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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (100 page)

BOOK: Marte Azul
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Sus compañeros de mesa los miraban, deseosos de conocer su reacción.

—Tendrían que hacer algo respecto a esto —dijo uno de sus guías.

—¿Por qué nosotros? —replicó Ann con acidez—. Son ustedes quienes tendrían que hacer algo. Ustedes son los responsables ahora. Nosotros sólo somos un par de viejos issei.

El comentario los desconcertó. Uno hasta se echó a reír. El que había hablado meneó la cabeza.

—Eso no es cierto. Pero tiene razón, nos mantendremos a la expectativa y decidiremos cómo actuar de acuerdo con los demás barcos-ciudad. Cumpliremos con nuestra obligación. Lo que he querido decir es que la gente los observará para ver qué hacen ustedes. No se puede decir lo mismo de nosotros.

Ann calló ante la sensatez del comentario. Sax siguió comiendo, mientras pensaba frenéticamente. Descubrió que necesitaba hablar con Maya.

La cena continuó a trancas y barrancas; todos intentaban recuperar el ambiente de normalidad. Sax reprimió una sonrisa; podría haber una crisis interplanetaria, pero mientras tanto había que terminar la cena con estilo. Y aquellos marinos no parecían personas que se preocuparan por el sistema solar en su conjunto. Los ánimos se recobraron y durante los postres celebraron la presencia de Russell y Clayborne entre ellos. Y con las últimas luces del día ellos dos se disculparon y fueron escoltados hasta su cuarto. Las olas del golfo eran mucho mayores de lo que les parecido desde la cubierta.

Zarparon en silencio, sumidos en sus pensamientos. Sax se volvió y contempló la ciudad, pensando en lo que había visto ese día. Parecía una forma de vida placentera. Pero había algo que le inquietaba... persiguió el pensamiento y al final de la rápida carrera de obstáculos consiguió atraparlo y retenerlo. Ya no sufría apagones y eso lo satisfacía enormemente, aunque el contenido de aquel pensamiento en particular fuera bastante melancólico. ¿Debía compartirlo con Ann? ¿Era posible expresarlo con palabras?

—A veces lamento... cuando veo a esos marinos y la vida que llevan, me parece una ironía que estemos al borde de una edad de oro... —lo estaba diciendo, pero se sentía estúpido— que empezará cuando nuestra generación haya muerto. Hemos trabajado para hacerla realidad durante toda la vida, pero estamos condenados a morir antes de que llegue.

—Como Moisés a las puertas de Israel.

—¿Sí? ¿No entró? —Sax meneó la cabeza.— Esas viejas historias... —Unían tantas cosas, como ocurría en el corazón de la ciencia, como los relámpagos perceptivos durante un experimento cuando todos sus misterios se aclaraban y uno comprendía algo.— Bueno, pues puedo imaginar cómo se sintió. Es frustrante, ¡a veces siento tanta curiosidad! Por la historia que no conoceremos, por el futuro después de nuestra muerte y todo lo que reserva. ¿Me comprendes?

Ann lo miraba fijamente. Al fin dijo:

—Todo muere en un momento u otro, y me parece mejor morir pensando que vas a perderte una edad dorada que pensando que dejas a tus descendientes expuestos a toda clase de deudas letales. Eso sería deprimente. Ahora al menos sólo tenemos que lamentarnos por nosotros mismos.

—Tienes razón.

La que había dicho aquello era Ann Clayborne. Sax se sintió arrebolado. La acción de los capilares producía sensaciones muy agradables.

Regresaron al archipiélago de Oxia y navegaron entre las islas. Hablando mucho, comían en la cabina y dormían en habitaciones distintas, uno en el casco de estribor, el otro, en el de babor. Una mañana que soplaba un ligero viento de la costa, fresco y fragante, Sax dijo:

—Sigo preguntándome si será posible crear una especie de ideología parda.

Ann lo miró.

—¿Y dónde está el rojo?

—Pues en el deseo de mantener estables las cosas. De mantener grandes extensiones de tierra sin mancillar. En la areofanía.

—Eso siempre ha sido verde. Suena verde con un ligero toque rojo, en mi opinión. Los Caquis.

—Supongo que tienes razón. Eso vendría a ser la coalición de Irishka y Marte Libre, ¿no? Pero también Ocres tostados, Sienas, Alizarinos, Rojos indios.

—Me parece que los rojos indios no existen —dijo ella, y soltó una carcajada sombría.

También reían con frecuencia, aunque el humor expresado fuera a menudo mordaz. Una noche él estaba en su camarote y ella en cubierta, cerca de la proa de babor, y la oyó reír en voz alta. Salió deprisa, pensando que se reía por la aparición del Pseudofobos (muchos lo llamaban Fobos a secas), que volvía a subir velozmente por el oeste, como antaño. Las lunas de Marte volvían a recorrer la noche como patatas grises, no demasiado distinguidas, pero de todos modos allí. Como aquella risa sombría al verlas.

—¿Crees que lo del ascensor va en serio? —preguntó Ann una noche cuando se retiraban a sus camarotes.

—No lo sé. A veces creo que sólo se trata de un gesto amenazador, porque si no... carecería de toda lógica. Saben que Clarke es muy vulnerable.

—A Kasei y Dao no les resultó tan fácil.

—No, pero... —Sax no quería decirle que habían frustrado aquel intento, pero temió que ella lo leyera en su silencio.— El grupo de Da Vinci emplazó un complejo de láser en la caldera de Arsia Mons, tras una cortina de roca en la pared norte; si lo activamos, el cable se fundirá justo en el punto areosincrónico. Ningún sistema defensivo podría impedirlo.

Ann lo miraba con incredulidad y él se encogió de hombros. No era personalmente responsable de las iniciativas de Da Vinci, aunque todos lo creyeran.

—Pero derribar el cable causaría muchas víctimas —dijo ella meneando la cabeza.

Sax recordó que Peter había logrado sobrevivir a la caída del primer cable saltando al espacio. Lo habían rescatado por casualidad. Tal vez Ann no estaría dispuesta a tolerar la inevitable pérdida de vidas.

—Es cierto, pero podría hacerse y apostaría a que los terranos lo saben.

—Entonces puede ser sólo una amenaza.

—Sí, a menos que quieran llegar más lejos.

Al norte del archipiélago de Oxia pasaron ante la bahía McLaughlin, el costado oriental de un cráter sumergido. Al norte estaba Punto Mawrth, y detrás de éste la entrada al fiordo Mawrth, uno de los más largos y angostos. Navegar por él significaba virar continuamente, empujado por los vientos traicioneros que remolineaban entre las escarpadas y sinuosas paredes, pero Sax se arriesgó porque era un fiordo hermoso, en el extremo de un canal de desagüe profundo y angosto que se ensanchaba hacia el interior. Con aquella visita esperaba mostrarle a Ann que la existencia de los fiordos no significaba forzosamente la inundación de los canales de desagüe; Ares y Kasei conservaban también largos cañones por encima del nivel del mar, igual que Al-Qahira y Ma'adim. Pero no dijo nada de esto y Ann no hizo comentarios.

Después de maniobrar en Mawrth se dirigió al oeste. Para salir del
golfo
de Chryse e internarse en la región de Acidalia del mar del Norte era preciso costear un largo brazo de tierra que llamaban la península de Sinaí, una prolongación del extremo occidental de Arabia Terra que penetraba en el océano. El estrecho que conectaba el golfo de Chryse con el mar del Norte tenía quinientos kilómetros de ancho, pero de no ser por la península de Sinaí habrían sido mil quinientos.

Navegaron hacia el oeste con el viento a favor durante días. Retomaron muchas veces la discusión sobre el significado de ser pardo.

—Tal vez habría que llamar azul a la combinación —dijo Ann una noche contemplando las aguas—. El pardo no es demasiado atractivo y apesta a compromiso. Quizá debiéramos pensar en algo del todo nuevo.

—Quizá.

Por la noche, después de cenar y de pasar un rato mirando las estrellas en la agitada superficie del mar, se daban las buenas noches y se retiraban a sus respectivas cabinas, y la IA dirigía la travesía nocturna esquivando los ocasionales icebergs que empezaban a aparecer en aquellas latitudes, empujados por las corrientes marinas.

Una mañana Sax se despertó temprano, sacudido por una fuerte ola que había hecho oscilar su cama, y que antes de despertar había interpretado como un gigantesco péndulo que lo llevaba de un lado a otro. Se vistió con dificultad y subió, y Ann, en las drizas, gritó:

—¡Parece que el mar de fondo y la marejada han entrado en un patrón de interferencia positiva!

—¿En serio? —Intentó llegar a ella, pero una brusca subida del barco lo aplastó contra un asiento.— ¡Oh!

Ann rió. Sax se agarró al pasamanos y se impulsó hasta donde ella estaba. Comprendió de inmediato lo que Ann había querido decir: había un fuerte viento, de unos sesenta y cinco kilómetros por hora, que ululaba en los aparejos del barco. El mar espumeaba y el sonido del viento sobre las aguas agitadas era muy distinto del que habría producido sobre la roca: allí habría sido un penetrante aullido, pero aquí, sobre millones de burbujas que estallaban, originaba un profundo y sólido bramido. Las olas aparecían coronadas de cabrillas y la espuma ocultaba las grandes colinas del mar de fondo. El cielo tenía un sucio color ocre, opaco y ominoso, y el sol parecía una pálida moneda; se difundía una oscuridad, aunque no había nubes. Partículas en suspensión: una tormenta de polvo. Las olas eran enormes, tardaban una eternidad en subirlas pero las bajaban a velocidad de vértigo. La interferencia positiva señalada por Ann doblaba el tamaño de algunas olas. El agua que no espumeaba adquirió el opaco color del cielo, pero más oscuro, aunque seguía sin verse una sola nube, únicamente aquel color siniestro, semejante al del aire asfixiado de polvo de la Gran Tormenta. El sordo bramido ganó intensidad; unos hilachos de hielo cubrieron el mar, la capa más gruesa de cristales de hielo que llamaban nilas. Y pronto las aguas volvieron a encresparse.

Sax bajó a la cabina y estudió el informe meteorológico de la IA. Un viento katabático encauzado por Kasei Vallis soplaba sobre el golfo de Chryse. Un aullador, como dirían los aviadores de Kasei. La IA tenía que haberles advertido, pero, como muchas tormentas katabáticas, se había formado en apenas una hora y era un fenómeno muy localizado, y sin embargo muy poderoso; el barco estaba atrapado en una montaña rusa y oscilaba bajo los martillazos del aire. El viento parecía aplastar las olas, pero las subidas y bajadas del barco demostraban que no las había vencido, que se ocultaban bajo la espuma. La velamástil se había replegado casi por completo. Sax se inclinó para examinar la IA; el volumen del busca estaba al mínimo, así que quizá sí había intentado avisarlos.

Las borrascas se formaban muy deprisa. La cercanía de los horizontes, a cuatro kilómetros, no favorecía la prevención, y los vientos en Marte no habían menguado con el espesamiento de la atmósfera. El barco se estremeció; parecía avanzar entre fragmentos de hielo. Quizá la superficie del mar se hubiese helado durante la noche, pero la espuma no permitía confirmarlo. De cuando en cuando sentían el impacto inconfundible de los pequeños témpanos que habían cruzado el Estrecho de Chryse arrastrados por la corriente del norte, que ahora los empujaba hacia la costa sur de la península de Sinaí. Y ellos seguían el mismo camino.

Tuvieron que tender la cubierta transparente de la cabina, y bajo su impermeabilidad entraron en calor de inmediato. Seguramente sería todo un aullador, ya que Kasei Vallis encauzaba poderosos chorros de aire. La IA dio un listado de velocidades del viento en Santorini que estaban entre los ciento ochenta y los doscientos veinte kilómetros por hora, que no disminuirían durante el cruce del golfo. De todas maneras, una corriente de ciento sesenta kilómetros por hora era un buen viento, que parecía desintegrar la superficie del agua, aplastando las crestas de las olas o desgarrándolas. El barco se preparaba para hacer frente a la situación: el mástil se plegaba, la cabina estaba cubierta, se aseguraban las escotillas y del ancla surgió algo parecido a una manga submarina que restó velocidad al barco y mitigó los impactos de los témpanos, más frecuentes ahora, pues se amontonaban a sotavento. Con los dos cascos sumergidos, el barco se estaba convirtiendo en una especie de submarino que se mantenía ligeramente por debajo de la superficie. Los materiales podían soportar acometidas mucho más vigorosas que la de aquella borrasca y la de cualquier iceberg. Mientras se sacudía con violencia sujeto a la silla por los arneses Sax se dijo que el punto débil de todo aquel dispositivo eran los cuerpos. El catamarán subió una ola, descendió vertiginosamente, embistió un témpano y Sax fue sacudido hasta quedar sin aliento. Sin duda corría el riesgo de encontrar una muerte muy desagradable, órganos internos dañados por los cinturones de seguridad; pero si se soltaban rebotarían por la cabina, chocarían entre sí o contra algo agudo, y algo se rompería o reventaría. Era una situación insostenible. Quizá los arneses de la cama fueran más suaves, pero las deceleraciones cuando el barco chocaba contra las masas de hielo eran tan bruscas que dudaba de la conveniencia de la posición horizontal.

—¡Veré si puedo conseguir que la IA nos lleve a la bahía Arigato! —le gritó a Ann en el oído. Ella asintió, y Sax gritó las instrucciones en el receptor. Con todas aquellas sacudidas era imposible oír los motores del barco, pero un ligero cambio del ángulo con respecto al mar de fondo lo convenció de que habían incrementado la potencia para adaptarse a las exigencias de la IA, que intentaba llevarlos más al oeste.

Cerca de la punta de la península de Sinaí, en la cara meridional, un cráter inundado, el Arigato, formaba una bahía, sesenta grados de su circunferencia, que miraba al sudoeste. El viento y las olas venían también del sudoeste, de manera que la boca de la bahía, poco profunda, sería un hervidero de aguas embravecidas difícil de salvar. Pero una vez que hubieran penetrado en ella, el borde del cráter los protegería del mar de fondo y del viento, sobre todo si se refugiaban tras el cabo occidental. La carta de navegación indicaba que sólo tenía diez metros de profundidad, y sin duda el oleaje de fondo chocaría contra ella. Sin embargo, para un barco que se convertía en submarino (en menos de dos metros de agua) salvar las rompientes no debería representar un problema. La IA parecía considerar sus instrucciones dentro del dominio de lo posible, pues el barco había recogido el ancla y con sus pequeños pero poderosos motores se impulsaba hacia la bahía invisible, puesto que nada podía distinguirse en aquel aire sucio.

Así pues, se aferraron a las barandillas y aguardaron en silencio. Había poco que decir y el aullido estruendoso del viento dificultaba la comunicación. Tenían los brazos cansados pero no les quedaba más remedio que seguir agarrados. A pesar de la incomodidad y de la incertidumbre sobre lo que les depararía la entrada de la bahía, era una experiencia extraordinaria contemplar cómo el viento pulverizaba la superficie del agua.

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