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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (99 page)

BOOK: Marte Azul
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—¿Habías estado en el mar antes? —preguntó Sax, refiriéndose a perder de vista tierra firme.

—No.

—Ah.

Navegaron hacia el norte, adentrándose en el golfo de Chryse. La isla de Copérnico apareció a la derecha y detrás de ella Galileo, pero pronto retrocedieron hacia el horizonte azul, donde las crestas de las olas eran una monótona sucesión. El mar de fondo venía del norte, casi directamente delante de ellos, de manera que mirando a babor o estribor el horizonte era una línea ondulante de agua azul contra el cielo azul, una reducida circunferencia en torno al barco, como si el recuerdo del horizonte en la Tierra se obstinase en perturbar la percepción óptica del cerebro, de modo que siempre tendrían la sensación de estar en un planeta demasiado pequeño. Ciertamente el rostro de Ann tenía una expresión de profundo malestar: miraba con desconfianza las olas, que levantaban primero la proa y luego la popa. Al mar de fondo se oponía un oleaje cruzado levantado por el viento del oeste que ondulaba la superficie más ancha de las grandes olas. La física del tanque de olas en acción; eso le recordó a Sax el laboratorio de física del instituto, donde las horas se le pasaban volando contemplando las maravillas que agitaban el tanque. Aquí el mar de fondo tenía su origen en el perpetuo desplazamiento hacia el este del mar del Norte alrededor del globo; la magnitud de la marejada dependía de los vientos locales, que la reforzaban o se interponían en su camino. La gravedad ligera favorecía las olas grandes y anchas, rápidamente generadas por los fuertes vientos. Sí el viento ese día arreciaba, las aguas picadas del oeste crecerían y sobrepasarían el oleaje de fondo. Las olas del mar del Norte eran famosas por su tamaño y mutabilidad, por sus sorprendentes recombinaciones, aunque se desplazaban con lentitud: grandes colinas, como las gigantescas dunas de Vastitas, migrando alrededor del planeta. A veces su tamaño era impresionante; en la estela dejada por los tifones que asolaban el mar del Norte se había informado de olas de setenta metros.

Ese mar picado parecía suficiente para Ann, a juzgar por su expresión angustiada. A Sax no se le ocurría qué decirle. Dudaba de que sus pensamientos sobre la mecánica de las olas fuesen apropiados, aunque eran muy atractivos para cualquiera interesado en las ciencias físicas, como era el caso de Ann. Pero quizás en otro momento. Por lo pronto la sensación física del agua, el viento y el cielo le bastaban. El silencio parecía lo más indicado.

El mar empezó a cabrillear y Sax comprobó la velocidad del viento: treinta y dos kilómetros por hora, la velocidad aproximada con la que empezaba a achatar las olas, una sencilla relación entre superficie de tensión y velocidad del viento que incluso podía calcularse. Sí, la ecuación de la dinámica de fluidos indicaba que empezarían a derrumbarse con vientos de treinta y cinco kilómetros por hora, y así era: cabrillas de sorprendente blancura contra el azul oscuro del agua, azul de Prusia, a juicio de Sax. El cielo ostentaba un azul celeste, teñido apenas de púrpura en el zenit y algo palidecido en torno al sol, y una lámina metálica separaba el sol del horizonte.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ann con acento irritado.

Sax se lo explicó y ella le escuchó, silenciosa y pétrea. Sax no alcanzaba a imaginar qué podía estar pensando. Para él siempre había sido un consuelo que el mundo fuera explicable. Pero Ann... en fin, quizá sólo estaba mareada. O quizás algo del pasado la turbaba, como le había ocurrido a él en las semanas que siguieron al experimento en la Colina Subterránea, cuando inesperadamente lo asaltaba algún recuerdo. Memoria involuntaria. Y para Ann eso podía incluir incidentes negativos, pues Michel le había hablado de malos tratos en la infancia. A Sax le escandalizaba tanto que apenas podía creerlo. En la Tierra había hombres que violaban a las mujeres; en Marte, jamás, aunque no podía afirmarlo con total seguridad. Ésa era una de las ventajas de vivir en una sociedad racional, lo que la hacía tan valiosa. Tal vez Ann conociese mejor que él la situación actual en ese terreno, pero no tenía la confianza suficiente para preguntarle. Estaba contraindicado.

—Estás más callado que un muerto —dijo ella.

—Disfrutaba del paisaje —se apresuró a responder. Quizá fuera mejor hablar de la mecánica de las olas después de todo. Le explicó el origen del mar de fondo, de las olas cruzadas, las interferencias negativas y positivas que provocaba su encuentro. Y de pronto dijo:— ¿Recordaste algo de tu vida en la Tierra durante el experimento en la Colina Subterránea?

—No.

—Ah.

Debía tratarse de una forma de represión, exactamente lo contrario del método psicoterapéutico que Michel habría recomendado. Pero ellos no eran máquinas de vapor y algunas cosas era mejor olvidarlas. Él tendría que volver a olvidar la muerte de John, por ejemplo, o esforzarse por recordar las etapas de su vida en que había sido más sociable, como los años en que trabajó para Biotique en Burroughs. En el otro lado de la cabina estaba sentada Contra-Ann, o la tercera mujer de la que había hablado, mientras que él era, al menos en parte, Stephen Lindholm.

Extraños a pesar del sorprendente encuentro en la Colina Subterránea, o quizá por eso mismo. Hola, encantado de conocerte.

Una vez que dejaron atrás los fiordos e islas de la base del golfo de Chryse, Sax viró al noreste, cortando la espuma, con viento de popa. La velamástil desplegó entonces su versión de spinnaker y los cascos de la embarcación se deslizaron sobre las blandas crestas de las olas antes de rendirse a la superior velocidad de éstas. La costa oriental del golfo de Chryse apareció ante sus ojos, menos espectacular que la occidental, pero en muchos aspectos más hermosa. Edificios, torres, puentes: una costa densamente poblada, como la mayoría. Después de Olympus cualquier ciudad debía de suponer un shock.

Franquearon la ancha boca del fiordo Ares y Punto Soochow emergió en el horizonte, y más allá, las islas Oxia, una detrás de otra; antes de que hubiera agua habían sido una colección de colinas redondas, los Montes Oxia, con la altura adecuada para convertirse en un archipiélago. Sax se internó en los estrechos canales que separaban estas islas, que se elevaban unos cuarenta o cincuenta metros sobre el mar. Los únicos habitantes de buena parte del archipiélago eran las cabras, pero en las islas mayores, particularmente las que tenían forma de riñon y disponían de bahía, las piedras que cubrían las colinas habían servido para levantar muros que dividían las pendientes en sembrados y pastos. En esas islas irrigadas destacaba el verde de los huertos cargados de fruto y los pastos salpicados por blancas ovejas o vacas enanas. La carta de navegación daba los nombres de las islas: Kipini, Wahoo, Wabash, Naukan, Libertad. Al leerlos Ann dio un respingo.

—Son los nombres de los cráteres que quedaron sumergidos en el centro del golfo.

—Ah.

Pero a pesar de ello eran unas islas preciosas. Los pueblos de pescadores de las bahías lucían paredes encaladas y puertas y ventanas azules, de nuevo el modelo egeo. En efecto, en un promontorio en los acantilados se levantaba un pequeño templo dórico, cuadrado y orgulloso. Amarrados en las bahías había balandros, barcas de pesca y botes. Sax señaló un molino de viento en una colina en la cual pastaba un rebaño de llamas.

—Parece una vida tranquila.

Empezaron a hablar de los nativos, sin crispación. De Zo, de los hombres salvajes y su extraña existencia de cazadores-recolectores, de los nómadas agrícolas, que trabajaban como temporeros siguiendo las cosechas aunque eran los dueños de las granjas, de la fertilización cruzada de todos esos estilos de vida; de los nuevos asentamientos terranos que se hacían un hueco en el paisaje, del creciente número de ciudades portuarias. En el centro de la bahía descubrieron uno de los nuevos barcos-ciudad, islas flotantes con miles de habitantes. Aquélla era demasiado grande para entrar en el archipiélago de Oxia y parecía estar cruzando el golfo en dirección a Nilokeras o los fiordos del sur. Puesto que las tierras de Marte se consideraban ya demasiado pobladas y con demasiada frecuencia los tribunales frustraban la fundación de nuevos asentamientos, cada vez más gente se mudaba al mar del Norte y convertía aquellos barcos-ciudad en sus hogares.

—Visitémosla —dijo Ann—. ¿Es posible?

—No veo por qué no —contestó Sax, sorprendido—. No tendremos problemas para alcanzarla.

Hizo virar el catamarán hacia el sudoeste, ciñéndose mucho para impresionar a quienes lo observaban. En menos de una hora habían alcanzado el costado de la ciudad, un escarpe semicircular de unos dos kilómetros de largo y cincuenta metros de altura. El muelle, un poco por encima de la línea de flotación, tenía una especie de ascensor abierto al que subieron una vez que amarraron el barco.

Los llevó a la cubierta de la ciudad, casi tan ancha como larga, con la zona central ocupada por una granja con algunos arbolitos que impedían ver lo que había del otro lado. Una especie de calle arcada recorría el perímetro de la cubierta, flanqueada de edificios de dos a cuatro pisos, los exteriores coronados por mástiles y molinos de viento, los interiores abiertos a amplios espacios ocupados por parques y plazas que se extendían hasta los cultivos y arboledas de la granja y un gran estanque de agua dulce. Una ciudad flotante muy semejante a las ciudades amuralladas de la Toscana renacentista en apariencia, pero extraordinariamente pulcra y ordenada. Una pequeña comisión de ciudadanos los recibió en la plaza que dominaba el muelle, y cuando descubrieron la identidad de los visitantes se entusiasmaron. Insistieron en que los acompañaran a una comida y les ofrecieron un paseo concertado por el perímetro de la ciudad, o «hasta donde lo deseen, porque es un buen trecho».

Con cinco mil habitantes, aquélla era una ciudad pequeña, y desde su botadura había sido autosufíciente.

—Cultivamos casi todo lo que consumimos y pescamos lo que falta. Ahora hay discusiones con otros barcos-ciudad a propósito de la sobreexplotación de algunas especies. Practicamos la policultura perenne, plantamos nuevas cepas de maíz, girasoles, soja y otras cosas, todo sembrado y cosechado robóticamente, porque cosechar es una labor dura. En resumidas cuentas, hemos conseguido la tecnología necesaria para pasar la recolección en casa. También hay a bordo mucha industria casera. Tenemos bodegas, allí pueden ver los viñedos, y también destiladores de coñac. Eso lo hacemos artesanalmente. Y semiconductores especiales y una famosa tienda de bicicletas.

—Por lo general navegamos por el mar del Norte. A veces se levantan violentas tempestades, pero con nuestro tamaño las aguantamos sin demasiadas dificultades. Muchos llevamos aquí desde que se inauguró la ciudad, hace diez años. Es una forma de vida estupenda, y el barco te da todo lo que necesitas. Aunque de cuando en cuando viene bien tomar tierra. Amarramos en Nilokeras cada Ls cero para las fiestas de primavera. Vendemos nuestros productos, compramos lo que necesitamos y pasamos toda la noche de fiesta. Y luego, de vuelta al mar.

—Sólo utilizamos sol y viento, y un poco de pescado. Los tribunales medioambientales nos respetan porque nuestro impacto es mínimo. La población del área del mar del Norte habría crecido si nos hubiésemos quedado en tierra. Ahora hay cientos de barcos-ciudad.

—Miles. Y las ciudades con astilleros y los puertos que visitamos se benefician.

—¿Creen que éste es un buen método para acoger una parte del exceso de población de la Tierra? —preguntó Ann.

—En efecto, uno de los mejores. Es un gran océano y podría albergar muchos barcos como éste.

—Siempre que no dependan demasiado de la pesca. Continuaron con el paseo y Sax le dijo a Ann:

—Ésta es otra razón por la que no vale la pena forzar una crisis con respecto a la inmigración.

Ann no contestó. Miraba las aguas bruñidas por el sol, y luego los mástiles, veinticuatro, cada uno con su vela cangreja. La ciudad parecía un iceberg tabular conquistado por la tierra. Una isla flotante.

—Hay tantas clases de nomadismo —comentó Sax—. Por lo visto muy pocos nativos sienten la necesidad de instalarse en un lugar.

—Igual que nosotros.


Touché.
Pero me pregunto si eso implica una cierta inclinación hacia el rojo, si entiendes a qué me refiero.

—Pues la verdad es que no. Sax trató de explicarse.

—En general los nómadas toman lo que la tierra ofrece, sin alterarla. Se desplazan y viven de los frutos de la estación. Y los nómadas marinos con mayor razón, dado que el mar se muestra refractario a buena parte de los intentos por cambiarlo.

—Excepto los de quienes intentan regular su nivel o el contenido de sales. ¿Sabes algo de ellos?

—Sí, pero no creas que tendrán mucha más suerte. La mecánica de la salinización apenas se conoce.

—Si tienen éxito muchas especies de agua dulce morirán.

—Así es. Pero las de agua salada estarán en su salsa.

Cruzaron la ciudad por el centro para visitar la plaza que dominaba el muelle, pasando entre largas hileras de parras podadas en forma de T de un metro de altura; de la maraña de ramas horizontales colgaban racimos de uvas de color índigo y heléchos. Más allá de los viñedos el suelo aparecía cubierto de una mezcla de plantas, una especie de pradera atravesada por numerosos senderos angostos.

En un restaurante que daba a la plaza los invitaron a comer pasta con gambas, y la conversación abordó infinidad de temas. De pronto uno de los cocineros salió corriendo de la cocina señalando su consola de muñeca: se habían producido incidentes en el ascensor espacial. Las tropas de la UN que compartían las labores aduaneras en Nuevo Clarke habían tomado la estación y habían enviado a la policía marciana abajo; los acusaban de corrupción y decían que la UN se haría cargo de la administración del extremo superior del ascensor a partir de ese momento. El Consejo de Seguridad de la UN se apresuró a asegurar que sus agentes locales habían actuado con exceso de celo, pero no invitaban a los marcianos a regresar al ascensor. Para Sax no era más que una cortina de humo.

—¡Madre mía! —exclamó—. Me temo que Maya estará furiosa. Ann puso los ojos en blanco.

—Eso no es precisamente lo más importante, si quieres saber mi opinión. —Parecía afectada y, por primera vez desde que la encontrara en la caldera de Olympus, inmersa en la situación, sin su habitual distanciamiento. No era para menos. Incluso los marinos estaban visiblemente turbados, aunque, como Ann, hubiesen parecido ajenos a las circunstancias que imperaban en tierra. Las noticias habían invadido las conversaciones y los había arrojado al mismo tema: agitación, crisis, la amenaza de guerra. Las voces reflejaban incredulidad, los rostros, furia.

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