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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (5 page)

BOOK: Marte Azul
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Pero eran pocos; Ann casi podía nombrarlos a todos: los colaboradores habituales de la
Revista
, más o menos. En cuanto al resto de los rojos, el Kakaze y los otros radicales, lo que ellos defendían era una suerte de posición metafísica, un culto; eran fanáticos religiosos, el equivalente de los verdes de Hiroko, miembros de una especie de secta que adoraba las rocas. Ann tenía muy poco en común con ellos, porque formulaban su espíritu rojo desde una perspectiva totalmente distinta.

Y si existía ese fraccionamiento entre las filas rojas, ¿qué podía esperarse del movimiento independentista marciano en su conjunto? Bien, estaban condenados a disgregarse. De hecho, ya estaba ocurriendo.

Se sentó con cuidado en el borde del último repecho. Una vista magnífica. Debía de haber una estación de algún tipo abajo, en el fondo de la caldera, aunque a cinco mil metros de altura era difícil estar seguro. Ni siquiera las ruinas de la vieja Sheffield se distinguían bien... ah, ahí estaban, debajo de la nueva ciudad, una diminuta pila de escombros en la que se advertían algunas líneas rectas y superficies planas. La caída de la ciudad en 2061 tal vez fuera la causa de unas débiles estrías verticales en la pared rocosa. Pero quién podía asegurarlo.

Los asentamientos cubiertos por tiendas que quedaban en el borde parecían los pueblos en miniatura que se ven dentro de los pisapapeles. La silueta de Sheffield, los edificios bajos de los almacenes en el este, al otro lado de la caldera, Lastflow, las pequeñas tiendas que circundaban el borde... muchas de ellas se habían fundido para convertirse en una especie de Sheffield mayor que cubría 180 grados del arco, desde Lastflow y en dirección sudoeste, donde las pistas seguían al cable caído en su descenso por la larga pendiente occidental de Tharsis hacia Amazonis Planitia. Las ciudades y estaciones estarían siempre bajo las tiendas allí. porque a veintisiete mil metros de altura el aire siempre tendría una décima parte de la densidad en la línea de referencia... a nivel del mar, podría decirse. Lo que significaba que a esa altura la densidad era de sólo treinta o cuarenta milibares.

Ciudades-tienda para siempre; pero con el cable (desde allí no lo veía) dominando Sheffield, el desarrollo continuaría hasta que construyeran una ciudad-tienda que rodeara toda la caldera, que mirara sobre ella. Seguramente hasta cubrirían la misma caldera y ocuparían el fondo circular; eso añadiría mil quinientos kilómetros cuadrados a la ciudad, aunque estaba por ver quién querría vivir en un agujero semejante; sería como vivir en el fondo de un agujero de transición: las paredes de roca se elevaban alrededor de uno como una catedral circular sin techo... Quizá interesaría a alguien. Los bogdanovistas, después de todo, llevaban años viviendo en los agujeros de transición. Podrían plantar bosques, construir cabañas de escaladores, o incluso áticos de millonarios en los balcones-cornisa, tallar escaleras en las paredes de roca, instalar ascensores de cristal que tardarían todo un día en subir o bajar... hileras de casas, rascacielos que se alzarían hasta casi alcanzar el borde, con helipuertos en sus azoteas redondas, pistas, autopistas sin peaje... oh, sí, toda la cima de Pavonis Mons, caldera incluida, sería cubierta por la gran ciudad del mundo, siempre en crecimiento, como un hongo sobre cada roca del sistema solar. Miles de millones de personas, billones, trillones, todos aferrándose a la inmortalidad mientras pudieran...

Sacudió la cabeza, profundamente confusa. Los radicales de Lastflow no eran en realidad su gente, pero a menos que tuvieran éxito, la cima de Pavonis y el resto de Marte pasarían a formar parte de la gran ciudad mundial. Intentó concentrarse en el paisaje, sentirlo, la grandeza de la formación simétrica, el amor por la roca dura sobre la que estaba sentada. Sus pies colgaban sobre el abismo, y golpeó los talones contra el basalto. Podía arrojar un guijarro y caería cinco mil metros. Pero no podía concentrarse. No podía sentirlo. Petrificación. Había estado tan entumecida durante tanto tiempo... Suspiró, sacudió la cabeza, recogió las piernas y se levantó. Echó a andar hacia el rover.

Soñaba con el deslizamiento largo. El desprendimiento avanzaba por el suelo de Melas Chasma, a punto de alcanzarla. Todo se distinguía con una claridad superreal. De nuevo recordó a Simón, de nuevo gimió y bajó del pequeño dique, experimentando todos los movimientos, apaciguando al hombre muerto que vivía en su interior, sintiéndose terriblemente mal. El suelo vibraba...

Despertó, voluntariamente, así lo creía ella, escapaba, huía... pero una mano le asía el brazo y la sacudía.

—Ann... Ann... Ann...

Era Nadia. Otra sorpresa. Se incorporó con dificultad, desorientada.

—¿Dónde estamos?

—En Pavonis, Ann. La revolución. He venido y te he despertado porque ha estallado un conflicto entre los rojos de Kasei y los verdes en Sheffield.

El presente la derribó igual que el deslizamiento en el sueño. Se libró con brusquedad del apretón de Nadia y buscó su camisa a tientas.

—¿No estaba cerrado el rover?

—Forcé la puerta.

—Ah. —Ann se levantó, todavía aturdida, cada vez más molesta conforme se hacía cargo de la situación.— A ver... ¿qué ha pasado?

—Dispararon misiles contra el cable.

—¡Lo hicieron! —Otra sacudida, que disipó aún más la niebla.— ¿Y qué más?

—No funcionó. Los sistemas defensivos del cable los interceptaron. Han acumulado un montón de sistemas informáticos allí arriba, y ahora tienen ocasión de utilizarlo. A pesar de todo, los rojos siguen avanzando hacia Sheffield desde el oeste, disparando más misiles, y las fuerzas de la UN en Clarke están bombardeando los puntos desde los que se hicieron los primeros lanzamientos, en Ascraeus, y amenazan con bombardear cualquier fuerza armada que haya abajo. Es justo lo que estaban esperando. Y los rojos evidentemente piensan que va a ser como en Burroughs, están tratando de precipitar los acontecimientos. Por eso he acudido a tí. Escucha, Ann, sé que hemos discutido mucho. No me he mostrado demasiado paciente, es cierto, pero mira, esto ya es demasiado. Todo puede venirse abajo en el último momento: la UN puede decidir que la situación es anárquica y lanzarse sobre nosotros para tomar el control.

—¿Dónde están? —graznó Ann. Se puso los pantalones y fue al retrete. Nadia la siguió al interior. También aquello fue una sorpresa; en la Colina Subterránea habría sido normal entre ellas, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que Nadia la había seguido a un lavabo hablando obsesivamente mientras Ann se lavaba la cara y se sentaba a orinar.

—Todavía tienen el centro de operaciones en Lastflow, pero han destrozado la pista del borde y la que va a Cairo, y están luchando en Sheffield Oeste y alrededor del Enchufe. Rojos peleando contra verdes.

—Sí, sí.

—Entonces, ¿hablarás con los rojos, los detendrás? Una furia repentina la invadió.

—Ustedes los han empujado a esto —gritó a la cara de Nadia, y ésta retrocedió y se apoyó en la puerta. Ann se levantó, dio un paso hacia ella y se subió los pantalones de un tirón, todavía gritando—. ¡Ustedes y su estúpida y ufana terraformación, todo es verde, verde, verde, y sin sombra de compromiso! ¡Es culpa de ustedes tanto como de ellos, porque no tenían ninguna esperanza!

—Tal vez sea así —dijo Nadia, obstinada. Era evidente que aquello no la preocupaba, pertenecía al pasado y carecía de importancia; lo apartó y no se dejó desviar de su propósito—. Pero ¿lo intentarás?

Ann clavó la mirada en su terca vieja amiga, en ese momento casi rejuvenecida por el miedo, concentrada y viva.

—Haré lo que pueda —dijo Ann con aire lúgubre—. Pero, por lo que dices, ya es demasiado tarde.

En efecto, era demasiado tarde. El campamento de rovers en el que Ann se había alojado estaba desierto, y cuando llamó por la consola de muñeca no hubo respuesta. Dejó a Nadia y los otros sobre ascuas en el complejo de almacenes de Pavonis Este y condujo hasta Lastflow, con la esperanza de encontrar allí a alguno de los líderes rojos. Pero los rojos habían abandonado Lastflow y los lugareños no sabían adonde habían ido. La gente miraba la televisión en las estaciones y en los cafés, pero cuando Ann miró también no vio noticias sobre la batalla, ni siquiera en Mangalavid. Un sentimiento de desesperación empezó a filtrarse en su ánimo sombrío; quería hacer algo, pero no sabía cómo. Volvió a intentarlo con el ordenador de muñeca y para su sorpresa Kasei respondió por su frecuencia privada. Su rostro en la pequeña pantalla se parecía extraordinariamente al de John Boone, tanto que en su sorpresa al principio Ann no oyó lo que le estaba diciendo. ¡Parecía tan feliz, era el John de siempre!

—... tenido que hacerlo —estaba diciéndole. Ann se preguntó si le habría hecho alguna pregunta al respecto—. Si no actuamos, destrozarán este mundo. Lo convertirán en un jardín hasta la cima de los cuatro grandes volcanes.

Esas palabras eran un eco tan exacto de lo que había pensado sentada en la cornisa que se sintió perturbada, pero consiguió dominarse y dijo:

—Tenemos que actuar en el marco de las discusiones, Kasei, o provocaremos una guerra civil.

—Somos una minoría, Ann. Y el marco no contempla las minorías.

—No estoy tan segura. Tenemos que insistir para que nos consideren. E incluso si nos decidimos en favor de la resistencia activa, no tiene por qué ser aquí y ahora. No tiene por qué traducirse en una matanza de marcianos a manos de marcianos.

—Ellos no son marcianos —dijo Kasei, y le centellearon los ojos. Su expresión era como la de Hiroko: miraba el mundo ordinario desde la distancia. En eso no se parecía en nada a John. Lo peor de los dos padres; de modo que tenían otro profeta, que hablaba una nueva lengua.

—¿Dónde estás ahora?

—En Sheffield Oeste.

—¿Qué te propones?

—Tomar el Enchufe y luego derribar el cable. Tenemos las armas y la experiencia. No creo que tengamos dificultades.

—No conseguisteis derribarlo en el primer intento.

—Demasiado fantasioso. Esta vez lo cortaremos.

—Creía que ésa no era la manera de hacerlo.

—Funcionará.

—Kasei, creo que debemos negociar con los verdes.

Él negó con la cabeza, impaciente, furioso porque ella se había puesto nerviosa a la hora de la verdad.

—Cuando el cable esté abajo, ya negociaremos. Escucha, Ann, tengo que irme. Mantente lejos de la trayectoria de caída.

—¡Kasei!

Pero él ya no estaba. Nadie la escuchaba, ni sus enemigos, ni sus amigos, ni su familia; tenía que llamar a Peter, intentar volver a hablar con Kasei. Necesitaba estar allí en persona, captar su atención, como había hecho con Nadia... sí, a eso había llegado: para que la escucharan tendría que gritarles.

La posibilidad de quedar atrapada si viajaba hacia Pavonis Este la obligó a partir en dirección oeste por el borde en sentido contrario a las agujas del reloj, como había hecho el día anterior, para alcanzar a las fuerzas rojas por la retaguardia, la mejor aproximación en cualquier caso. Desde Lastflow hasta el límite occidental de Sheffield había unos ciento cincuenta kilómetros, y mientras avanzaba a toda velocidad, fuera de la pista, se dedicó a llamar a las distintas fuerzas presentes en la montaña, sin éxito. Las explosiones de estática delataban la lucha por Sheffield, y los recuerdos de 2061 irrumpieron con aquellos brutales estallidos de ruido blanco, aterrorizándola. Condujo el rover al límite, siempre dentro de la estrecha franja paralela a la pista para hacer el viaje más suave y rápido: cien kilómetros por hora, y luego aún más deprisa. Una carrera, en verdad, para tratar de evitar el desastre de una guerra civil. Ann vivía la situación inmersa en una terrible sensación de pesadilla. Sobre todo porque era tarde, demasiado tarde. En momentos como aquéllos siempre llegaba tarde. En el cielo que dominaba la caldera aparecían estrellas instantáneas: explosiones, sin duda misiles disparados contra el cable y derribados en mitad del vuelo, que se desvanecían dejando unas blancas humaredas, como fuegos de artificio defectuosos, concentrados sobre Sheffield, en particular en la zona del cable, pero que humeaban sobre toda la extensión de la vasta cima, y luego se desviaban hacia el este en la corriente de chorro. Algunos de esos misiles eran descubiertos mucho antes de que alcanzaran su objetivo.

Contemplando la batalla que se desarrollaba en el cielo casi se estampó contra la primera tienda de Sheffield Oeste, ya reventada. A medida que la ciudad crecía hacia el oeste, nuevas tiendas se habían ido añadiendo a las anteriores, como almohadillas de lava; ahora las morrenas terminales de construcción estaban cubiertas de pedazos del armazón de la última tienda, que parecían fragmentos de cristal, y en el resto de las estructuras semejantes a pelotas de fútbol había volado el material de la cubierta. El rover traqueteó con violencia al pasar sobre escombros basálticos, y ella frenó y condujo despacio hasta el muro. Las antecámaras para los vehículos estaban bloqueadas. Se puso el traje y el casco y salió gateando por la antecámara del rover. Con el corazón desbocado se acercó al muro de la ciudad, trepó por él y entró en Sheffield.

Las calles estaban desiertas, el césped cubierto de cristales, ladrillos, pedazos de bambú y vigas de magnesio retorcidas. A aquella altura, la desaparición de la tienda hacía que los edificios defectuosos estallaran como globos; las ventanas enmarcaban vacío y oscuridad, y aquí y allá yacían desparramados los rectángulos de cristal de las ventanas que no se habían roto, como grandes escudos transparentes. Y vio un cuerpo, con el rostro helado o cubierto de polvo. Habría muchos muertos; la gente ya no estaba acostumbrada a pensar en la descompresión, era una preocupación de los viejos colonos.

Ann siguió avanzando hacia el este.

—Busco a Kasei, Dao, Marion o Peter —repitió una y otra vez por la consola de muñeca. Pero nadie contestó.

Tomó una calle estrecha que corría junto al muro meridional de la tienda. Cruda luz del sol, nítidas sombras oscuras. Algunos edificios habían resistido, con las ventanas intactas y las luces encendidas. No se veía un alma en el interior, por supuesto. Delante, el cable se distinguía apenas, un negro trazo vertical que se elevaba hacia el cielo desde Sheffield Este, como el concepto de línea geométrica hecho realidad visible.

El rojo de emergencia era una señal transmitida en una longitud de onda que variaba con rapidez y se podía sincronizar si se tenía el código en vigor. Aunque este sistema solía funcionar a pesar de las interferencias radiofónicas, Ann se sorprendió cuando una voz de cuervo le graznó en la muñeca:

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