Marte Azul (85 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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¡Basta de desgracias! No provoquemos más. Nuestras manos están rojas.

Regresad a vuestras casas y no tentéis al destino, no sea que sufráis más. Hemos hecho lo que debía hacerse.

Hemos hecho lo que debía hacerse.
¡Era tan cierto, tan cierto! Amaba la verdad del teatro y su música triste, los trenos, los tangos gitanos, Prometeo encadenado, incluso las obras jacobinas revanchistas, cuanto más oscuras, mejores, más verdaderas. Ella fue la encargada de la iluminación de
Tito Andrónico
y la gente salió asqueada, sobrecogida de la representación; se quejaban de que era un mero baño de sangre, y por Dios que había usado los rojos: durante la escena en que Lavinia, sin manos y sin lengua, trataba de indicar quién le había hecho aquello, o se arrodillaba para tomar la mano cortada de Tito entre los dientes, como un perro, el público se había quedado paralizado. Nadie podía decir que Shakespeare no tenía sentido de la escenografía, con baños de sangre o sin ellos, y cada nueva obra era más intensa, más electrizante, tenebrosa y veraz a pesar de la edad avanzada del autor. Maya había salido de una desgarradora e inspirada representación de
Rey Lear
llena de júbilo y energía y riendo, y había zarandeado a un joven del equipo de iluminación y le había dicho:

—¿No ha sido extraordinaria, magnífica?

—Ka Maya; pero yo habría preferido la versión de la restauración, ésa en la que Cordelia se salva y se casa con Edgar, ¿la conoces?

—¡Bah! ¡Estúpido muchachito! ¡Esta noche hemos contado la verdad, eso es lo importante! ¡Puedes volver a tus mentiras por la mañana! —Se había reído con aspereza en su cara y con un empujón lo había dejado con sus amigos.— ¡Necia juventud!

—Es Maya —explicó el joven a sus amigos.

—¿Toitovna? ¿La de la ópera?

—Sí, pero la real.

—Real —bufó Maya, despidiéndolos con un ademán—. No pueden imaginar lo real que es. —Y hablaba con sinceridad.

Los amigos iban a la ciudad y pasaban una o dos semanas con ellos. Los veranos fueron haciéndose cada vez más cálidos y tomaron el hábito de pasar uno de los diciembres en un pueblecito costero al oeste de la ciudad, en una cabaña detrás de las dunas, donde durante todo el perihelio nadaban, navegaban, hacían windsurf, dormían o leían tumbados en la playa bajo una sombrilla. Luego regresaban a Odessa, a las familiares comodidades del apartamento y la ciudad, bajo la luz bruñida del otoño meridional, la estación más larga del año marciano. Se acercaban al afelio, cada día más lóbrego que el anterior hasta que en L
s
70 lo alcanzaban. Entre ese momento y el solsticio de invierno, en L
s
90, se celebraba el Festival del Hielo, y patinaban en el blanco mar helado bajo la cornisa y contemplaban el paseo marítimo, cubierto de nieve bajo los oscuros nubarrones, o navegaban sobre el hielo en trineo de vela tan lejos que la ciudad se convertía en una simple mancha en la gran curva blanca del borde. O comía sola en restaurantes ruidosos y llenos de humo, esperando que empezara la música mientras afuera la nieve caía a raudales. O entraba en un pequeño teatro que olía a cerrado y a risa. O tomaba la primera comida de la primavera en el balcón, abrigada aún con un jersei, mirando las yemas que despuntaban en las ramas de los arboles, de un verde distinto, como pequeñas lágrimas de viriditas. Y asi año tras año, en las profundidades del hábito y sus ritmos, feliz en el
déjá vu
que uno mismo crea.

Pero una mañana encendió la pantalla y recibió la noticia de que se había descubierto un importante asentamiento chino en Huo Hsing Vallis (como si el nombre justificara la intrusión); una sorprendida policía global los había conminado a marcharse, pero ellos, impasibles, rehusaban hacerlo. Y el gobierno chino advertía a Marte que cualquier injerencia en el asentamiento sería interpretada como un ataque contra ciudadanos chinos y tendría la respuesta apropiada.

—¿Qué? —gritó Maya—. ¡No!

Empezó a llamar a los pocos conocidos que en Mángala ocupaban puestos de importancia, les preguntó por el caso y exigió una explicación de por qué no se había escoltado a los colonos al ascensor para devolverlos a la Tierra.

—¡Es inaceptable, tienen que detener esto ahora!

Pero las incursiones, en general apenas menos descaradas que aquélla, eran continuas desde hacía algún tiempo, como ella bien sabía. Los inmigrantes llegaban al planeta en toscos vehículos y eludían los controles de Sheffield. Muy poco podía hacerse al respecto sin provocar un incidente interplanetario. Los diplomáticos trabajaban frenéticamente entre bastidores, porque la UN respaldaba a China. Sin embargo, aunque lentamente, se avanzaba sobre seguro. No tenía por qué preocuparse.

Apagó la pantalla. Una vez había sufrido a consecuencia de su convicción de que si se esforzaba lo suficiente el mundo entero cambiaría. Ahora sabía que no era así, aunque le costaba admitirlo.

—Esto basta para convertirte en rojo —le comentó a Michel cuando salía para ir a trabajar—. Es razón suficiente para que regresemos a Mángala.

Pero la crisis remitió a la semana. Se acordó la permanencia del asentamiento, y a cambio los chinos se comprometieron a reducir el número de inmigrantes legales al año siguiente. Poco satisfactorio, pero era todo lo que había. La vida continuó bajo esa nueva sombra.

Una tarde de finales de primavera, cuando regresaba a casa después del trabajo, una hilera de rosales le llamó la atención y se acercó para verlos mejor. Detrás del seto la gente pasaba rápidamente ante los cafés de la avenida Harmakhis. Los rosales tenían muchas hojas nuevas de un color marrón que era el resultado de la mezcla de rojo y verde. Las rosas eran de un rojo puro e intenso y sus aterciopelados pétalos resplandecían en la luz dorada. La etiqueta del tallo rezaba
Lincoln
. Una variedad de rosa y también el estadounidense más grande, una combinación de John y Frank, según ella entendía esa figura histórica. Un miembro de la compañía había escrito una gran obra sobre
él
, oscura, angustiosa, sobrecogedora, en la que el acababa asesinado, víctima de la insensatez. Necesitaban a Lincoln en esos tiempos. El rojo de las rosas brillaba, y de pronto la deslumhró, como si hubiese mirado el sol.

Y de súbito aparecieron múltiples imágenes.

Formas, colores... Pero no las reconocía. Se esforzó por reconocerlas...

Lo recuperó todo con la misma brusquedad: rosas, Odessa, como si nunca hubiera desaparecido. Se tambaleaba y luchó por mantener el equilibrio.

—¡Ah, por favor, no! —exclamó—. ¡Dios mío! —Tragó con dificultad; tenía la garganta muy seca. Ahogó un grito, rígida en el sendero de grava, delante del seto verde y pardo manchado de un rojo lívido. Tendría que memorizar esa combinación de colores para la próxima obra jacobina que llevaran a escena.

Siempre había sabido que ocurriría, siempre. El hábito, menudo embustero; ella lo sabía. En su interior una bomba hacía tictac. Había oído de la existencia de un reloj que consumía un número de horas determinado, presumiblemente las que te quedaban por vivir, o las que eligieras. Elige un millón y relájate. Elige una, y presta atención al instante. O sumérgete en los hábitos y no te preocupes más, como el resto de la gente.

De buena gana lo habría hecho. Pero en ese momento había sucedido algo que la había colocado de nuevo en el interregno, el momento desnudo entre series de hábitos, a la espera de la siguiente exfoliación.

¡No, no! ¿Por qué? Ella no quería esos momentos, eran demasiado crueles, ni siquiera podía soportar la sensación del paso del tiempo que se adueñaba de ella durante esos períodos, la sensación de que todo ocurría por última vez. La odiaba con toda el alma. ¡Y esa vez ni siquiera había cambiado de hábitos! Todo seguía igual, la sensación había brotado de la nada. Quizás había pasado demasiado tiempo desde la última vez, a pesar de los hábitos, quizás ahora los episodios se presentarían de manera fortuita, y a menudo.

Regresó a casa (pensando: Sé dónde está mi casa) y entre sollozos intentó explicarle a Michel lo sucedido, pero al final desistió.

—¡Sólo hacemos las cosas una vez! ¿Comprendes?

Michel estaba muy preocupado aunque trató de no demostrarlo. Con crisis de desorientación o sin ellas Maya no tenía dificultad para reconocer los estados de ánimo de
monsieur
Duval. Él le dijo que su ligero
jamáis vu
tal vez fuera un breve ataque epiléptico o una microembolia, pero no estaba seguro y los tests no les aclararían gran cosa. El
jamáis vu
era un gran desconocido, una variante del
déjá vu
; en realidad, su contrario.

—Parece producirse una interferencia temporal en las ondas cerebrales. Pasan de las alfa a las delta directamente. Si llevaras un monitor lo averiguaríamos la próxima vez que te sucediera, si es que se repite. Es una especie de sueño de vigilia durante el cual gran parte de las facultades cognitivas dejan de actuar.

—¿Es posible no salir de ese estado?

—No, no conozco ningún caso en que haya sucedido. Son episodios raros y transitorios.

—Hasta el momento.

Él hizo un gesto para darle a entender que aquél era un miedo infundado.

Maya fue a la cocina a preparar la comida. Saca las cacerolas, abre la nevera, saca las verduras, córtalas y échalas a la sartén.
Chop, chop, chop.
Deja de llorar, deja de dejar de llorar; incluso eso había sucedido diez mil veces antes. Los desastres inevitables, el hábito de comer. En la cocina, tratando de no hacer caso de nada y de preparar la comida.

¿Cuántas veces?

Después de aquello evitó el seto de rosales, temerosa de otro incidente. Pero se veía desde cualquier punto en esa zona de la cornisa, porque se extendía hasta el rompeolas, y casi siempre estaba florido, era sorprendente. Y una vez, con esa misma luz crepuscular que se derramaba sobre los Hellespontus y confería a las cosas que miraban al oeste una apariencia descolorida y opaca, su ojo captó las cabezuelas rojas del seto, aun cuando caminaba por el rompeolas, y al ver el tapiz de espuma sobre las aguas oscuras a un lado y las rosas y Odessa al otro, se detuvo, paralizada por algo impreciso en aquella visión, por una súbita comprensión, casi al borde de una Epifanía, y sintió que una vasta verdad la empujaba desde el exterior, o más bien dentro de su cráneo pero fuera de sus pensamientos, presionando la duramadre que encerraba el cerebro... Todo quedaría explicado, claro al fin.

Pero la Epifanía nunca cruzó la barrera, quedó sólo en sensación, turbia y dilatada. La presión sobre su mente cesó y la tarde recuperó su luminiscencia de peltre. Regresó a casa pictórica, con océanos de nubes en el pecho, a punto de estallar con algo semejante a la frustración o una angustiosa alegría. Despues le explicó a Michel lo que había sucedido y él asintió; tambien para aquello tenía un nombre.


Presque vu.
Casi visto. Yo los experimento con frecuencia —dijo con su característica mirada de secreta tristeza.

Pero todas sus categorías sintomatológicas de pronto se le antojaron a Maya un subterfugio para enmascarar lo que de verdad le ocurría. A veces se sentía muy confusa, creía entender cosas que no existían, o bien olvidaba otras definitivamente, y se asustaba terriblemente. Y eso era lo que Michel trataba de contener con sus nombres y sus
combinatoires
.

Casi visto. Casi comprendido. Y luego de vuelta al mundo de la luz y el tiempo. Y no podía hacer otra cosa que seguir adelante. Con el paso de los días llegaba a olvidar lo que había sentido, lo aterrada o lo próxima a la alegría que había estado. Era algo lo suficientemente extraño como para olvidarlo con facilidad. Presta atención a la vida cotidiana y sus trabajos, amigos y visitantes.

Ahí estaban Charlotte y Ariadne, que venían de Mángala para comentar con Maya la cada vez más grave situación con la Tierra. Almorzaron en la cornisa y le comunicaron los temores de Dorsa Brevia. Aunque los minoicos habían abandonado la coalición de Marte Libre porque les desagradaba que ambicionara dominar las colonias de los satélites exteriores, entre otras cosas, empezaban a pensar que Jackie tenía razón en lo referente a la inmigración, al menos hasta cierto punto.

—No es que Marte esté alcanzando el límite de su capacidad de soporte —dijo Charlotte—, en eso se equivocan. Podríamos apretarnos el cinturón, poblar más las ciudades. Y esas nuevas ciudades flotantes del mar del Norte podrían acomodar a mucha gente, muchos más podrían vivir aquí. Apenas afectan el medio, excepto, en cierto modo, en las ciudades costeras, pero hay espacio para muchas más, en el mar del Norte al menos.

—Muchas más —dijo Maya. A pesar de las incursiones terranas, le disgustaba cualquier chachara antiinmigracionista.

Pero Charlotte volvía a estar en el consejo ejecutivo, y durante años habia defendido una estrecha relación con la Tierra, de manera que debió de costarle mucho decir:

—No se trata de las cifras, sino de quiénes son, de sus creencias. Los problemas de asimilación se están agravando.

Maya asintió.

—He leído algo.

—Hemos intentado integrar a los recién llegados como buenamente hemos podido, pero ellos se agrupan y no hay manera de separarlos.

—No.

—Están surgiendo infinidad de problemas: casos de sharia, maltrato familiar, bandas étnicas envueltas en peleas, inmigrantes que atacan a nativos, generalmente hombres que atacan a mujeres. Y se forman bandas de nativos que toman presalias hostigando los nuevos asentamientos, y cosas por estilo. Es un grave problema. Y eso con los cupos de inmigración reducidos, al menos en los papeles. Y la UN está furiosa con nosotros porque quieren enviar aún más gente. Sí lo hacen, nos convertiremos en una especie de basurero, y todo nuestro esfuerzo habrá sido en vano.

—Humm. —Maya meneó la cabeza. Conocía el problema, pero la deprimía pensar que aliados como aquéllos se pasarían al otro bando sólo porque el problema se agudizaba.— Aun así, hagan lo que hagan, cuenten con la UN. Si prohiben la inmigración y a pesar de todo ellos siguen viniendo, nuestro trabajo fracasará deprisa. Es lo que ha sucedido con esas incursiones, ¿comprenden? Es mejor conseguir la inmigración más baja posible negociando con la UN y tratar con los inmigrantes conforme vayan llegando.

Las dos mujeres asintieron con malestar. Siguieron comiendo en silencio, contemplando el fresco azul matutino del mar.

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