitarlo. Después de reunirse con obstruccionistas o frívolos, a menudo daba rienda suelta a un torrente de rencorosos insultos
sotto voce
que evidentemente turbaban a Art. Venían delegaciones pidiendo la abolición de la pena de muerte, o el derecho a construir en la caldera de Olympus Mons, o un octavo miembro en el consejo ejecutivo, y en cuanto la puerta se cerraba Nadia decía:

—Bien, ahí tienes a un puñado de malditos idiotas, locos estúpidos a quienes nunca se les ha ocurrido pensar en los votos vinculantes, ni tampoco que quitándole la vida a otra persona abrogas tu propio derecho a la vida. —Y así hasta el infinito.

La nueva policía capturó a un grupo de ecosaboteadores rojos que habían intentado volar el Enchufe otra vez, y que durante la acción habían matado a un guardia de seguridad. Ella fue la juez más dura que tuvieron.

—¡Ejecútenlos! —exclamó—. Miren, quien mata a otro pierde su derecho a la vida. Ejecución o exilio, fuera de Marte de por vida. Que el precio sea un recuerdo imborrable para el resto de los rojos.

—Caramba—dijo Art incómodo—. Caramba, después de todo...

Pero ella estaba furiosa, y le costaba aplacarse. Y Art había advertido que cada vez le costaba más.

Un poco agitado él mismo, le recomendó que organizara otro congreso como el de Sabishii, y que asistiera contra viento y marea. Combinar los esfuerzos de varias organizaciones en pro de una sola causa; no era exactamente construcción, pensó Nadia, pero lo parecía.

La disputa en Cairo la había llevado a pensar en el ciclo hidrológico y en lo que sucedería cuando el hielo empezara a derretirse. Si podían concebir un plan para ese ciclo, aunque fuera rudimentario, reducirían en gran medida los conflictos relacionados con el agua. Decidió ver qué podía hacerse.

Como le ocurría a menudo esos días cuando pensaba en temas globales, deseó hablar con Sax. Los viajeros estaban a punto de llegar, y la demora en las transmisiones era insignificante, casi como mantener una conversación corriente por la consola de muñeca. De manera que Nadia solía pasar las tardes hablando con Sax de la terraformación. Más de una vez la sorprendió con opiniones que no esperaba de él; parecía estar cambiando constantemente.

—Deseo conservar las cosas en estado salvaje —dijo una noche.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

El rostro de Sax adquirió la expresión perpleja de cuando pensaba con intensidad. Después de una pausa considerable, repuso:

—Muchas cosas. Es un mundo complicado. Pero pretendo conservar el paisaje primitivo en la medida de lo posible.

Nadia consiguió reprimir una carcajada, pero aún así Sax preguntó:

—¿Qué es lo que te parece divertido?

—Nada, nada. Es que hablas como algunos rojos, o como la gente de Christianopolis, que no son rojos pero me dijeron casi lo mismo la semana pasada. Quieren conservar el paisaje primitivo de las zonas remotas del sur. Los he ayudado a organizar un congreso sobre las cuencas hidrológicas meridionales.

—Creía que estabas trabajando en los gases de invernadero.

—No me dejan, tengo que ser presidenta. Pero pienso asistir a ese congreso.

—Buena idea.

Los colonos japoneses de Messhi Hoko (que significaba «Sacrificio individual en bien del grupo») se presentaron ante el consejo exigiendo que se diera más tierra y agua a su tienda, en lo alto de Tharsis Sur. Nadia los dejó con la palabra en la boca y voló con Art a Christianopolis, en el lejano sur.

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