Marte Azul (101 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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Poco después (aunque la IA indicaba que habían transcurrido setenta y dos minutos) Sax divisó tierra, una oscura cresta que asomaba entre la espuma a sotavento. Eso probablemente significaba que estaban bastante cerca, pero la tierra desaparecía delante y reaparecía más al oeste: la entrada de la bahía Arigato. El timón se movió junto a su rodilla y notó un cambio en el curso del barco. Por primera vez pudo oír el zumbido de los pequeños motores situados en la popa de los cascos. Los impactos del hielo arreciaron y tuvieron que agarrarse con fuerza. El oleaje de fondo aumentaba y el viento hendía las crestas. En medio de la espuma Sax distinguió porciones de agua helada y grandes icebergs, transparencias azules, verde jade, aguamarina, carcomidos, irregulares, lustrosos. El oleaje debía de haber amontonado una buena cantidad de hielo en la boca de la bahía; si estaba obstruida por el hielo y las olas rompían contra él sería una travesía arriesgada. Gritó un par de preguntas a la IA, pero las respuestas no le parecieron satisfactorias: el barco aguantaría cualquier impacto, pero los motores no tenían potencia para atravesar hielo compactado. Y el hielo se compactaba con mucha rapidez; pronto quedarían atrapados en aquella congregación de icebergs. Sus chirridos y explosiones se habían unido al insoportable bramido de la tormenta. A esas alturas parecía que ya no podrían salir ni siquiera a mar abierto. Aunque Sax no deseara exponerse de nuevo al embate de unas olas cada vez más embravecidas que podían partir el barco, el inesperado grosor del hielo en la boca de la bahía le obligaba a considerar el mar abierto como la mejor opción, que ahora parecía cerrada. Por lo tanto, los esperaba una buena paliza.

Ann parecía incómoda en su arnés y se aferraba a la barandilla como a un clavo ardiendo, una visión que explicaba parte de la satisfacción mental de Sax: no parecía dispuesta a soltarse. Y se inclinó para poder gritarle al oído.

—¡No podemos seguir aquí! ¡Cuando nos cansemos, los porrazos nos destrozarán como a muñecos!

—¡Podemos atarnos a las camas! —gritó el.

Ella frunció el entrecejo con escepticismo. Y Sax reconoció que aquellos arneses seguramente no serían mucho mejores. Nunca los había probado y quedaba la cuestión de cómo amarrarse uno mismo.

El estrépito era increíble: la estridencia del viento, el bramido del agua, los estampidos del hielo. Las olas ganaban altura; el barco tardaba diez o doce segundos en alcanzar las crestas. Una vez arriba veían bloques de hielo que salían despedidos junto con la espuma y caían sobre otros bloques o, a veces, sobre la cubierta, incluso sobre la transparente y fina lámina de la cabina, con una fuerza que los estremecía de pies a cabeza.

Gritando como siempre Sax le dijo a Ann:

—¡Creo que ésta es una situación indicada para utilizar la función bote salvavidas!

—¿... bote salvavidas? Sax asintió.

—¡Este barco es su propio bote salvavidas! —gritó—. ¡Vuela!

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡Que vuela!

—¡Bromeas!

—¡No! ¡Se convierte en un... un dirigible! —Puso la boca en la oreja de Ann.— El casco y la quilla y la base de la cabina vacían el lastre y se llenan con el helio de los tanques de proa. Y se despliegan unos globos. Me lo explicaron en Da Vinci, pero nunca lo he visto. ¡Nunca pensé que tendría que utilizarlo! —Los de Da Vinci, ufanos de la versatilidad de su nuevo ingenio, le habían dicho que podía convertirse también en un submarino. Pero el hielo que se estaba acumulando desaconsejaba esa opción, y Sax no lo lamentaba; por alguna razón indeterminada, no le hacía gracia hundirse con el barco.

Ann se separó un poco para poder mirarlo, sorprendida.

—¿Sabes cómo hacerlo volar? —gritó.

—¡No!

Era de suponer que la IA se haría cargo de ello, si conseguía despegar antes de que fuese demasiado tarde. Sólo tenían que encontrar el panel de emergencia y pulsar las teclas adecuadas. Señaló el panel de control y entonces se inclinó para hablarle al oído, pero Ann se volvió inesperadamente y su cabeza le golpeó la nariz y la boca. Los ojos se le llenaron de lágrimas y la sangre manó de su nariz. Un impacto como el de dos planetesimales; sonrió y los labios se le rajaron aún más, un error doloroso. Se los lamió y saboreó su propia sangre.

—¡Te quiero! —gritó, pero ella no lo oyó.

—¿Cómo despegaremos? —preguntó Ann.

Él indicó el panel de control de nuevo, junto a la IA; el tablero de emergencia estaba protegido por una barra.

Si elegían escapar por aire habría un momento peligroso. Una vez que se movieran a la velocidad del viento el barco tendría que soportar muy poca presión, simplemente se deslizarían. Pero al despegar el aullador podía golpearlos con fuerza, y seguramente darían tumbos y eso podría inutilizar los globos y arrojar el barco de nuevo a las olas heladas o contra la masa de hielo. Ann también contemplaba esa perspectiva. Pero sucediera lo que sucediera, sería preferible a seguir expuestos a aquellos terribles impactos.

Ann lo miraba alarmada: debía de estar cubierto de sangre.

—¡Vale la pena intentarlo! —gritó.

Sax retiró la barra de protección del panel de emergencia y, con una última mirada a Ann, una mirada a los ojos con un contenido que no podía articular pero que era cálido, puso las manos sobre los mandos. Con un poco de suerte los controles de altitud aparecerían cuando llegara el momento. Se lamentó de no haber pasado más tiempo volando.

Cuando el barco alcanzaba la cresta de una ola, durante un momento, antes de volver a caer en el seno de la siguiente, quedaban sumidos en una suerte de ingravidez. En uno de esos momentos Sax accionó el interruptor. El barco cayó de todos modos, chocó como siempre contra los témpanos y de pronto saltó hacia arriba, flotó y se inclinó a sotavento, de modo que quedaron suspendidos de los arneses. Los globos estaban enredados sin duda, la próxima ola los haría pedazos; pero inesperadamente el barco empezó a avanzar sobre el hielo, el agua y la espuma, rozándolos apenas, y los dos pasajeros acabaron cabeza abajo. Después de un intervalo salvaje y agitado el barco se enderezó y empezó a oscilar como un gran péndulo, de un lado a otro, adelante y atrás, sin orden ni concierto, Ann y Sax sacudidos como trapos; el hombro de Sax se soltó del arnés y chocó con el de Ann; el timón le estaba destrozando la rodilla y se agarró a él; un nuevo bandazo y se aferró a Ann, y al fin parecieron dos hermanos siameses abrazados, esperando que sus huesos se rompieran. Se miraron durante un segundo, con las caras muy próximas, ensangrentadas por los cortes o por la herida de la nariz de Sax. Ella tenía una expresión impasible. De pronto salieron disparados hacia el cielo.

Le dolía la clavícula, donde la frente o el codo de Ann lo habían golpeado, pero volaban, torpemente abrazados. Y cuando el barco aceleró hasta igualar la velocidad del viento, la turbulencia disminuyó enormemente. Los globos parecían estar conectados al extremo del mástil. Y justo cuando Sax esperaba mantener una estabilidad semejante a la de los zepelines el barco salió disparado de nuevo hacia arriba y el horrible zarandeo se reanudó. Una corriente ascendente, no había duda. Seguramente estaban sobrevolando tierra y era más que probable que los hubiera absorbido un cúmulo de tormenta, como si fueran una bola de granizo. En Marte había cúmulos de diez kilómetros de altura, a menudo alimentados por los aulladores desde el lejano sur, y las bolas de granizo pasaban mucho tiempo subiendo y bajando por aquellas nubes. Algunas veces habían caído pedriscos del tamaño de las antiguas bolas de cañón que habían devastado cosechas e incluso matado personas.

Si subían demasiado morirían por la altitud, como aquellos primeros viajeros en globo franceses; ¿no les había ocurrido eso a los Montgolfier? Sax no se acordaba. No dejaban de ascender, rasgando el viento y una bruma rojiza que les impedía ver...

¡Bomm!
Dio un salto y el cinturón de seguridad le lastimó. Un trueno. Rodaba alrededor con sus poderosos ciento treinta decibelios. Apretada a él, Ann parecía desmayada, y Sax le retorció la oreja e intentó volverle la cabeza.

—¡Eh! —gritó ella, aunque pareció un susurro en medio del bramido del viento.

—Perdona —dijo él, aunque tuvo la certeza de que no le oía.

Estaban girando otra vez, pero con escasa fuerza centrífuga. El barco chirriaba con el empuje ascendente del viento. De pronto se precipitaron y sintió un insoportable dolor en los tímpanos. Volvieron a subir y fue como si arrancaran dolorosamente unos tapones de sus oídos. Se preguntó qué altura alcanzarían; seguramente morirían por el aire tenue, aunque quizá los técnicos de Da Vinci se habían acordado de presurizar la cabina. Lamentó no haber estudiado previamente el funcionamiento de aquel dirigible improvisado, o al menos el sistema de ajuste de altitud. Aunque poco podía hacerse contra la fuerza de aquellas corrientes ascendentes y descendentes. Un súbito repiqueteo de granizo contra la cubierta de la cabina. En el panel de emergencia había unas pequeñas palancas; en un momento de relativa calma se las arregló para leer la terminal informativa. Altitud... No era obvio, desde luego. Trató de calcular cuánto podía subir el barco antes de que su peso lo estabilizara, un asunto complicado puesto que ignoraba el peso y la cantidad de helio consumida. Una turbulencia los vapuleó de nuevo. Arriba, abajo, arriba, otra vez abajo, un largo descenso. Sax tenía el corazón en un puño y el dolor de la clavícula era insoportable. La nariz no dejaba de sangrarle y cuando ascendían le faltaba el aire. Se preguntó de nuevo a qué altitud estarían y si seguían ascendiendo, pero desde la cabina no se veía nada más que polvo y nube. De todos modos no creía que llegara a desmayarse. Ann seguía a su lado, inmóvil, y quiso tirarle de la oreja otra vez para ver si estaba consciente, pero no pudo mover el brazo. Le dio un codazo en el costado y ella le respondió con otro. Si el codazo había sido tan fuerte como el que ella le había devuelto tendría que intentar ser más gentil en el siguiente. Probó con uno más suave, y recibió uno menos violento. Quizá podían recurrir al sistema Morse, él lo había aprendido de niño, no sabía por qué, y ahora su memoria renacida lo oía claramente, cada punto y cada raya. Pero quizás Ann lo desconocía, y no era momento para lecciones.

El violento viaje se prolongó tanto que perdió la noción del tiempo. En un determinado momento el ruido disminuyó y tuvieron ocasión de intercambiar unos gritos, pero había poco que decir.

—¿Estamos en un cúmulo tormentoso?

—¡Sí!

Ella señaló abajo con un dedo. Se veían unas manchas rosadas. Descendían rápidamente y los tímpanos estaban matando a Sax. La nube los escupía como si fueran granizo. Rosado, pardo, orín, ámbar, ocre. Sí, la superficie del planeta, no muy distinta de como se veía desde el espacio. Recordó que Ann y él habían bajado al planeta en el mismo vehículo.

El barco atravesaba velozmente la base de la nube en medio del granizo y la lluvia, pero el helio podía devolverlos al interior de la nube. Accionó una palanca que parecía la apropiada y empezaron a bajar. Ese par de palancas parecía bastar para subir o bajar. Reguladores de altitud.

Descendían. Al rato el aire se aclaró. Volaban sobre crestas melladas y mesas; ésa debía de ser Cydonia Mensa, en Arabia Terra. No era el mejor lugar para aterrizar.

Pero la tormenta continuó arrastrándolos y pronto se encontraron sobre las llanuras de Arabia, al este de Cydonia. Tenían que bajar y deprisa, antes de que acabaran en el mar del Norte, que seguramente estaría tan lleno de hielo como el golfo de Chryse. Debajo se extendía una colcha de campos y huertas, canales de irrigación y corrientes sinuosas flanqueadas de árboles. Parecía que había estado lloviendo mucho, la tierra estaba mojada y el agua se acumulaba en estanques, canales, pequeños cráteres y en las zonas bajas de los campos. Las viviendas se apiñaban en pequeñas aldeas y en los campos sólo había establos, graneros, abrevaderos. Un paisaje encantador y muy llano. Había agua por todas partes. Seguían bajando, pero con mucha lentitud. Las manos de Ann mostraban un blanco azulado con las últimas luces de la tarde, igual que las suyas.

Estaba muy cansado, pero trató de sobreponerse. El descenso sería importante. Asió la palanca con energía.

Sobrevolaron una hilera de árboles y luego un ancho campo en cuyo extremo el agua llenaba los surcos. Más allá había un huerto. Un aterrizaje en terreno fangoso no estaría nada mal. Pero se desplazaban horizontalmente muy deprisa y a unos diez o quince metros del suelo. Ajustó la altura y vio que los cascos se inclinaban hacia adelante como delfines que se sumergen, y de pronto la tierra se acercó y el barco se arrastró ruidosamente y por último embistió una hilera de árboles jóvenes y se detuvo. Un hombre y varios niños corrieron hacia ellos con caras llenas de asombro.

Sax y Ann se incorporaron con dificultad, y luego él abrió la cabina. Un agua parda y cálida invadía la cubierta. La tarde era ventosa y la bruma se extendía por la campiña árabe. Ann, con la cara mojada y los cabellos erizados, como si la hubiesen electrocutado, esbozó una sonrisa torcida.

—Buen trabajo —comentó.

Decimocuarta Parte
Lago Fénix

Un disparo, el tañido de una campana, un coro ejecutando contrapuntos.

La tercera revolución marciana fue tan compleja y no violenta que resultó difícil considerarla como una verdadera revolución en aquel momento; pareció más bien el replanteamiento de una discusión, una fluctuación de la marea, una discontinuidad del equilibrio.

La toma del ascensor fue la semilla de la crisis, pero unas semanas más tarde las fuerzas militares terranas bajaron por el cable y la crisis floreció por doquier. En el mar del Norte, en una pequeña hendidura de la costa de Tempe Terra, un puñado de vehículos cayó del cielo, oscilando bajo sus paracaidas o emitiendo pálidos penachos de fuego: una nueva colonia, una incursión de inmigrantes no autorizada. El grupo procedía de Kampuchea; y en otros lugares del planeta desembarcaban inmigrantes de las Filipinas, Pakistán, Australia, Japón, Venezuela, Nueva York. Los marcianos no sabían cómo responder: eran una sociedad desmilitarizada incapaz de imaginar que una cosa así pudiera suceder, y por tanto incapaz de defenderse. O eso creían.

Una vez más fue Maya quien los empujó a la acción utilizando sin descanso su consola de muñeca, como Frank en otro tiempo, y aglutinó a todo el mundo en torno a la coalición que defendía un Marte abierto y orquestó la respuesta general. Vamos, le dijo a Nadia. Una vez más. Y el rumor se extendió por pueblos y ciudades y la población se echó a las calles o se dirigió en tren a Mángala.

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