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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (84 page)

BOOK: Marte Azul
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—¿No acabará la atmósfera hidratándose por completo?

—Tal vez. No sabemos con certeza cuánta humedad admitirán. Los estudios climáticos son una broma, si quiere saber mi opinión. Los modelos globales son demasiado complejos, hay demasiadas variables desconocidas. Por el momento lo único que sabemos es que el aire es aún muy seco y es probable que gane humedad. Así que cada cual piensa lo que quiere e intenta complacer sus expectativas, y los tribunales medioambientales les siguen la pista como buenamente pueden.

—¿No prohiben nada?

—Sólo las grandes bombas de calor. No suelen entrometerse en las pequeñeces. Aunque últimamente se han vuelto más estrictos y han empezado a vetar proyectos de menos envergadura.

—Yo diría que los proyectos más pequeños son justamente los más fáciles de calcular.

—En cierto modo, pero tienden a anularse unos a otros. Verá, un gran número de proyectos rojos buscan proteger las zonas elevadas y las tierras del sur, y el límite de altura fijado por la constitución los respalda, por lo que siempre acuden con sus quejas al gobierno global. Allí les dan la razón y ellos hacen lo que querían, y al final resulta que sus proyectos se neutralizan entre sí y todo queda igual. Es una pesadilla legal.

—Pero de esa manera se las arreglan para mantener las cosas estables.

—Bueno, me parece que las zonas altas reciben más aire y agua de lo que deberían.

—Creía que habías dicho que ganaban en los tribunales.

—En los tribunales, sí, en la atmósfera, no. Hay demasiadas cosas en marcha.

—¿Es que no han emprendido acciones legales contra las fábricas de gases de invernadero?

—Lo han hecho, pero perdieron. Esos gases cuentan con el apoyo de todos los demás, porque sin ellos habríamos entrado en una era glacial.

—Pero una reducción de las emisiones...

—Sí, lo sé. Aún se está discutiendo, y va para largo.

—Ya veo.

Mientras tanto, se había convenido un nivel para el mar de Hellas, y como se trataba de una decisión del cuerpo legislativo, todos los trabajos en torno a la cuenca estaban siendo coordinados para que el mar se ajustara a la ley. Todo el asunto era de una complejidad fantástica, aunque simple en principio: midieron el ciclo hidrológico completo, con sus tormentas y su régimen de lluvias y nevadas, el destino de las aguas del deshielo, tanto las que se filtraban en el subsuelo como las que discurrían por la superficie en forma de ríos y arroyos o formaban lagos y finalmente desaguaban en el mar de Hellas, donde se helaban en invierno y se evaporaban en verano, iniciando de nuevo el ciclo. Y en ese inmenso ciclo hicieron las intervenciones necesarias para estabilizar el mar, de la extensión aproximada del Caribe. Si había demasiada agua y querían bajar el nivel, existía la posibilidad de canalizar el exceso hacía los acuíferos vaciados de las Montañas Amphitrites en el sur. Pero eso tenía sus limitaciones, porque la roca de los acuíferos era porosa y tendía a derrumbarse en cuanto se vaciaban, haciendo difícil o impracticable su reabastecimiento. La posibilidad de que el mar se desbordara era una de las mayores dificultades que enfrentaba el proyecto. Mantener el equilibrio...

Y ocurría lo mismo en todo Marte. Era una locura, pero estaban determinados a conseguirlo. Diana le habló de los esfuerzos para mantener seca la cuenca de Argyre, una empresa a su manera de la misma envergadura que llenar la cuenca de Hellas: habían construido tuberías gigantescas para evacuar el agua de Argyre a Hellas si esta última la necesitaba, o a sistemas fluviales que desaguaban en el mar del Norte en caso contrario.

—¿Y qué hay del mar del Norte? —preguntó Maya.

Diana meneó la cabeza, con la boca llena. Por lo visto la opinión general era que el mar del Norte quedaba fuera de cualquier regulación, aunque por el momento se había estabilizado. Tendrían que mantenerse a la expectativa, y las ciudades costeras asumían el riesgo. Muchos creían que con el tiempo el nivel del mar del Norte descendería a medida que el agua volviera al permafrost o quedara atrapada en alguno de los miles de cráteres-lago de las tierras altas del sur. De nuevo el régimen de precipitaciones y de desagüe en el mar del Norte era crucial. Las tierras altas del sur decidirían, dijo Diana, y puso en su pantalla de muñeca un mapa para mostrárselo a Maya. Las cooperativas de construcción de cuencas hidrográficas aún vagaban por allí instalando sistemas de drenaje, canalizando agua a los arroyos de las tierras altas, reforzando lechos fluviales, excavando arenas movedizas, que en algunos casos dejaban al descubierto antiguas cuencas fluviales; pero por lo general los nuevos cursos de agua tenían que seguir los antiguos accidentes formados por la lava, las fracturas de los cañones o algún ocasional canal corto. El resultado distaba mucho de la clara red terrana: una confusión de diminutos lagos redondos, pantanos helados, cauces secos y largos ríos con abruptos giros en ángulo recto o súbitas desapariciones en sumideros o tuberías. Sólo los antiguos lechos de ríos recuperados parecían ser apropiados; todo lo demás se asemejaba al producto de un cataclismo.

Muchos de los veteranos de Aguas Profundas que no se habían integrado en el Instituto del Mar de Hellas habían fundado su propia cooperativa, que cartografiaba las aguas subterráneas en la zona de Hellas, medía el agua que retornaba a los acuíferos y los ríos subterráneos, calculaba cuánta agua podía almacenarse y recuperarse... Diana era miembro de esa cooperativa. Después de aquel almuerzo, comunicó el regreso de Maya a sus compañeros de la cooperativa, y cuando les dijo que estaba interesada en trabajar con ellos, le ofrecieron un puesto con una cuota de entrada baja. Complacida por el detalle, Maya decidió aceptar.

Empezó a trabajar para Capas Freáticas del Egeo, que así se llamaba la cooperativa. Se levantaba, preparaba café y tomaba unas tostadas, una galleta, un panecillo. Cuando hacía buen tiempo desayunaba en el balcón, aunque por lo común lo hacía sentada a la mesa redonda instalada en la ventana salediza, leyendo
El mensajero de Odessa
en la pantalla, reparando en los pequeños detalles que revelaban las cada vez más sombrías relaciones entre Marte y la Tierra. El cuerpo legislativo había elegido en Mángala el nuevo consejo ejecutivo, y Jackie no era uno de los siete; la habían reemplazado por Nanedi. Maya saltó de alegría y luego leyó todas las reseñas que pudo encontrar y vio las entrevistas: Jackie afirmaba que habia rehusado presentarse como candidata porque estaba cansada después de tantos años, y que se daría un respiro como lo había hecho en ocasiones anteriores, y luego regresaría (esto último lo dijo con un toque acerado en la mirada). Nanedi guardó un discreto silencio sobre el tema, pero tenía la expresión de placer y sorpresa del hombre que ha matado al dragón; y aunque Jackie declaró que continuaría trabajando en el aparato de Marte Libre, era evidente que su influencia había declinado, pues de otro modo seguiría en el consejo.

Había conseguido apartar a Jackie, pero las fuerzas contrarias a la inmigración seguían en el poder. Marte Libre mantenía aún un inestable dominio de la alianza que formaba su supermayoría. Nada importante había cambiado, la vida continuaba, los informes sobre la superpoblada Tierra eran ominosos. Esa gente vendría un día u otro, Maya estaba segura. De momento se las apañaban, y podían echar una ojeada alrededor, hacer planes, coordinar sus esfuerzos. Llegó a la conclusión de que sería mejor que no encendiera la pantalla sí quería conservar el apetito.

Tomó el hábito de bajar al centro a desayunar con más largueza en la cornisa, con Diana, o más tarde con Nadia y Art, o con visitantes. Después del desayuno iba andando hasta las oficinas de CFE, cerca del extremo oriental del paseo marítimo, una buena caminata respirando un aire que cada año era un poquito más salado. En CFE tenía un despacho con ventana y su labor allí era la misma que en Aguas Profundas, servir como enlace con el Instituto del Mar de Hellas y coordinar un variable equipo de areólogos, hidrólogos e ingenieros que concentraban sus investigaciones en las montañas de Amphitrites y Hellespontus, donde se encontraban la mayoría de los acuíferos. Viajaba por la curva de la costa para inspeccionar prospecciones e instalaciones, y con frecuencia se alojaba en la pequeña ciudad portuaria de Montepulciano, en la orilla sudoeste del mar. Cuando regresaba a Odessa se pasaba el día trabajando y luego vagaba por la ciudad y compraba muebles en tiendas de segunda mano, o ropa. Le interesaban mucho las nuevas modas y cómo cambiaban con las estaciones; aquélla era una ciudad elegante, la gente vestía bien, y las últimas tendencias daban a Maya un aire de madura nativa de complexión menuda y porte erguido y regio. A menudo, al caer la tarde, de camino a casa, decidía ir a la cornisa o se sentaba en el parque que había debajo, y en verano cenaba temprano en alguno de los restaurantes de la playa. En otoño una flotilla de barcos anclaba en el puerto, y tendían pasarelas que los comunicaban entre sí y vendían entradas para la fiesta del vino, y después de oscurecer había fuegos de artificio sobre el lago. En invierno la oscuridad se abatía temprano sobre el mar, y las aguas cercanas a la orilla se cubrían de hielo, que reflejaba los colores del cielo, salpicado de patinadores y veloces trineos de vela.

Durante una de esas solitarias cenas crepusculares de Maya una compañía teatral puso en escena
El círculo de tiza caucasiano
en un callejón contiguo, y algo en la iluminación de la obra la obligó a mirar por entre las rendijas de las tablas. Apenas pudo seguir la trama, pero algunos momentos la impresionaron por su fuerza, sobre todo los apagones durante los cuales se suponía que la acción se detenía, con los actores inmóviles sobre el escenario en la luz pálida, y que sólo necesitaban un toque de azul para ser perfectos, pensó.

Después la compañía fue a cenar al restaurante y Maya conversó con la directora, una nativa de mediana edad llamada Latrobe, que se mostró muy interesada en conocerla y discutió con ella acerca de la obra y las teorías de Brecht sobre el teatro político. Latrobe resultó ser una pro terrana. Quería poner en escena obras que hablaran en favor de un Marte abierto y de la asimilación de los inmigrantes en la areofanía. Era aterrador, dijo, el escaso número de piezas del repertorio clásico que fomentaban esos sentimientos. Necesitaban nuevas obras. Maya le habló de las veladas políticas de Diana en los tiempos de la UNTA, celebradas a veces en los parques, y también de su idea de que a la producción de aquella noche le faltaba luz azul. Latrobe invitó a Maya a visitarlos, hablarles de política y ayudarlos con la iluminación si lo deseaba, el punto débil de la compañía, que había nacido en los mismos parques donde Diana y su grupo se reunían. Tal vez podrían volver a hacer teatro al aire libre y representar más a Brecht.

Y Maya los visitó, y con el tiempo, sin decidirlo conscientemente, se convirtió en uno de los luminotécnicos, aunque también ayudaba con el vestuario, que era moda de otra clase. Les habló largamente sobre el concepto de teatro político y los ayudó a encontrar nuevas obras. Se convirtió en una especie de asesor político-estético. Pero se negaba en redondo a subir al escenario, aunque Michel y Nadia, además de la compañía, insistieron.

—No —dijo ella—. No me apetece. Si lo hiciera acto seguido me pedirian que interpretara el papel de Maya Toitovna en esa obra sobre John.

—Es una ópera —dijo Michel—. Tendrías que ser soprano.

—Da lo mismo.

No deseaba actuar, la vida cotidiana ya era suficiente, pero disfrutaba del mundo del teatro. Representaba una nueva manera de llegar a la gente y cambiar sus valores, menos agotadora que la aproximación directa de la política, más entretenida, y tal vez en cierto modo más efectiva, porque el teatro tenía fuerza en Odessa. El cine era un arte muerto, la incesante sobresaturación de imágenes había acabado por hacer todas las imágenes igualmente tediosas. Lo que parecía gustar a los ciudadanos de Odessa era la inmediatez y el riesgo de la representación espontánea, el momento que nunca volvería, que nunca se repetiría. El teatro era el espectáculo más saludable de la ciudad, y podía decirse lo mismo de muchas otras ciudades marcianas.

Con los años, la compañía de Odessa montó varias piezas de contenido político, incluyendo todas las del sudafricano Athol Fugard, obras corrosivas y apasionadas que analizaban los prejuicios institucionalizados, la xenofobia del alma, las mejores piezas teatrales en lengua inglesa desde Shakespeare en opinión de Maya. Además la compañía jugó un papel fundamental en el descubrimiento y el lanzamiento a la fama de media docena de jóvenes autores nativos tan feroces como Fugard, conocidos más tarde como el Grupo de Odessa, que en sus creaciones exploraban los acuciantes problemas de los nuevos issei y nisei y su dolorosa integración en la areofanía: un millón de pequeños Romeos y Julietas, un millón de pequeños lazos de sangre rotos o anudados. Aquello se convirtió para Maya en la mejor ventana al mundo contemporáneo y en su manera de relacionarse con él, de formularlo, un método muy satisfactorio pues muchas de las obras daban mucho que hablar e incluso despertaban las iras de algunos, ya que atacaban al gobierno antiinmigracionista aún en el poder en Mángala. Era otra clase de política, la más satisfactoria que había practicado, y muchas veces ansiaba hablar con Frank para mostrarle cómo era aquello.

Durante esos mismos años, Latrobe montó algunas versiones vibrantes de los clásicos, que atraparon a Maya por su intensidad. Pero las que la conmovían más profundamente, eran las viejas tragedias terranas, y cuanto más trágicas, mejor. La catarsis tal como la describía Aristóteles parecía sentarle bien: salía de una buena representación conmovida, purificada, en cierto modo más feliz. Una noche se dio cuenta de que eran el sustituto de sus peleas con Michel, como él habría dicho, una sublimación, más benévola para él y más digna, más noble. Y estaba además la conexión con los antiguos griegos, que estaba llevándose a cabo de múltiples maneras por toda la cuenca de Hellas, en las ciudades y en las comunidades salvajes, un neoclasicismo que Maya creía beneficioso para todos, ya que confrontaba y trataba de estar a la altura de la gran honestidad de los griegos, de la mirada impávida con que observaban la realidad. La
Orestíada, Antigona, Electro, Medea, Agamenón
(que debería haberse llamado
Clitemnestrá
), aquellas increíbles mujeres que se rebelaban con amargo poder contra los extraños destinos que los hombres les imponían y devolvían el golpe, como cuando Clitemnestrá asesinaba a Agamenón y Casandra y explicaba cómo lo había hecho, y finalmente miraba al auditorio, a Maya:

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