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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (96 page)

BOOK: Marte Azul
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—Muy seguro estás tú —se quejó Marina; ella había propuesto Acheron—. No tienes la mente abierta a otras posibilidades.

—Sí, sí. —La mente abierta. Para Sax era fácil, pues su mente era un laboratorio destruido por un incendio, y ahora estaba al aire libre. Quienes objetaban la elección de la Colina lo hacían movidos por el miedo, miedo al poder del pasado. No querían reconocer ese poder ni entregarse por completo a él. Pero eso era justamente lo que debían hacer. Michel habría aplaudido esa elección. El lugar era crucial, y sus propias vidas lo demostraban. Indecisos, escépticos, aterrados, es decir, todos ellos, tenían que admitir que la Colina Subterránea era el lugar apropiado. Finalmente acordaron encontrarse allí.

La Colina Subterránea se había convertido en algo parecido a un museo; se había tratado de conservar el aspecto que presentaba en 2138, el año en que dejó de ser una parada de la pista. En consecuencia no era la misma que ellos habían ocupado; pero las zonas más antiguas subsistían casi intactas. Al poco de llegar, Sax y algunos otros salieron a echar un vistazo, y allí estaban todas las viejas construcciones: los cuatro hábitats originales, arrojados desde el espacio, los vertederos, el cuadrado de cámaras abovedadas de Nadia, con su cúpula central, el invernadero de Hiroko, del que sólo quedaba la estructura, pues el material de cubierta había desaparecido, la galería de Nadia al noroeste, Chernobil, las pirámides de sal. Sax acabó en el Cuartel de los Alquimistas y vagó por el laberinto de edificios y tuberías tratando de prepararse para la experiencia del día siguiente. Tratando de mantener una mente abierta.

Y su memoria hervía, como intentando probar que no necesitaba ayuda para hacer su trabajo. Entre aquellas construcciones había sido testigo del poder transformador de la tecnología sobre la desnuda materialidad de la naturaleza; habían empezado con rocas y gases, y de ellos habían extraído, purificado, transformado, recombinado y moldeado de tantas maneras que era imposible seguir y mucho menos imaginar sus efectos. Había visto, pero no había comprendido, y habían actuado con un total desconocimiento de sus verdaderos poderes y, tal vez como resultado de ello, sin saber muy bien qué buscaban. Pero entonces no se percataba de eso. Había actuado con el pleno convencimiento de que aquel mundo que empezaba a verdear sería un lugar agradable para vivir. Ahora, con la cabeza descubierta bajo un cielo azul, en el tórrido segundo agosto, miraba alrededor e intentaba pensar, recordar. Era difícil dirigir la memoria, los recuerdos sencillamente afloraban. Los objetos de la parte vieja de la ciudad le resultaban muy familiares, como indicaba la palabra, «de la familia». Incluso piedras, hondonadas y cúmulos le resultaban familiares, ocupando el lugar que les correspondía. Las perspectivas para el experimento no podían ser mejores; estaban en el lugar apropiado, en el contexto apropiado, situados, orientados. En casa. Regresó al cuadrado de cámaras abovedadas, donde se alojarían.

Durante su paseo habían llegado algunos coches y pequeños trenes turísticos. La gente se congregaba. Allí estaban Nadia y Maya, abrazando a Mary y Andrea, que habían llegado juntas. Sus voces resonaban en el aire como una ópera rusa, como recitativos a punto de convertirse en canto. De los ciento uno originales sólo vendrían catorce: Sax, Ann, Maya, Nadia, Desmond, Ursula, Marina, Vasili, George, Edvard, Roger, Mary, Dimitri, Andrea. Todos los que estaban vivos y en contacto con el mundo; los demás habían muerto o desaparecido. Si Hiroko y los siete seguían vivos, no habían dado señales de ello. Tal vez se presentarían sin anunciarse, como en aquella primera fiesta organizada por John en Olympus...

Así pues eran catorce, y por tanto pocos. La Colina Subterránea parecía vacía, y aunque podían ocupar el espacio que se les antojara se congregaron en el ala sur de las cámaras abovedadas, lo que realzó la vacuidad del resto. Era como si el lugar fuese una imagen de sus flaqueantes memorias, con sus laboratorios, terrenos y compañeros perdidos. Todos sufrían pérdidas de memoria y trastornos de distinta especie; por lo que Sax sabía, todos los trastornos mentales mencionados en la literatura especializada, y la sintomatología comparada había utilizado buena parte de sus declaraciones para describir las distintas experiencias, sublimes y/o terroríficas, que los habían afligido en la pasada década. Aquella noche, mientras trajinaban en la pequeña cocina de la esquina suroeste, con la alta ventana que miraba al invernadero central, a oscuras aún bajo su gruesa cúpula de cristal, el ánimo general osciló, a trechos alegre, a trechos sombrío. Tomaron una cena fría y charlaron y luego se diseminaron por el ala sur para preparar los dormitorios del piso superior para una noche que se preveía inquieta. Postergaron la hora de acostarse cuanto pudieron, pero al fin se dieron por vencidos y trataron de dormir un poco. Las pesadillas despertaron a Sax varias veces, y oyó idas y venidas a los aseos, conversaciones en voz baja en la cocina y murmullos propios del sueño agitado de los viejos. Pero se las arregló para retomar el sueño, un sueño ligero poblado de visiones.

La mañana llegó al fin. Se levantaron con las primeras luces tomaron un desayuno rápido: fruta, cruasanes, pan y café. Las colinas proyectaban familiares sombras largas hacia el oeste.

Respiraban hondo, reían nerviosamente, evitaban mirarse a los ojos. Estaban dispuestos a empezar, excepto Maya, que seguía negandose a someterse al tratamiento. Ninguno de sus argumentos la conmovieron.

—He dicho que no —había repetido la noche anterior—. Por otra parte, si se vuelven locos necesitarán a alguien, y quién mejor que yo para eso.

Sax había pensado que cambiaría de opinión, que sólo estaba haciendo alarde de su carácter. Se plantó delante de ella, frustrado:

—Creía que eras tú quien sufría los peores trastornos de memoria.

—Es posible.

—Entonces sería aconsejable que probaras el tratamiento. Recuerda que Michel te administró muchos fármacos.

—No deseo hacerlo —dijo, mirándolo a los ojos. Él suspiró.

—No te comprendo, Maya.

—Lo sé.

Y se fue al viejo dispensario para asumir el papel de enfermera. Todo estaba presto, y Maya los fue llamando de uno en uno, y mediante unos inyectores ultrasónicos aplicados en el cuello, les administró una parte del cóctel de fármacos, y luego les dio las pildoras que contenían el resto. Después los ayudó a colocarse los auriculares que transmitirían las silenciosas ondas electromagnéticas. Los que ya estaban preparados esperaban en la cocina sumidos en un tenso silencio. Cuando acabó con todos, Maya los acompañó a la puerta y los ayudó a salir. Y empezaron.

Una imagen se adueñó de Sax: luces brillantes, la sensación de que le aplastaban el cráneo; se ahogaba, jadeaba, escupía. Aire frío y la voz de su madre, como el gemido de un animal. Después yació mojado sobre el pecho de ella, helado.

—¡Madre mía!

El hipocampo era una de las varias áreas específicas del cerebro estimuladas por el tratamiento. Eso significaba que el sistema límbico, extendido bajo el hipocampo como una red bajo un nogal, recibía una estimulación análoga, como si las nueces rebotaran en un trampolín de nervios y lo hicieran resonar o incluso castañetear. Así experimentó Sax el inicio de lo que sin duda sería una oleada de emociones, que registraba no por separado sino agrupadas y con la misma intensidad, sin relación: alegría, dolor, amor, odio, euforia, melancolía, esperanza, temor, generosidad, celos... El resultado de aquel saturado revoltijo era, al menos para Sax, sentado en un banco, respirando con agitación, un incremento de su percepción de la
significación
. Un baño de sentido que lo inundaba todo, que le desgarraba el corazón o lo henchía, como si albergara océanos de nubes en el pecho que le impedían respirar, una suerte de nostalgia elevada a la enésima potencia, una plenitud, una dicha sublimes. ¡Estaban allí sentados y vivían! Unido sin embargo a un agudo sentimiento de pérdida, de lamento por el tiempo perdido, de miedo a la muerte, a todo, de congoja por Michel, por John, por todos. Era tan diferente de la habitual serenidad de Sax, de su flema, podría decirse, que durante un tiempo no pudo moverse. Llegó a reprocharse amargamente haber iniciado un experimento como aquél, insensato y estúpido... Seguramente todos lo odiarían.

Aturdido y abrumado, decidió caminar para ver si se despejaba la cabeza. Se levantó, tratando de mantener el equilibrio, y empezó a andar, esquivando a los otros, que vagaban perdidos en mundos propios, evitándose como si fueran objetos. Y de pronto se encontró en el espacio abierto que rodeaba la Colina Subterránea, sintiendo la fría brisa de la mañana, dirigiéndose a las pirámides de sal bajo un cielo extrañamente azul.

Se detuvo y miró alrededor, meditó, gruñó sorprendido, se quedó inmóvil, incapaz de seguir. Porque de pronto podía recordarlo
todo
.

Bueno, no todo. No podía recordar qué había desayunado el 13 del segundo agosto de 2029, por ejemplo; eso concordaba con los experimentos que sugerían que las actividades cotidianas habituales no estaban lo suficientemente diferenciadas para permitir que el individuo las recordase. Pero... A finales de 2020 empezaba sus días en las cámaras abovedadas de la esquina sureste, donde compartía dormitorio con Hiroko, Evgenia, Rya e Iwao. Experimentos, incidentes, conversaciones danzaban en su mente que visualizaba aquella habitación. Un nodo de espaciotiempo hacía vibrar la red de los días. La hermosa espalda de Rya mientras se lavaba las axilas al otro lado de la habitación. Comentarios hirientes por lo irreflexivos. Vlad hablando de empalmar genes. Vlad y él se habían detenido en ese mismo lugar en su primer minuto en Marte, mudos, absortos en la gravedad, el rosa del cielo y los horizontes cercanos, que aún ahora, tantos años después, conservaban el mismo aspecto: tiempo areológico, tan lento y prolongado como una gran sístole. Metido en un traje se tenía la sensación de estar hueco. Para Chernobil habían necesitado más hormigón del que podían fraguar en aquel aire tenue, seco y frío. Nadia lo había conseguido. ¿Cómo? Calentándolo, eso era. Nadia había hecho muchas cosas durante aquellos años: las bóvedas, las fábricas, la galería... ¿Quién habría sospechado que alguien tan tranquilo en el
Ares
se revelaría tan competente y enérgico? Hacía años que no recordaba la impresión que producía Nadia en el
Ares
. La muerte de Tatiana Durova, aplastada por una grúa, la había afligido mucho; había supuesto una conmoción para todos, excepto para Michel, sorprendentemente disociado de aquella primera tragedia. ¿Lo recordaría Nadia? Sí, lo recordaría si pensaba en ello. No tenía por qué ser exclusivo de Sax, o más preciso; si el tratamiento alcanzaba buenos resultados con él, tenía que ocurrir lo mismo con los demás. Aquél era Vasili, que había luchado del lado de la UNOMA en las dos revoluciones; ¿qué estaría recordando? Parecía afligido, o quizás extasiado. Seguramente la sensación de plenitud, de experimentarlo todo, por lo visto uno de los primeros efectos del tratamiento. ¿Acaso recordaba la muerte de Tatiana, como él? Una vez, Sax y Tatiana fueron a pasear por la Antártida durante el año de selección, y ella tropezó y se torció un tobillo, y tuvieron que esperar en Nussbaum Riegel a que un helicóptero de McMurdo los rescatase. El episodio había caído en el olvido durante años hasta que Phyllis se lo recordó la noche que lo arrestaron, pero luego, rápidamente, había vuelto a olvidarlo. Dos rememoraciones en doscientos años; pero ahora lo recuperaba de veras: el sol bajo, el frío, la belleza de los Valles Secos, la envidia de Phyllis por la extraordinaria belleza de Tatiana. Que esa belleza hubiese de morir primero... parecía una señal, una maldición, Marte como Plutón, planeta de terror y pavor. Y ahora que las dos mujeres llevaban tanto tiempo muertas, él recordaba ese día en la Antártida, era el único que conservaba aquel día precioso, que sin él desaparecería. Sí, lo que uno recordaba era precisamente la parte del pasado que más emociones le había provocado, los sucesos que sobrepasaban un determinado umbral emocional: las grandes alegrías, las grandes crisis, los grandes desastres. Y también los pequeños. Lo habían excluido del equipo de baloncesto de séptimo curso, había llorado, solo, en una fuente del patio del colegio, después de leer la lista, y había pensado: Recordarás esto toda la vida. Y así había ocurrido. Las primeras veces en que a uno le ocurría algo o hacía algo tenían una carga especial, como el primer amor (por cierto, no recordaba quién había sido). Una imagen borrosa, allá en Boulder, una cara... la amiga de un amigo; pero aquello no había sido amor y ni siquiera recordaba su nombre. No, estaba pensando en Ann Clayborne, delante de él, mirándolo fijamente, hacía mucho tiempo. ¿Qué intentaba recordar? La marea de pensamientos era tan intensa y rápida que no podría recordar algunos de los episodios, estaba seguro. Una paradoja, pero sólo una de las muchas causadas por el hilo de conciencia del vasto campo de la mente. Diez a la cuadragésimo tercera potencia, la matriz en la que florecían todos los big bangs. El cráneo albergaba un universo tan vasto como el universo exterior. Ann... Había salido a pasear con ella también en la Antártida. Ella era muy fuerte. Le pareció curioso que durante la marcha por la caldera de Olympus Mons no hubiese recordado el paseo por el Valle Wright en la Antártida, a pesar de las similitudes, durante el cual habían tenido una fervorosa discusión sobre el destino de Marte; él había intentado tomarla de la mano, o había sido ella, ¡caramba, estaba coladito por Ann! Y él, con su chip de rata de laboratorio, que nunca había experimentado esa clase de sentimientos, había dado un respingo, de pura timidez. Ella lo había mirado con curiosidad, sin comprender la importancia del suceso, y le había preguntado por qué tartamudeaba tanto. Había tartamudeado bastante de niño a causa de un problema bioquímico al parecer solucionado por la pubertad, pero cuando estaba nervioso a veces recaía. Ann, Ann... veía su cara mientras discutía con él en el
Ares
, en la Colina Subterránea, en Dorsa Brevia, en el almacén de Pavonis. ¿Por qué aquel continuo ataque a la mujer que tanto le había atraído, por qué? Ella era muy fuerte, y sin embargo la había visto tan deprimida que había yacido indefensa en el suelo, en aquel rover-roca, durante días, mientras su Marte rojo moría. Allí tendida. Pero luego se había obligado a continuar. Había hecho callar a Maya cuando ésta había increpado a Sax a gritos, había colaborado en el entierro de su compañero Simón. Había hecho todas esas cosas, y nunca, nunca había sido Sax más que una carga para ella, parte de su dolor. Se había enfadado con ella en Zigoto y en Gameto, veía su rostro demacrado, y después había estado veinte años sin verla. Y más tarde, después de someterla al tratamiento de longevidad sin su consentimiento, había estado otros treinta años sin verla. ¡Cuánto tiempo malgastado! Ni vivir mil años bastaría para justificar aquel despilfarro.

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