Authors: Kim Stanley Robinson
—Lo vengo diciendo desde Boone —exclamó Zeyk—. El intento de imponer unos valores determinados sobre todos nosotros no es mas que ataturkismo. Debe permitirse a todo el mundo conservar los valores que le son propios.
—Pero eso sólo puede ser así hasta cierto punto —señaló Ariadne—.
¿Qué ocurre si un grupo afirma que tiene derecho a poseer esclavos?
Sheik se encogió de hombros.
—Eso estaría al margen de lo permitido.
—¿Entonces está de acuerdo en que tiene que haber una declaración básica de derechos humanos?
—Naturalmente —contestó Zeyk con frialdad. Mijail habló por los bogdanovistas.
—Toda jerarquía social es una forma de esclavitud —dijo—. Toda persona tiene que ser igual ante la ley.
—La jerarquía es un hecho natural —dijo Zeyk—. Es inevitable.
—Habló el hombre árabe —dijo Ariadna—. Pero aquí no somos naturales, somos marcianos. Y cuando la jerarquía conduce a la opresión, debe abolirse.
—La jerarquía de los justos —dijo Zeyk.
—O la supremacía de la igualdad y la libertad.
—Impuesta, si es necesario.
—¡Sí!
—Libertad forzada, entonces. —Zeyk hizo un ademán despectivo. Art subió un carrito con bebidas a la tarima.
—Quizá deberíamos centrarnos en los derechos ya existentes — sugirió—. Podríamos estudiar las diferentes declaraciones de los derechos humanos de la Tierra, y ver si podemos adaptarlas a Marte.
Nadia continuó con su ronda de observación de las reuniones. Explotación de la tierra, legislación sobre bienes, derecho criminal, herencia... Los suizos habían desmenuzado la cuestión del gobierno en un número increíble de subcategorías. Los anarquistas estaban irritados, sobre todo Mijail:
—¿De verdad tenemos que pasar por todos estos puntos? —
preguntaba una y otra vez—. ¡Nada de esto existirá, nada!
Nadia había esperado ver a Coyote entre quienes protestaban, pero el dijo: —¡Tenemos que discutirlo absolutamente todo! Aun en el caso de que no quisieran ningún estado, o un estado mínimo, tendrían que discutir punto por punto. Sobre todo porque algunas minorías quieren mantener el sistema económico y político que salvaguarda su situación privilegiada. Eso son los libertarios, anarquistas que desean que la policía los proteja de sus esclavos. ¡No! Si se quiere conseguir un estado mínimo, hay que discutirlo todo.
—Pero, caramba —dijo Mijail—,
¿también el derecho hereditario?
—Claro, ¿por qué no? ¡Ése es el punto crítico! No tienen que existir herencias de ningún tipo, excepto quizás algunos objetos personales; todo lo demás debe volver a Marte. Forma parte del regalo, ¿no?
—¿Todo lo demás? —preguntó Vlad con interés—. ¿Pero que sería eso exactamente? Nadie poseería la tierra, ni el agua, ni el aire, ni la infraestructura, ni el depósito genético, ni el banco de información. ¿Qué quedaría para transmitir?
Coyote se encogió de hombros.
—¿Tu casa? ¿Tus ahorros? ¿Acaso no tendremos dinero? ¿Acaso la gente no acumulará los excedentes siempre que pueda?
—Tienes que venir a las sesiones económicas —le dijo Marina a Coyote—. Esperamos poder convertir el dinero en unidades de peróxido de hidrógeno y poner precio a las cosas según su valor energético.
—Pero el dinero seguirá existiendo, ¿no es así?
—Sí, pero estamos considerando imponer un interés negativo en las cuentas de ahorro, por ejemplo, de modo que sí no pones a trabajar lo que has ganado sea liberado en la atmósfera como nitrógeno. Te sorprendería lo difícil que es mantener un balance personal positivo en este sistema.
—Pero ¿y si lo consigues?
—Bien, entonces coincido contigo. Al morir volvería de nuevo a Marte, serviría a algún propósito público.
Sax objetó vacilante que eso contradecía la teoría bioética de que los seres humanos, igual que los animales, se sentían poderosamente impulsados a proveer para su descendencia. Ese impulso podía observarse tanto en la naturaleza como en todas las culturas humanas, explicando un comportamiento a la vez altruista y egoísta.
—Tratar de cambiar la lógica bebé...
la base biológica...
de la cultura... por decreto... es buscarse problemas.
—Quizá debiera permitirse una herencia mínima —concedió Coyote—. Suficiente para satisfacer ese instinto animal, pero no para perpetuar una élite de ricos.
Todo esto les pareció muy interesante a Marina y Vlad, y teclearon nuevas fórmulas en las IA. Pero Mijail, sentado al lado de Nadia y leyendo deprisa el programa del día, aún parecía frustrado.
—¿De verdad que esto es parte de un proceso constitucional? —dijo hojeando la lista—. ¿Códigos de zona, producción energética, tratamiento y eliminación de residuos, medios de transporte, derecho de propiedad, presentación de quejas, arbitraje criminal, códigos de salud?
Nadia suspiró.
—Me parece que sí. Acuérdate de lo mucho que trabajó Arkadi en la cuestión de la arquitectura.
—¡Caramba, había oído hablar de micro-política, pero esto es ridículo!
—Nanopolítica —dijo Art.
—¡No, picopolítica! ¡Femtapolítica!
Nadia se levantó y ayudó a Art a empujar el carrito de las bebidas hacia los lugares donde se desarrollaban otros seminarios, más allá del anfiteatro. Art distribuía comida y bebida y escuchaba los debates unos minutos antes de seguir con la ronda. Había de ocho a diez reuniones diarias, y Art las visitaba todas. Por la tarde, mientras un número cada vez mayor de delegados participaba en las fiestas o daba paseos por el túnel, Art seguía reuniéndose con Nirgal. Pasaban las grabaciones en avance rápido moderado, de modo que todo el mundo hablaba como un pájaro, y sólo reducían la velocidad para tomar notas o comentar puntos concretos. Al levantarse en mitad de la noche para ir al lavabo, Nadia pasaba ante la sala de estar a oscuras donde los dos hombres elaboraban sus crónicas, y los veía dormidos en las sillas, los rostros cansados, las bocas abiertas, iluminados por la luz de la pantalla.
Sin embargo, por la mañana Art se levantaba con los suizos y ponía en marcha las cosas. Nadia trató de mantener el ritmo de Art durante unos días, y descubrió que los seminarios de la mañana solían ser desagradables. A veces la gente se sentaba en torno a las mesas sorbiendo café y comiendo frutas y bollos, mirándose unos a otros como zombis. ¿Quién eres tú?, decían las miradas nebulosas. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde estamos? ¿Por qué no estoy en la cama?
Pero podía ocurrir lo contrario: algunas mañanas mucha gente entraba duchada y fresca, alerta después de beber café o kavajava, llenos de ideas y preparados para trabajar duro, para hacer progresos, y todo iba como una seda. Una de las sesiones sobre la propiedad fue así, y durante una hora pareció que habían resuelto todos los problemas que planteaba la reconciliación del individuo y la sociedad, la iniciativa privada con el bien común, el egoísmo y el altruismo. Al final de la sesión, sin embargo, las notas tomadas parecían tan vagas y contradictorias como las de cualquiera de las sesiones caóticas.
—Es la grabación de la sesión completa lo que dará una idea general —comentó Art, después de intentar en vano redactar un informe.
No obstante, la mayoría de las sesiones no eran tan positivas. Muchas no eran más que discusiones interminables. Una mañana Nadia encontró a Antar, el joven árabe que habían conocido en el caravasar de los beduinos, diciéndole a Vlad:
—¡Ustedes no harán más que repetir la catástrofe socialista!
—No juzgues tan a la ligera ese período —replicó Vlad—. Los países socialistas estaban amenazados por el capitalismo exterior y la corrupción interior, y no hay sistema capaz de sobrevivir a eso. No hay que tirar al bebé socialista con el agua de baño estalinista, o perderemos muchos conceptos que necesitamos. La Tierra está en manos del poder que derrotó al socialismo, y ese poder es una jerarquía irracional y destructiva. ¿Cómo podemos tratar con él sin que nos aplaste? Tenemos que buscar la solución donde sea, incluso en los sistemas que el presente orden de cosas derrotó.
Art iba a llevar un carrito de comida a la sala contigua y Nadia salió con él.
—¡Ojalá Fort estuviera aquí! —musitó Art—. Debería estar presenté.
En la otra sala se discutían los límites de la tolerancia, las cosas que no se permitirían, sin importar el significado religioso que se les quisiera dar, y alguien gritó:
—¡Díganselo a los musulmanes!
Jurgen abandonó la sala con aire disgustado. Tomó un rollito del carro y caminó con ellos, hablando mientras comía.
—La democracia liberal afirma que la tolerancia cultural es esencial, pero no hace falta llevar la democracia liberal muy lejos para que los demócratas liberales se vuelvan bastante intolerantes.
—¿Cómo resuelven los suizos ese problema? —preguntó Art. Jurgen se encogió de hombros.
—No creo que lo resolvamos.
—¡Ojalá Fort estuviera aquí! —dijo Art—. Intenté ponerme en contacto con él hace tiempo para hablarle de esta reunión, incluso utilicé los canales oficiales suizos, pero no recibí respuesta.
El congreso llevaba casi un mes en marcha. La falta de sueño y quizás un exceso de confianza en el kava estaban haciendo que Art y Nirgal tuviesen un aspecto cada vez más macilento y aturdido. Nadia se levantaba todas las noches para obligarlos a dormir, empujándolos hacia los sofás y prometiéndoles escribir resúmenes de las cintas que ellos no habían revisado. Dormían allí en el cuarto, murmurando mientras se removían en los sofás de espuma y bambú. Una noche Art se incorporo de repente en el sofá:
—Estoy perdiendo el contenido de las cosas. —le dijo a Nadia muy serio, medio dormido—. Ahora sólo veo formas.
—Te estás volviendo suizo, ¿eh? Duérmete. Art se dejó caer en el sofá.
—Debía de estar loco cuando se me ocurrió que ustedes podían hacer algo juntos —musitó.
—Duerme ahora.
Probablemente era una locura, pensó Nadia mientras él resoplaba y roncaba. Se puso de pie y fue hasta la puerta. Su agitación mental le decía que aquella noche no dormiría, y salió a pasear por el parque.
El aire aún era cálido y las estrellas llenaban las negras claraboyas. La longitud del túnel le recordó de pronto una de las enormes salas del Ares, la misma estética: los pabellones débilmente iluminados, las densas masas oscuras de las pequeñas arboledas... Jugaban a construir el mundo. Pero lo que ahora estaba en juego era un mundo real. Al principio los asistentes al congreso habían visto con entusiasmo su enorme potencial, y algunos, entre ellos Jackie y otros nativos, jóvenes e irreflexivos, aún lo veían así. Pero para muchos de los delegados más viejos los problemas insolubles empezaban a revelarse, como huesos nudosos bajo la carne consumida. Los que quedaban de los Primeros Cien se sentaban, observaban y meditaban, con actitudes que iban desde el cinismo de Maya a la ansiosa irritación de Marina.
Vio a Coyote, abajo en el parque, saliendo con paso vacilante de los bosques con una mujer joven que lo agarraba por la cintura.
—«Ah, amor —gritaba él abriendo los brazos mientras se alejaba por el túnel—, si tú y yo pudiésemos conspirar con el destino / para asir el triste esquema de las cosas / ¿acaso no lo haríamos pedacitos, para después / modelarlo de nuevo / según lo que el corazón desea?»
Desde luego, pensó Nadia, sonriendo, y volvió a su habitación.
Había algunos motivos para la esperanza. En primer lugar, Hiroko perseveró; asistía a reuniones todo el día y aportaba sus ideas y con su presencia daba a la gente la sensación de que habían escogido la reunión más importante de cuantas se celebraban en ese momento. Y Ann trabajaba —si bien miraba con ojo crítico cuanto se hacía, pensó Nadia,
más sombría que nunca—, y Spencer, Maya, Sax, Michel, y Vlad, Ursula y Marina. Los Primeros Cien le parecían más unidos en este empeño que en cualquier otro desde que organizaran la Colina Subterránea, como sí fuese la última oportunidad que tenían de enderezar las cosas, de compensar los daños causados, la última oportunidad de hacer algo en memoria de los amigos muertos.
Y no eran los únicos que trabajaban. Conforme pasaban los días, quienes querían que el congreso consiguiera algo tangible fueron identificándose y empezaron a asistir a las mismas reuniones, donde se esforzaban por alcanzar compromisos y obtener resultados. Aunque tenían que tolerar las visitas de quienes estaban más interesados en el prestigio que en los resultados, seguían trabajando con ahínco.
Nadia siguió atentamente estas señales de progreso y trató de mantener informados, además de alimentados y descansados, a Art y Nirgal. La gente pasaba por la habitación de ellos: «Nos han dicho que trajésemos esto a los tres grandes». Muchos de los trabajadores serios eran interesantes; Charlotte, una de las mujeres de Dorsa Brevia, era una reconocida erudita en derecho constitucional, y estaba creando una estructura de trabajo para ellos, algo al estilo suizo, para tener los temas a tratar en orden.
—Anímense —les dijo a los tres una mañana, al verlos sentados y taciturnos—. Un conflicto de doctrinas es una o
portunidad
. El congreso constitucional estadounidense fue uno de los más exitosos a pesar de los antagonismos recalcitrantes. La estructura del gobierno que formaron refleja la desconfianza entre los diferentes grupos. Los estados pequeños temían ser absorbidos por los más grandes, y por eso hay un Senado en el que todos los estados son iguales, y una Cámara de Representantes con representación proporcional. La estructura es una respuesta a un problema específico, ¿ven? Ocurre lo mismo con el control y el equilibrio entre los tres poderes. Es la desconfianza de la autoridad institucionalizada. La constitución suiza también es así. Y aquí podemos hacer lo mismo.
De modo que se levantaron, dispuestos a trabajar, dos hombres jóvenes y perspicaces y una vieja mujer obstinada. Era extraño, pensó Nadia, ver quiénes emergían como líderes en una situación como aquélla. No tenían por qué ser necesariamente los más brillantes o mejor informados como Marina o Coyote, aunque esas cualidades ayudaban y eran dos personas importantes. Los lideres eran aquellos a quienes la gente escuchaba, los que poseían cierto magnetismo. Y en un grupo con tantos intelectos y tonalidades destacados ese magnetismo tan poderoso era muy raro y fugaz. Muy poderoso...
Nadia asistió a una sesión en la que se discutían las relaciones Marte- Tierra en el período posterior a la independencia. Coyote estaba allí, exclamando: