Marte Azul (48 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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Una matriz de crecimiento. Valía la pena estudiarlo, dijo Arne, y Nadia sonrió. Esa tarde siguió con la visita sintiéndose feliz, y por la noche, cuando se reunió con Art, exclamó:

—¡Eh! ¡Hoy he trabajado un poco!

—¡Bien! —dijo Art—. Salgamos a celebrarlo.

Algo fácil en Bogdanov Vishniac, porque era una ciudad bogdanovista, tan optimista como el propio Arkadi. Todas las noches de fiesta. A menudo se habían unido a los paseantes vespertinos; a Nadia le encantaba caminar por la terraza más alta, con la sensación de que Arkadi estaba allí, que de algún modo había perdurado, y nunca tan intensamente como aquella noche en que celebraba haber trabajado un poco. Tomada de la mano de Art, contempló las terrazas inferiores y sus cultivos, huertas, estanques, campos deportivos, hileras de árboles, plazas porticadas con cafés, bares y pabellones de baile; las bandas competían por el espacio sónico y la multitud se arremolinaba, algunos bailaban pero la mayoría simplemente paseaba, como ellos. Todo esto bajo la tienda que esperaban quitar algún día. Hacía calor y los jóvenes nativos lucían extravagantes conjuntos: pantalones, tocados, fajas, chalecos, collares, y Nadia recordó el vídeo de la bienvenida dispensada a Maya y Nirgal en Trinidad. ¿Era una coincidencia o estaba naciendo una suerte de cultura supraplanetaria entre los jóvenes? Y si así era, ¿significaba eso que Coyote, el trinitario, había conquistado inadvertidamente los dos mundos? ¿O su Arkadi, póstumamente? Arkadi y Coyote, reyes de la cultura. La idea la hizo sonreír, y tomó sorbos del kava ardiente de Art, la bebida preferida de aquella fría ciudad, y observó a los jóvenes moviéndose como ángeles, como si estuvieran bailando, desplazándose airosos de terraza en terraza.

—Qué gran ciudad —dijo Art.

De pronto se encontraron delante de una foto enmarcada de Arkadi, colgada en una pared. Nadia se detuvo y aferró el brazo de Art:

—¡Es él! ¡Como era en vida!

Hablaba con alguien, de pie junto al muro de la tienda, y gesticulaba, el pelo y la barba flotaban al viento y se fundían con el paisaje, exactamente del mismo color que los rizos desgreñados. Un rostro que brotaba de una colina, eso parecía, los ojos azules entornados ante el resplandor de todo ese júbilo rojo.

—Nunca he visto una foto que le representara tan bien como ésta. No le gustaba que le fotografiaran y siempre aparecía mal.

Contempló la imagen, sonrojada y extrañamente feliz; ¡era tan real como encontrarse con alguien a quien no se veía hacía años!

—En algunos aspectos eres como él, pero más distendido.

—Pues parece difícil distenderse todavía más —dijo Art observando la foto de cerca.

Nadia sonrió.

—Para él era fácil. Siempre estaba seguro de tener razón.

—Ninguno de nosotros tiene ese problema. Ella rió.

—Eres alegre como él.

—Desde luego.

Reanudaron el paseo. Nadia siguió pensando en su viejo compañero y mirando la fotografía mentalmente. Recordaba tantas cosas... Pero los sentimientos que habían acompañado aquellos hechos iban desvaneciéndose, el dolor se embotaba, el fijador se debilitaba, y de toda aquella carne herida sólo quedaba un esqueleto, un fósil, muy distinto del momento presente, tan real, su mano en la de Art, tan fugaz, el perpetuo cambio... la vida. Podía ocurrir cualquier cosa, todo se sentía.

—¿Volvemos?

Los cuatro embajadores regresaron al fin y bajaron a Sheffield. Nirgal, Maya y Michel siguieron su camino, pero Sax voló a Vishniac y se reunió con Art y Nadia, un gesto que complació profundamente a Nadia. Había llegado a tener la certidumbre de que allí donde estaba Sax estaba el centro de la acción.

Tenía el mismo aspecto de siempre, si acaso todavía más silencioso y enigmático. Quería ver los laboratorios. Lo acompañaron.

—Interesante, sí —dijo, y después de una pausa añadió—: Pero me pregunto qué más podríamos hacer.

—¿Para terraformar? —preguntó Art.

—Bueno...

Para complacer a Ann, pensó Nadia. Eso era lo que quería decir. Abrazó a Sax, que se mostró sorprendido, y mantuvo la mano sobre su hombro huesudo mientras duró la conversación. ¡Qué bueno era tenerlo allí en carne y hueso! ¿Cuándo había llegado a apreciar tanto a Sax Russell, a confiar de un modo tan absoluto en él?

Art también había comprendido a qué se refería Sax, y le dijo:

—Ya has hecho mucho, ¿no te parece? Caramba, por lo pronto has desmantelado todas las grandes obras metanacionales, ¿no? Las bombas de hidrógeno bajo el permafrost, la soletta y la lupa espacial, los transbordadores con nitrógeno de Titán...

—Ésos todavía siguen —corrigió Sax—. Ni siquiera sé cómo vamos a pararlos. Supongo que habrá que derribarlos. Aunque podemos usar el nitrógeno. No sé sí me gustará que desaparezcan.

—¿Y Ann? —preguntó Nadia—. ¿Qué le gustaría a Ann?

Sax desvió la mirada. Cuando la incertidumbre le contraía la cara, volvía a mostrar su vieja expresión ratonil.

—¿Qué os contentaría a los dos? —replanteó Art.

—Es difícil.... —Y su rostro mostró una mueca de indecisión, de motivos encontrados.

—Ambos desean conservar los espacios salvajes —señaló Art.

—Los espacios salvajes son una idea, o incluso una posición ética. No pueden estar en todas partes, no pertenecen a esa clase de ideas. Pero...

—Sax agitó una mano y volvió a sumirse en sus pensamientos. Por primera vez en un siglo, desde que lo conocía, Nadia tuvo la impresión de que Sax no sabía qué hacer. Se sentó ante una pantalla y tecleó instrucciones, ajeno a sus presencias.

Nadia oprimió el brazo de Art y él le tomó la mano y apretó el meñique con suavidad. Ya casi había alcanzado las tres cuartas partes de su tamaño definitivo, la uña había empezado a crecer y en la yema habían aparecido las delicadas espirales de una huella dactilar. La sensación era placentera cuando se lo apretaban. Nadia miró brevemente a Art a los ojos y luego apartó la mirada. Él le acarició la mano antes de soltarla. Después de un rato, cuando fue evidente que Sax estaría completamente absorto en lo que hacía durante bastante tiempo, salieron de puntillas y regresaron a la habitación, a la cama.

Pasaban el día trabajando, y por la noche salían. Sax andaba parpadeando de acá para allá, como en sus días de rata de laboratorio, ansioso porque no se tenían noticias de Ann. Nadia y Art lo consolaban lo mejor que podían, que no era mucho. Al caer la tarde salían a pasear. Había un parque donde los padres se congregaban con sus pequeños, y la gente los contemplaba como si estuvieran en un pequeño zoo, sonriendo ante el espectáculo de los pequeños primates en sus juegos. Sax pasaba horas en ese parque, hablando con padres y niños, y después se iba a las pistas de baile y bailaba solo durante horas. Art y Nadia caminaban tomados de la mano. El meñique ganaba fuerza. Casi tenía el tamaño definitivo, e incluso parecía haberlo alcanzado, a menos que lo pusiera junto al otro. A veces, mientras hacían el amor, Art lo mordisqueaba consuavidad y la sensación la extasiaba.

—Será mejor que no lo comentes con nadie —murmuraba él—, podría ser espantoso... la gente amputándose partes del cuerpo para hacerlas crecer más sensibilizadas.

—Psicópata.

—Ya sabes cómo es la gente. Haría cualquier cosa por una nueva sensación.

—No lo comentes.

—De acuerdo.

Pero tenían que regresar para una reunión del consejo. Sax se marchó, para buscar a Ann o para huir de ella, no estaban seguros. Ellos volvieron a Sheffield y Nadia retomó la rutina de los días divididos en unidades de treinta minutos de banalidades. Aunque sólo algunas cosas sí eran importantes. La solicitud de los chinos para instalar otro ascensor espacial cerca de Schiaparelli exigía una pronta respuesta, y ése era sólo uno de los múltiples problemas de inmigración a los que se enfrentaban. El acuerdo Marte-UN elaborado en Berna establecía explícitamente que Marte tenía que acoger anualmente un número de inmigrantes como mínimo equivalente al diez por ciento de su población, y asimismo Marte se comprometía a tratar de incrementar este número mientras se mantuvieran las condiciones de hipermaltusianismo. Nirgal había convertido esto en una especie de promesa, había hablado con entusiasmo (de manera muy poco realista, en opinión de Nadia) sobre Marte yendo al rescate, salvando a la Tierra de la superpoblación con el regalo de la tierra vacía. ¿Pero cuánta gente podía mantener Marte en realidad, si ni siquiera eran capaces de manufacturar mantillo? ¿Cuál era su capacidad de sostén?

Nadie lo sabía y no había manera de calcularlo científicamente. Las estimaciones de la capacidad de sostén de la Tierra habían oscilado entre los cien millones y los doscientos billones, e incluso algunas de las mejor fundamentadas iban de los dos a los treinta mil millones. Lo cierto era que la capacidad de sostén era un concepto muy abstracto e impreciso, que dependía de una multitud recombinante de complejidades tales como la bioquímica del suelo, la ecología o la cultura humana. Por tanto, era casi imposible decir cuántas personas podía albergar Marte. La población terrestre superaba los quince mil millones, mientras que Marte, con casi la misma superficie emergida, tenía una población mil veces inferior, es decir, en torno a los quince millones. La disparidad era evidente. Había que hacer algo.

La transferencia masiva de población terrana a Marte ciertamente era una posibilidad, pero la velocidad dependía del sistema de transporte y la capacidad de absorción marciana. Los chinos y, cómo no, la UN, sostenían que el primer paso para la intensificación de la transferencia consistía en una mejora sustancial del sistema de transporte, mediante, por ejemplo, la construcción de un segundo ascensor espacial en Marte.

La reacción en Marte a ese plan era en general negativa. Los rojos no querían que continuara la inmigración, y aunque admitían que tendrían que acoger a algunos terranos, se oponían a cualquier desarrollo específico del sistema de transferencia, tratando de mantener el proceso en el nivel más bajo posible. Esa postura se correspondía con su filosofía general y a Nadia le parecía sensata. La posición de Marte Libre, aunque de más peso, no estaba tan definida. En la Tierra Nirgal había formulado una invitación a que enviaran tanta gente como pudieran a Marte, e históricamente Marte Libre siempre había defendido el vínculo con la Tierra, la denominada estrategia del perro que mueve la cola. La cúpula actual del partido, sin embargo, parecía poco dispuesta a mantener esa actitud. Y Jackie ocupaba el centro de esa cúpula. Ya durante el congreso constitucional el partido se había desplazado hacia una posición más aislacionista, recordó Nadia, siempre abogando por una mayor independencia con respecto a la Tierra. Por otra parte, al parecer habían llegado a acuerdos privados con ciertos países terranos. De manera que la posición de Marte Libre era ambigua, acaso hipócrita; y parecía una estrategia para acrecentar su poder en Marte.

Pero incluso fuera de Marte Libre predominaba la postura aislacionista, y no sólo entre los rojos: anarquistas, algunos bogdanovistas, las matriarcas de Dorsa Brevia, los marteprimeros... todos tendían a alinearse con los rojos en esa cuestión. Si los terranos empezaban a venir en tropel, decían, ¿qué sería de Marte, y no sólo del paisaje marciano, sino también de la cultura que habían creado? ¿No acabaría sofocada por los viejos hábitos traídos por los nuevos inmigrantes, que rápidamente sobrepasarían en número a la población nativa? La tasa de natalidad disminuía en todas partes, y las familias sin hijos o con sólo uno eran tan comunes en Marte como en la Tierra, de manera que no era de esperar un gran crecimiento de la población nativa. Muy pronto se verían desbordados.

Eso decía Jackie, al menos en público, y los dorsa brevianos y muchos otros coincidían con ella. Nirgal, que acababa de regresar de la Tierra, parecía no influir demasiado. Y aunque Nadia comprendía el razonamiento de sus oponentes, sabía también que eran poco realistas al creer que podrían cerrar la puerta. Sin duda Marte no podía salvar a la Tierra, como había parecido desprenderse de algunas declaraciones de Nirgal durante su visita, pero se había firmado y ratificado un acuerdo con la UN por el que Marte se comprometía a un mínimo especificado de acogida. Por tanto, había que ampliar el puente entre los dos mundos si querían cumplir con ese compromiso. Si no respetaban el tratado, podía ocurrir cualquier cosa.

De manera que durante el debate sobre un segundo ascensor, Nadia lo defendió. Incrementaría la capacidad de transporte, como habían prometido, y además aliviaría la presión sobre las ciudades de Tharsis y sobre toda la zona; los mapas de densidad de población revelaban que Pavonis era como un imán demográfico: la gente se instalaba tan cerca de él como podía. Un cable en el otro lado del mundo ayudaría a equilibrar las cosas.

Pero eso era de dudoso valor para quienes se oponían al cable. Querían a la población localizada, detenida. El tratado les importaba un comino, de manera que cuando el asunto se sometió al voto del consejo, que en cualquier caso sólo tenía un valor de consulta para el cuerpo legislativo, únicamente Zeyk estuvo del lado de Nadia. Fue la victoria más importante de Jackie hasta aquel momento, y la alió temporalmente con Irishka y los tribunales medioambientales, que por principio se oponían a cualquier forma de desarrollo rápido.

Aquel día Nadia regresó al apartamento desalentada e inquieta.

—Prometemos a la Tierra que acogeremos montones de inmigrantes y luego retiramos el puente levadizo. Esto nos traerá problemas.

Art asintió.

—Tendremos que idear algún plan de trabajo. Nadia bufó disgustada.

—Trabajo... Ya no trabajamos. Peleamos, regateamos, discutimos y charlamos, pero no trabajamos. —Soltó un gran suspiro.— Esto traerá cola. Pensaba que el regreso de Nirgal nos beneficiaría, pero no servirá de nada sí se queda al margen.

—No tiene una posición clara —dijo Art.

—La tendría si quisiera.

—Cierto.

Nadia le dio vueltas a la cuestión, cada vez más desanimada.

—Sólo he cumplido diez meses de mi mandato. Aún me quedan dos años marcianos y medio por delante.

—Lo sé.

—Los años marcianos son tan condenadamente largos...

—Sí, pero los meses son más cortos.

Nadia le hizo una mueca y se asomó a la ventana y contempló la caldera de Pavonis.

—El problema es que el trabajo ya no es trabajo. Salimos y participamos en esos proyectos, y con todo, el trabajo sigue sin ser trabajo. Quiero decir que nunca salimos y hacemos cosas con las manos. Cuando era joven, en Siberia, eso sí que era trabajar de verdad.

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