Authors: Kim Stanley Robinson
Pero su memoria a corto plazo estaba dañada. Se quedaba en blanco y le ocurría tener las cosas en la punta de la lengua a diario. A veces en los seminarios tenía que interrumpirse a mitad de una frase, sentarse e indicar a los otros que continuasen. Necesitaba solucionar aquello. Ya habría otros enigmas que perseguir, el declive súbito, por ejemplo, o la senescencia en general. No, desde luego no faltaban incógnitas, ni faltarían nunca. Mientras tanto el anamnésico ya presentaba suficientes complicaciones.
A pesar de todo, su perfil empezaba a vislumbrarse. Una parte la constituiría un cóctel de fármacos, una mezcla de potenciadores de la síntesis de proteínas que incluiría anfetaminas y parientes químicos de la estricnina, y también neurotransmisores como la serotonina, estimulantes de la recepción de glutamato, colinesterasa, AMP cíclico y otros. Todos ellos ayudarían a reforzar las estructuras de la memoria. Otros intervendrían en el tratamiento de plasticidad cerebral que Sax había recibido después de sufrir la embolia, en dosis mucho menores. Los experimentos con estimulación eléctrica parecían indicar que un shock seguido de una oscilación en consonancia con las ondas cerebrales naturales del sujeto iniciarían los procesos neuroquímicos fomentados por el paquete de fármacos. Después, el sujeto tendría que dirigir la rememoración como buenamente pudiera, yendo de un nodo a otro, si era posible, con la idea de que a medida que se recordaban los nodos, la oscilación limpiaría y reforzaría la red que los rodeaba. En esencia se trataría de recorrer las distintas salas del teatro de la memoria. Todos estos aspectos se estaban experimentando en voluntarios, a menudo los mismos científicos, que comentaban apabullados el incremento de recuerdos; las perspectivas eran prometedoras. Semana a semana perfeccionaban las técnicas y progresaban en la dirección correcta.
Los experimentos habían puesto de manifiesto que el entorno era un componente esencial para el éxito de la labor de rememoración. Las listas memorizadas bajo el agua se recordaban mucho mejor cuando el sujeto volvía al fondo marino que cuando intentaba recordarlas en tierra. Los sujetos inducidos mediante la hipnosis a sentirse felices o desdichados durante la memorización de una lista la recordaban mejor cuando se los hipnotizaba de nuevo, y la congruencia de los temas de las listas también ayudaba. Se trataba de experimentos muy rudimentarios, era cierto, pero la relación entre contexto y capacidad de recordar quedaba suficientemente probada, de tal manera que Sax empezó a pensar dónde recibiría el tratamiento cuando lo completaran, dónde y con quién.
Para la fase final del diseño del tratamiento Sax le pidió a Bao Shuyo que se desplazara a Acheron para hacerle algunas consultas. El trabajo de la mujer era ahora aún más teórico y sutil, pero después de ver los resultados de su colaboración con el grupo de fusión de Da Vinci, sentía un saludable respeto por su capacidad para dilucidar cualquier cuestión relacionada con la gravedad cuántica y la ultramicroestructura de la materia. Estaba seguro de que valía la pena que ella le echara un vistazo a lo que habían conseguido y lo valorara.
Desgraciadamente las obligaciones de Bao en Da Vinci eran muchas, como lo habían sido desde su cacareado regreso de Dorsa Brevia, y Sax se vio en la insólita posición de intentar birlarle a su propio laboratorio uno de sus teóricos más brillantes, aunque lo hizo sin remordimientos. Bela se ocupó de presionar a la administración, que finalmente dio su brazo a torcer.
—¡Ka, Sax! —exclamó Bela durante una llamada—. ¡Nunca habría imaginado que acabarías siendo un infatigable cazador de cabezas!
—Es mi propia cabeza la que ando persiguiendo —replicó Sax.
Por lo general seguirle el rastro a alguien era tan simple como contactar con la consola de muñeca de la persona y mirar su localización. Sin embargo, Ann había dejado la suya en la estación de descenso del borde de la caldera de Olympus Mons, cercana a los campos de la fiesta del cráter Zp. Un acto extraño, puesto que todos habían llevado consolas de muñeca de una u otra clase desde los tiempos de la Colina Subterránea. Ir sin ellas en esos tiempos era imitar uno de los comportamientos de los nómadas neo-primitivos que vagaban por los cañones y la costa del mar del Norte, un estilo de vida que nunca habría juzgado del interés de Ann. Uno no podía vivir a la usanza del paleolítico en lo alto de Olympus Mons, pues se requería un continuo soporte tecnológico, ahora innecesario en buena parte del planeta, consolas incluidas. Tal vez sólo quisiera escapar.
Su hijo Peter desconocía sus motivos, pero sí sabía cómo llegar hasta ella.
—Tendrás que ir a buscarla —le dijo a Sax.
Se echó a reír al ver la expresión del anciano.
—No es tan complicado. En la caldera sólo viven unas doscientas personas, y cuando no están en sus cabañas, están en los acantilados.
—¿Se ha convertido en una escaladora?
—Sí.
—¿Escala por... diversión?
—Escala. No me preguntes por qué.
—¿Así que sólo tengo que buscarla en los acantilados?
—Así tuve que hacerlo cuando Marión murió.
La cima de Olympus Mons permanecía en su mayor parte inalterada. Sí, había algunos pequeños eremitorios de piedra en los miradores del borde, y una pista sobre la colada de lava que quebraba el anillo escarpado que circundaba el volcán en su punto nororiental para facilitar el acceso a los terrenos de la fiesta del cráter Zp. Pero aparte de eso no se apreciaban señales de lo ocurrido en el resto de Marte, invisible bajo el horizonte. Desde el borde Olympus Mons parecía el mundo entero. Los rojos de la zona se habían pronunciado contra el tendido de una cúpula protectora sobre la caldera como habían hecho en Arsia Mons; por tanto debía de haber bacterias y tal vez hasta liqúenes que habian venido con los vientos y habían logrado sobrevivir. Pero con presiones apenas superiores a los diez milibares del principio, desde luego no medrarían. Los sobrevivientes eran seguramente chasmoendolíticos, de manera que no se apreciarían señales de su presencia. Era una bendición para el proyecto rojo que la formidable escala vertical de Marte mantuviera la presión atmosférica tan baja en los gandes volcanes; una efectiva técnica de esterilización.
Sax tomó el tren a Zp y luego viajó hasta el borde en un taxi- caravana de los rojos que controlaban el acceso a la caldera. El coche alcanzó el borde y Sax se asomó.
La caldera estaba formada por múltiples anillos y era enorme: noventa kilómetros por sesenta, más o menos la extensión de Luxemburgo. El anillo principal, el mayor con diferencia, tenía anillos más pequeños superpuestos al noreste, centro y sur. El más meridional partía por la mitad un anillo más alto, algo más antiguo, en el sudeste; la confluencia de esas tres paredes curvas estaba considerada como uno de los mejores lugares de escalada del planeta, una caída desde los veintiséis mil metros por encima de la línea de referencia (preferían el antiguo término a hablar de nivel del mar) hasta los veintidós mil quinientos metros en el fondo del cráter más meridional. Un acantilado de diez mil pies, reflexionó el joven de Colorado que Sax guardaba en el interior.
El suelo de la caldera principal estaba surcado por un gran número de fallas curvas, concéntricas con respecto a las paredes de la caldera: crestas y cañones atravesados por algunos escarpes rectilíneos. Los sucesivos colapsos de la caldera provocados por el drenaje de la cámara magmática principal del volcán por sus flancos habían originado todos aquellos accidentes; pero mientras la contemplaba asomado desde lo alto, le pareció una montaña misteriosa, un mundo: nada era visible salvo el vasto borde circular y los cinco mil metros cuadrados de la caldera. Anillo sobre anillo, altas paredes curvas y círculos de suelos llanos, bajo un oscuro cielo estrellado. En ningún punto tenían los acantilados circundantes menos de diez mil metros de altura, aunque no eran del todo verticales; la pendiente media superaba en poco los 45 grados, pero había secciones más empinadas. Sin duda los escaladores preferían aquellas secciones, dada la naturaleza de sus intereses. Parecía haber caras muy verticales e incluso un par de salientes, como aquel sobre el que estaban, sobre la confluencia de las tres paredes.
—Estoy buscando a Ann Clayborne —dijo Sax a las conductoras, extasiadas ante el paisaje—. ¿Saben dónde podría encontrarla?
—¿Es que no sabe dónde está? —preguntó una.
—Me han dicho que está escalando en la caldera de Olympus.
—¿Sabe ella que la está buscando?
—No. No atiende las llamadas.
—¿Ella le conoce?
—Oh, sí. Somos viejos... amigos.
—¿Y usted quién es?
—Sax Russell.
Se lo quedaron mirando y al fin una dijo:
—Conque viejos amigos, ¿eh? Su compañera le dio un codazo.
Muy sensatamente llamaban al lugar donde se encontraban Las Tres Paredes. Algo más allá del coche, sobre una pequeña terraza, había una estación-ascensor. Sax la examinó con los binoculares: antecámaras exteriores, techos reforzados... podía haber sido una construcción de los primeros años. Era el único medio para el descenso en aquella sección de la caldera, a menos que se quisiera hacer rappel.
—Ann se abastece en la Estación Marión —dijo la que había dado el codazo a su compañera—. ¿La ve? Ese rectángulo donde los canales de lava del suelo principal cortan Círculo Sur.
Eso estaba en el extremo opuesto del círculo más meridional, que el mapa llamaba «6». Sax tuvo dificultades para encontrar el punto, incluso con los binoculares, pero al fin lo vio: un pequeño bloque demasiado regular para ser natural, aunque lo habían pintado con un gris oscuro y oxidado, similar al basalto de la zona.
—Ya la veo. ¿Cómo se llega hasta allí?
—Tome el ascensor; luego tendrá que caminar.
Mostró a los encargados del ascensor el pase que le habían proporcionado sus guías e inició el largo descenso de la pared de Círculo Sur. El ascensor se deslizaba por unos rieles fijados al acantilado y disponía de ventanas; era como un descenso en helicóptero o como recorrer el último tramo del cable sobre Sheffield. Alcanzaron el suelo de la caldera bien entrada la tarde; se inscribió en la espartana posada y cenó bien y sin prisas, pensando de cuando en cuando qué le diría a Ann. Poco a poco fue elaborando una autojustificación coherente, o una confesión, un
cri de coeur
. Pero de pronto uno de sus apagones se la llevó. De modo que estaba en Olympus, en el suelo de una caldera volcánica, bajo un reducido círculo de cielo oscuro y estrellado, buscando a Ann Clayborne, sin nada que decirle. Qué contrariedad.
Al día siguiente, después del desayuno, se metió en un traje. Aunque los materiales habían mejorado, el tejido elástico le oprimía el torso y los miembros como los antiguos. Curiosamente, la cinética de la acción evocó recuerdos fugaces: el aspecto de la Colina Subterránea cuando construían la bóveda padrada, e incluso una especie de Epifanía somática, que parecía ser el recuerdo de su primer paseo por la superficie después de salir del desembarcador, con aquellos sorprendentes horizontes cercanos y el color rosado del cielo. De nuevo, contexto y memoria.
Avanzó por el fondo de Círculo Sur. Esa mañana el cielo tenía un índigo oscuro muy próximo al negro: la carta decía que era azul marino, una extraña denominación considerando lo oscuro que era. Se veían muchas estrellas. El horizonte era un acantilado que se elevaba en derredor: el semicírculo meridional de tres mil metros de altura, el cuadrante nororiental, dos mil, y el noroccidental, de sólo mil metros intensamente fracturados. Un paisaje asombroso de cámaras y gargantas magmáticas. Las paredes circundantes provocaban vértigo: la misma altura en todas direcciones, un ejemplo de manual de cómo el escorzo menguaba la percepción de las distancias verticales.
Marchaba a buen ritmo. El suelo de la caldera era bastante regular, salpicado por alguna que otra bomba volcánica, impactos posteriores de meteoritos y grábenes curvos poco profundos, algunos de los cuales tuvo que circunvalar, una palabra curiosamente adecuada en ese contexto. Pero por lo general pudo avanzar directamente hacia el acantilado fracturado del cuadrante noroccidental.
Tardó seis horas en cruzar el fondo de Círculo Sur, menos de un diez por ciento del área total del complejo de la caldera, que durante toda la caminata se mantuvo fuera de su campo visual. No había señales de vida, ni alteraciones en el suelo o las paredes, y la atmósfera era muy tenue, calculó que en torno a los diez milibares primitivos, y todo se perfilaba con extrema nitidez. Lo inmaculado del entorno le hacía sentir agudamente su intrusión, y procuraba pisar siempre sobre roca y evitar las zonas polvorientas. Contemplaba con una extraña satisfacción aquel rojizo paisaje primigenio, ese color que cubría el negro basalto. Su carta cromática no era demasiado buena para identificar mezclas inusuales de color.
Sax nunca había bajado a ninguna de las grandes calderas y ni siquiera haber pasado muchos años en el interior de cráteres de impacto lo preparaba a uno para la profundidad de las cámaras, la inclinación de las paredes, la llanura del suelo, para aquellas proporciones.
Cerca de mediodía se acercó al pie del arco noroccidental. El punto de encuentro entre el acantilado y el suelo apareció en el horizonte y descubrió con alivio el refugio, delante de él, donde su sistema de localización por satélite le había indicado. Aunque no se trataba de un trayecto complicado, en un lugar tan expuesto siempre era aconsejable saber exactamente dónde estaba. Después de su experiencia en la tormenta de nieve el miedo a extraviarse no lo había abandonado del todo. Aunque allí arriba no hubiera tormentas.