Marte Azul (98 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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—Lo recuerdo.

Lo miraba fijamente y él se sintió conmocionado: uno nunca tenía ocasión de hacer aquello, uno nunca llegaba a decirle «lo recuerdo» al amor perdido de la juventud, aún hace daño. Y sin embargo, allí estaba ella, mirándolo con sorpresa.

—Sí —dijo frunciendo el ceño—, pero no ocurrió así. Yo apoye una mano en tu hombro, me gustabas, y parecía que llegaríamos a algo... ¡pero saltaste! ¡Caramba, saltaste como si te hubiera clavado un aguijón! La electricidad estática era acusada allí, pero... —Soltó una risa áspera.— No, fuiste tú. Supuse que no estabas acostumbrado a esas cosas. ¡Ni tampoco yo! Y que justamente por eso era adecuado, pero no fue así. Y luego olvidé el episodio por completo.

—No —dijo Sax.

Sacudió la cabeza en un primitivo esfuerzo por recomponer sus pensamientos, por organizar sus recuerdos. Aún tenía en el escenario de su mente el episodio del Mirador, casi palabra por palabra, y todos sus movimientos. Es una red que gana en orden, había dicho, tratando de explicar el propósito de la ciencia; y por eso destruirás la superficie del planeta, había respondido ella. Lo recordaba.

Pero mientras rememoraba el incidente la expresión de Ann era la de quien se halla en completa posesión de un momento del pasado, que había cobrado vida al ser recuperado. Ella recordaba, pero de manera distinta. Uno de ellos tenía que estar equivocado.

—¿Es posible...? —Se interrumpió y empezó de nuevo:— ¿Es posible que fuéramos tan torpes como para salir con intención de revelar nuestros sentimientos y...?

Ann rió.

—¿Y que nos separásemos sintiéndonos rechazados por el otro? —Rió de nuevo.— Más que posible.

Sax también se echó a reír. Volvieron las caras al cielo y rieron largamente.

Pero de pronto Sax meneó la cabeza, abatido por un pesar agónico. Nunca sabrían con certeza lo ocurrido. Incluso con aquel afloramiento de sus recuerdos semejante a un pozo artesiano, una de las cataclísmicas inundaciones causadas por los acuíferos reventados, nunca sabrían qué había ocurrido de verdad.

Se estremeció. Si no podía confiar en la veracidad de los recuerdos que afloraban, si algo tan crucial en la vida quedaba en entredicho, ¿qué pasaba con los otros, con Hiroko en la tormenta, llevándolo hasta el coche agarrado de la muñeca? ¿Sería aquello también...? No, no podía haber imaginado aquella mano en su muñeca. Sin embargo, Ann había retirado la mano bruscamente, y él conservaba memoria somática de aquel movimiento, sólido y real, físico, un movimiento recordado por su cuerpo, conservado en sus células mientras viviera. Ambos recuerdos tenían que ser ciertos.

¿Y bien?

Pues que aquello pertenecía al pasado. Toda su vida estaba allí y no estaba. Si lo único real era el momento, un cuántico tras otro, una membrana inimaginablemente tenue, el devenir entre pasado y futuro, su vida, sin un pasado o un futuro tangibles, no era más que una llamarada, un hilo de pensamiento perdido en el acto de pensar. La realidad era tan tenue, tan exiguamente real... ¿a qué podía aferrarse?

Vacilante, intentó compartir con Ann estos pensamientos, pero tuvo que darse por vencido.

—Bueno —dijo Ann, que había comprendido—, al menos recordamos eso. Me refiero a que los dos recordamos haber estado allí. Teníamos nuestros planes, que fracasaron, sucedió algo que ninguno de los dos entendió en aquel momento, y por tanto no ha de sorprendernos que conservemos recuerdos incompletos o distintos.

—¿Eso crees?

—Sí. Por eso los niños de dos años no pueden recordar. Sienten muchas cosas pero no las recuerdan sencillamente porque no las comprenden.

—Tal vez.

No estaba seguro de que la memoria funcionase así. Los recuerdos de la primera infancia eran imágenes eidéticas. Pero si ella estaba en lo cierto, él seguramente había visto a Hiroko, porque había comprendido su aparición en la tormenta. Esas cuestiones emocionales, en el corazón de la tormenta...

Ann se adelantó un paso y lo abrazó. Sax ladeó la cabeza y apoyó la oreja en su clavícula; ella era más alta. Sintió el cuerpo de la mujer contra el suyo y le devolvió el abrazo. Siempre recordarás esto, pensó. Ann lo apartó un poco y lo asió de los brazos.

—Eso es el pasado —dijo—. No explica lo sucedido entre nosotros en Marte, creo. Es una cuestión distinta.

—Tal vez.

—No estábamos de acuerdo pero empleábamos los mismos términos. Nos importaban las mismas cosas. Recuerdo que trataste de consolarme en aquel rover-roca en Marineris, durante el reventón del acuífero.

—Y tú también. Cuando Maya empezó a gritarme después de la muerte de Frank.

—Sí —dijo ella, volviendo atrás. ¡Tenían una capacidad asombrosa para recordar en esos momentos! Ese coche había sido un crisol en el que todos se habían metamorfoseado—. Supongo que sí. No era justo, sólo tratabas de ayudarla. Y la expresión de la cara...

Contemplaron las estructuras dispersas y chatas que conformaban la Colina Subterránea.

—Y aquí estamos —dijo Sax finalmente.

—Sí. Aquí estamos.

Otro momento incómodo. La vida con los demás era una sucesión de momentos incómodos. Tendría que acostumbrarse. Dio un paso atrás, tomó la mano de Ann y la oprimió. Luego la soltó. Ella dijo que quería visitar el yermo inalterado que se extendía al oeste de la ciudad, más allá de la galería de Nadia. Estaba experimentando una afluencia de recuerdos demasiado intensa para concentrarse en el presente. Necesitaba caminar. Él comprendía. Ann se alejó e hizo un gesto de despedida con la mano. ¡Se despedía! Y allí estaba Coyote, cerca de las pirámides de sal, que resplandecían a la luz de la tarde. Sintiendo la gravedad de Marte por primera vez en muchos años, Sax echó a andar a saltitos hacia el único hombre del grupo que era más bajo que él. Su camarada de armas.

Dando tumbos por su vida, perpetuamente sorprendido, le costó bastante aprehender el rostro asimétrico de Coyote, facetado como Deimos. El aspecto de Desmond había sufrido pocos cambios con el paso del tiempo. Dios sabía qué debía de parecerle Sax a los otros, o qué vería si se miraba en un espejo. La idea le pareció interesante: comprobar si mientras uno recordaba un episodio de la juventud la imagen en el espejo se distorsionaba. Desmond, un trinitario de ascendencia hindi, le estaba diciendo algo imcomprensible, algo sobre el éxtasis de las profundidades, sin precisar si se refería a la memoria o a un incidente náutico de su juventud. Sax deseaba comunicarle que Hiroko estaba viva, pero se reprimió. Desmond parecía muy feliz en ese momento, y además no le creería. Diciéndoselo sólo conseguiría angustiarlo. El conocimiento adquirido mediante la experiencia no siempre podía traducirse a conocimiento discursivo; le parecía vergonzoso, pero así estaban las cosas. Desmond no le creería porque no había sentido aquella mano en la muñeca. Y además, ¿por qué habría de hacerlo?

Sus pasos los llevaron hacia Chernobil. Hablaban de Arkadi y Spencer.

—Nos estamos haciendo viejos —dijo Sax.

Desmond lanzó una carcajada. Seguía teniendo una risa alarmante, aunque contagiosa, y Sax también rió.

—¿Que nos hacemos viejos? ¿Viejos...?

La visión del pequeño Rickover desató en ellos una especie de paroxismo patético, aunque también valeroso, estúpido, complaciente. Los sistemas límbicos de ambos aún estaban sobrecargados y en ellos resonaban todas las emociones. El pasado iba aclarándose en secuencias superpuestas, cada episodio con su carga emocional irrepetible, y se sentían pletóricos... ¿la mente?, ¿el alma? Más de lo que era posible. Desbordado, así se sentía.

—Desmond, me siento desbordado.

Desmond soltó una risa aún más estruendosa.

Su vida había excedido su capacidad de sentirla toda a la vez. Excepto un murmullo límbico, el poderoso bramido del viento en las coniferas, tendido en un saco de dormir, de noche, en las Montañas Rocosas, escuchando el tamborileo del viento en las agujas de los pinos. Interesante. Seguramente uno de los efectos del fármaco, que pasaría, aunque esperaba que algunos perduraran, porque ¿quién podía asegurar que aquel aspecto no era fundamental también como parte del todo? Si uno recordaba su pasado y éste era muy largo, necesariamente se sentiría muy lleno, lleno de emociones y experiencias, lo cual quizá le impediría seguir mucho más. Incluso era posible que sintieran con más intensidad de la conveniente, que se hubieran convertido en personas terriblemente sentimentales que se afligían si pisaban una hormiga o lloraban de alegría al contemplar la salida del sol. Una consecuencia desafortunada. Bastaba con lo suficiente. Comer suficiente era tan bueno como darse un festín. De hecho, Sax siempre había creído que la amplitud de la respuesta emocional de quienes lo rodeaban podía reducirse sin menoscabo de su humanidad. Pero no servía intentar atenuar conscientemente las propias emociones, eso era represión, sublimación, con el consiguiente aumentó de la presión. Curiosamente el modelo freudiano de mente como una máquina de vapor seguía siendo muy útil: compresión, descarga, todo el proceso, como si James Watt hubiese diseñado el cerebro. Pero los modelos reduccionistas eran útiles, formaban parte esencial de la ciencia. Y él había tenido que soltar vapor durante mucho tiempo.

Vagaron por Chernobil, tirando piedras, riendo, hablando arrebatadamente y enmudeciendo de pronto, más una transmisión simultánea que una conversación, pues ambos estaban absortos en sus pensamientos. Una charla deslavazada pero llena de camaradería; era tranquilizador escuchar a alguien tan confuso como uno mismo. Además, era agradable sentirse tan cerca de Coyote, de aquel hombre tan distinto a él en muchos aspectos, que sin embargo le hablaba de la escuela, de los paisajes nevados de la región polar meridional, de los parques del
Ares
, después de todo se parecían mucho.

—Todos vivimos las mismas cosas.

—¡Es cierto, es cierto!

Era curioso que ese hecho no afectara más el comportamiento humano.

Regresaron al parque de remolques y lo cruzaron despacio, retenidos por una densa telaraña de asociaciones. Se acercaba la puesta de sol. En las cámaras abovedadas sus compañeros preparaban la cena. Casi todos habían estado demasiado ocupados con sus recuerdos para pensar en comida, y el fármaco parecía suprimir el apetito; pero ahora estaban famélicos. Maya había preparado una gran olla de estofado con muchas patatas. ¿Borscht? ¿Bullabesa? Había tenido la previsión de poner en marcha la panificadora por la mañana, y el cálido olor a levadura llenaba las bóvedas.

Se reunieron en la gran sala de doble bóveda de la esquina sudoeste, donde Ann y Sax habían protagonizado el famoso debate en los primeros tiempos de la terraformación. Con un poco de suerte, pensó Sax, Ann no lo recordaría, si regresaba después del anochecer, como solía, porque el vídeo del debate discurría en una pequeña pantalla en un rincón. Parecía una noche corriente en la Colina Subterránea: hablando del trabajo, de las diferentes obras, comiendo, rodeados de los rostros familiares. Como si Arkadi, John o Tatiana fuesen a entrar en cualquier momento, como lo hacía Ann en ese momento, a la hora acostumbrada, pataleando para calentarse los pies, haciendo caso omiso de los otros, como siempre.

Pero esta vez se acercó y se sentó al lado de Sax y comió (un estofado provenzal que Michel solía preparar) en silencio, naturalmente, lo que aumentó la curiosidad de los otros. Nadia los miraba con los ojos llenos de lágrimas. Sentimentalismo a flor de piel; podía ser un problema. Más tarde, en medio del alboroto de platos y voces (todos hablaban al mismo tiempo) Ann se inclinó hacia él y dijo:

—¿Adonde piensas ir cuando esto acabe?

—Bueno —dijo él, de pronto nervioso—, algunos colegas de Da Vinci me han invitado a... a... a navegar. Quieren que pruebe un nuevo barco que han diseñado para mis travesías marítimas. Un velero. En Chryse... en el golfo de Chryse.

—Ah.

A pesar del ruido, un silencio terrible reinó entre ellos. Después de una eternidad, Ann preguntó:

—¿Puedo acompañarte?

Sax sintió que la piel de la cara le ardía; congestión capilar qué extraño. ¡Dios santo, había olvidado contestar!

—Pues claro.

Sentados a la mesa todos conversaban, pensaban, recordaban. Bebían el té de Maya, que parecía contenta ocupándose de ellos. Mucho más tarde, cuando la mayoría dormitaba en las sillas o se inclinaba sobre las estufas, Sax decidió acercarse al parque de remolques en el que habían pasado los primeros meses, sólo para echar un vistazo.

Nadia ya estaba allí, tendida en uno de los colchones. Sax se sentó en su viejo colchón. Y entonces llegó Maya con los demás, que arrastraban a un reacio y asustado Desmond. Lo acomodaron en el colchón, en el centro y se reunieron en torno a él, algunos en sus viejas camas, y los que habían dormido en los otros remolques, ocupando los jergones vacíos de los ausentes. Ahora un solo remolque los albergaba con comodidad. Y se tendieron y se dejaron llevar por el sueño. Aquello también era un recuerdo, soñoliento y cálido, como sumergirse en el baño rodeado de los amigos, agotados por el trabajo del día, el apasionante trabajo de construir una ciudad y un mundo. Duerme, memoria, duerme, cuerpo; déjate llevar con gratitud por el momento y sueña.

Zarparon de La Florentina un día ventoso y despejado, Ann al timón y Sax en la proa de estribor del flamante catamarán, asegurando el ancla, que chorreaba barro anaeróbico. Sax pasó un buen rato colgado de la borda, examinando muestras con su lupa: una gran cantidad de algas muertas y otros organismos del fondo. Sería interesante saber si aquella fauna y flora era típica del fondo del mar del Norte o por alguna razón sólo del golfo de Chryse o La Florentina, o de las aguas poco profundas en general.

—¡Sax, ven! —gritó Ann—. Se supone que eres tú el que sabe navegar.

—Y es verdad.

Aunque en realidad la IA del barco podía hacerlo todo; si se le ordenaba, por ejemplo: «Ve a Rhodos», ellos ya no tendrían nada más que hacer para navegar durante el resto de la semana. Pero a Sax le agradaba sentir la caña del timón en las manos, así que dejó el barro del ancla para otro momento y se abrió paso hasta la ancha cabina suspendida entre los dos estrechos cascos.

—Da Vinci está a punto de desaparecer por el horizonte, mira.

—Es cierto.

Las crestas del borde del cráter eran lo único de la península de Da Vinci visible sobre el agua, aunque no estaban a más de veinte kilómetros: la intimidad del pequeño globo marciano. Y el barco era veloz; hidroplaneaba con cualquier viento que superara los cincuenta kilómetros por hora y las quillas estaban provistas de botalones submarinos que se extendían y adoptaban posturas copiadas de los delfines, que junto con un ingenioso sistema de contrapesos mantenían el casco de barlovento en contacto con el agua y evitaban que el de sotavento se hundiera demasiado. Incluso con vientos moderados, como el que en ese momento embestía la velamástil aún recogida, el barco se deslizaba sobre el agua como un trineo sobre el hielo, a una velocidad algo menor que la del viento. Observando los otros barcos advirtió que en muy pocos casos se mantenía el casco en contacto con el agua. Daba la sensación de que sólo el timón y los botalones impedían que salieran volando. Los últimos vestigios de Da Vinci desaparecieron detrás de un horizonte dentado y móvil a no más de cuatro kilómetros del barco. Sax miró brevemente a Ann: se aferraba a la borda y contemplaba el blanco encaje de la estela.

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