Authors: Kim Stanley Robinson
Dos de ellos se habían desbordado en la superficie en tiempos antiguos, dejando en la pendiente oriental de la cuenca característicos valles sinuosos excavados por el agua: Dao Vallis, que nacía en las onduladas pendientes de Hadriaca Patera, y mas al sur un par de valles conectados conocidos como el sistema Harmakhis-Reull, con una extensión de casi mil kilómetros. Los acuíferos en las cabeceras de estos valles se habían vuelto a llenar en los eones siguientes, y ahora grandes equipos de construcción habían cubierto Dao con una tienda y estaban trabajando en Harmakhis-Reull, y habían dejado correr el agua de los acuíferos a lo largo de los valles techados, hacia unos desagües en el suelo de la cuenca. Maya estaba muy interesada en esas nuevas zonas añadidas a la superficie habitable, y Diana, que las conocía bien, la llevaría a Dao a visitar a unos amigos.
El tren se deslizó por el borde septentrional de Hellas todo ese primer día, y tuvieron a la vista el hielo que cubría el suelo de la cuenca continuamente. Pasaron por una pequeña ciudad en la ladera de una colina, llamada Sebastopol, con muros de un amarillo florentino a la luz de la tarde, y después llegaron a La Puerta del Infierno, la ciudad situada en el extremo final de Dao Vallis. Salieron de la estación a última hora de la tarde y contemplaron la ciudad tienda que se extendía a sus pies, situada bajo un gran puente colgante. El puente sostenía la pista de trenes, que atravesaba Dao Vallis justo por encima de la boca del cañón; de modo que había unos diez kilómetros de distancia entre las torres en suspensión. Desde el borde del cañón junto al puente, donde estaba la estación de trenes, se veía la boca del cañón, ensanchándose a medida que se internaba en la depresión, extendiéndose en una celosía de extrañas nubes manchadas por el sol. En la otra dirección alcanzaban a ver una buena porción del cañón empinado y angosto. Mientras bajaban por una calle escalonada que descendía en zigzag hasta la ciudad, el nuevo material de la tienda que cubría el cañón sólo se apreciaba como una bruma rojiza contra el color del cielo vespertino, resultado de una capa de arena menuda sobre la tienda.
—Mañana iremos corriente arriba por la carretera del borde —dijo Diana—, y tendremos una vista panorámica. Después regresaremos por el suelo del cañón para que veas cómo es.
Bajaron la calle, que tenía setecientos escalones numerados. Dieron un paseo por el centro de la ciudad y cenaron, y luego volvieron a subir hasta las oficinas de Aguas Profundas, justo en el muro del valle bajo el puente. Durmieron allí, y a la mañana siguiente partieron con un pequeño rover de la compañía.
Diana, al volante, enfiló hacia el nordeste, siguiendo una carretera paralela al borde del cañón que corría junto a los enormes fundamentos de hormigón de la tienda. A pesar de que los materiales eran diáfanos hasta el punto de ser invisibles, el extraordinario tamaño de la techumbre la convertía en una pesada carga. La mole de hormigón de los fundamentos les ocultaba el cañón, y cuando llegaron al primer mirador Maya aún no lo había visto desde que salieran de La Puerta del Infierno. Diana detuvo el rover en una pequeña zona de aparcamiento encajada en los anchos cimientos, se pusieron los trajes y salieron. Subieron por la escalera de madera que parecía ascender hasta el cielo sin ningún soporte, aunque un examen más detenido reveló la viga de aerogel transparente que la sostenía y las capas de la tienda, que tranqueaban el espacio que separaba unas vigas de otras. Encima de las escaleras había una pequeña plataforma de observación rodeada de barandas, desde la que se alcanzaba a ver una gran extensión del cañón en ambas direcciones.
Y había una corriente de agua: un río discurría por Dao Vallis. el suelo del cañón estaba moteado de verde, de una colección de verdes. Maya identificó tamariscos, algodoneros, álamos temblones, cipreses, sicómoros, robles achaparrados, bambú de la nieve, salvia... y luego, en los taludes a los pies de las paredes del cañón, numerosas variedades de arbustos y plantas rastreras, y naturalmente carrizos, musgos y líquenes. Y fluyendo a través de esta exquisita floresta, un río.
No era una corriente azul con rápidos blancos. El agua era opaca en los tramos más lentos y del color del orín. En los rápidos y cascadas espumeaba con ricos tonos rosados. Los tonos marcianos clásicos, originados, explicó Diana, por la arena menuda en suspensión en el agua, como el légamo glaciar. Y también por el color del cielo reflejado, que ese día era una especie de malva brumoso, que se transformaba en lavanda alrededor del sol velado, tan amarillo como el iris de un tigre.
Pero el color del agua no tenía importancia: era un río que discurría por un valle fluvial, plácido en algunos tramos, agitado en otros, que formaba vados de grava, bancos de arena, brazos estrangulados, islas lemniscatas desmoronadas, allí un meandro de aguas profundas y perezosas, abundantes rápidos, y corriente arriba un par de pequeñas cascadas. Bajo la más alta de esas cascadas alcanzaban a ver la espuma rosada volviéndose casi blanca, y unas manchas blancas flotaban corriente abajo y quedaban enganchadas en las rocas y ramas que sobresalían en las riberas.
—El río Dao —dijo Diana—. También llamado Rubí por la gente que vive allí.
—¿Cuántos son?
—Unos pocos miles. La mayoría viven muy cerca de La Puerta del Infierno. Corriente arriba hay unas cuantas granjas familiares. Y por descontado, la estación del acuífero en la cabecera del cañón, donde trabajan algunos cientos.
—¿Es uno de los acuíferos más grandes?
—Sí. Casi tres millones cúbicos de agua. La estamos bombeando a una velocidad de inundación. Bueno, ya se nota allá abajo. Casi cien mil metros cúbicos al año.
—¿Eso quiere decir que dentro de treinta años no habrá rio?
—Exacto. Aunque podrían bombear agua de vuelta a la cabecera mediante una tubería, y soltarla de nuevo. O, ¿quién sabe?, si la atmósfera se vuelve bastante húmeda, las pendientes de Hadriaca Patera podrían acumular neveros lo suficientemente grandes para servir como cuenca fluvial. En ese caso, el río fluctuaría con las estaciones; pero eso es lo que hacen los ríos, ¿no?
Maya miró el paisaje que se extendía ante sus ojos, que le recordaba mucho algo que había visto en su juventud, un río... ¿El alto del Rioni, en Georgia? ¿El Colorado, que había visto durante una visita a los Estados Unidos? No podía recordarlo. Toda aquella vida parecía tan borrosa.
—Es hermoso —dijo, y meneó la cabeza; el paisaje tenía una cualidad nueva para ella, una visión fugaz de un futuro lejano.
—Sigamos la carretera un trecho más y podremos observar Hadriaca. Maya asintió y regresaron al rover. En una o dos ocasiones, mientras continuaban subiendo, la carretera se levantó sobre los cimientos lo suficiente para que disfrutaran de otra vista del suelo del cañón, y Maya vio que el pequeño río se abría paso entre rocas y vegetación. Pero Diana no se detuvo y Maya no vio señales de asentamientos.
En el extremo superior del cañón cubierto se alzaba el gran bloque de hormigón de la planta física, que albergaba los mecanismos de intercambio de gases y la estación de bombeo. Un bosque de molinos de viento se erguía en la pendiente al norte de la estación, las grandes palas mirando al oeste y girando con lentitud. Sobre todo el conjunto se alzaba el cono ancho y bajo de Hadriaca Patera, un volcán cuyos flancos estaban insólitamente surcados por una apretada cuadrícula de canales de lava, los más recientes cruzando sobre los más antiguos. Ahora la nieve del invierno había cubierto los canales, pero no la roca negra entre ellos, desnudada por los fuertes vientos que acompañaban a las tormentas de nieve. El resultado era un enorme cono negro que se levantaba hacía el cielo amoratado, festoneado con centenares de lazos blancos enredados.
—Qué hermoso —dijo Maya—. ¿Pueden ver esto desde el suelo del cañón?
—No. Pero muchos trabajan en el borde, en el pozo o en la central eléctrica. Así que lo ven cada día.
—Esos colonos... ¿quiénes son?
—Vayamos a conocerlos —dijo Diana. Maya asintió. Le gustaba el talante de Diana, que le recordaba un poco a Ann. Los sansei y yonsei eran demasiado extraños para Maya, pero Diana era más normal que la mayoría, un poco reservada, quizá, pero comparada con sus contemporáneos más exóticos y los chicos de Zigoto, agradablemente normal.
Mientras Maya observaba a Diana, pensando en esto, Diana condujo el rover por una carretera que descendía hacia el cañón por la pendiente de un antiguo talud. Allí se había producido el reventón original del acuífero, pero había muy poco terreno caótico: sólo taludes titánicos, tendidos en su ángulo de reposo.
El suelo del cañón era llano y regular. Pronto estuvieron rodando sobre él, por una pista de regolito rociada con un fijador que corría junto al río siempre que era posible. Después de media hora alcanzaron una pradera verde, encajada en la curva perezosa de un grueso meandro. En el centro de esta pradera, en un bosquecillo de pinos piñoneros y álamos, se acurrucaba un grupo de tejados bajos de tablillas; una hebra de humo salía de una solitaria chimenea.
Maya contempló el asentamiento (corrales y pastos, huertos y establos, colmenas), maravillada por su belleza y su arcaica integridad, por la despreocupación que mostraba con respecto al gran altiplano desértico de roca roja que se cernía sobre el cañón... despreocupación por todo en verdad, por la historia, por el tiempo mismo. Un mesocosmos.
¿Pensaban en esas pequeñas casas en los problemas de Marte y de la Tierra? ¿Por qué habrían de hacerlo?
Diana detuvo el coche, y unas cuantas personas se acercaron cruzando la pradera. La presión bajo la tienda era de 500 milibares, lo que ayudaba a sostenerla, ya que la atmósfera tenía una media de 250 milibares ahora. Maya abrió la antecámara y salió sin casco, sintiéndose desnuda e incómoda.
Los colonos eran jóvenes nativos. La mayoría habían venido en los últimos años desde Burroughs y Elysium. Había también algunos terranos, dijeron, no muchos, pero un programa de Praxis traía grupos de países pequeños, y allí en el valle habían dado la bienvenida a suizos, griegos y navajos. Y había un asentamiento ruso cerca de La Puerta del Infierno. En el valle se oían muchos idiomas diferentes, pero el inglés era la lengua franca y la primera lengua de casi todos los nativos. Tenían acentos que Maya no había escuchado nunca, y cometían curiosos errores gramaticales, al menos para su oído.
—Fuimos corriente abajo y vimos que algunos suizos estaban trabajando en el río. Estabilizando las riberas en algunos lugares con plantas y rocas. Dicen que dentro de pocos años estará lo suficientemente limpio como para que el agua sea transparente.
—Seguirá teniendo el color de los acantilados y del cielo —dijo Maya.
—Claro, por supuesto. Pero el agua clara tiene mejor aspecto.
—¿Cómo lo saben? —preguntó Maya.
Ellos se miraron de reojo y fruncieron el ceño, meditándolo.
—Por el aspecto que tiene en la mano. Maya sonrió.
—Es maravilloso que dispongan de tanto espacio. Es increíble los espacios tan grandes que pueden cubrir ahora, ¿no les parece?
Ellos se encogieron de hombros, como si no se les hubiese ocurrido pensarlo.
—Esperamos con ansiedad el día en que quitaremos el tendido —dijo uno—. Extrañamos la lluvia y el viento.
—¿Cómo lo saben? Pero ellos lo sabían.
Ella y Diana regresaron al coche y siguieron su camino, dejando atrás diminutas aldeas, granjas aisladas, una pradera con ovejas, viñas, huertas, campos cultivados, grandes invernaderos atestados, centelleando como laboratorios. Una vez un coyote cruzó la pista delante del coche. Y en lo alto de un pequeño montículo verde, bajo un talud, Diana divisó un oso pardo, y luego algunas ovejas Dalí. En las pequeñas aldeas la gente intercambiaba comida y herramientas en los mercados y comentaba los sucesos del día. No les llegaban las noticias de la Tierra, y a Maya le parecieron asombrosamente ignorantes. Todos menos una pequeña comunidad rusa; hablaban un ruso mestizo, pero a Maya se le llenaron los ojos de lágrimas. Ellos le contaron que las cosas en la Tierra se estaban cayendo a pedazos. Como siempre. Se alegraban de estar en el cañón.
En una de las pequeñas aldeas había un mercado al aire libre en plena actividad, y en mitad de la multitud estaba Nirgal, comiéndose una manzana y asintiendo vigorosamente mientras escuchaba lo que alguien le decía. Entonces las vio salir del coche y se acercó corriendo y abrazó a Maya, levantándola del suelo.
—¡Maya! ¿Qué haces aquí?
—He venido de visita desde Odessa. Ésta es Diana, la hija de Paul.
¿Qué haces tú aquí?
—Ah, visitando el valle. Tienen algunos problemas con el suelo y estoy intentando ayudarlos.
—Cuéntame.
Nirgal era ingeniero ecológico, y parecía haber heredado algo del talento de Hiroko. El mesocosmos era relativamente nuevo, estaban trasplantando por todo el valle, y aunque habían preparado el suelo, las deficiencias de nitrógeno y potasio no dejaban prosperar a las plantas. Mientras recorrían el mercado Nirgal le explicó esto y les señaló las cosechas locales y los bienes importados, describiendo la economía del valle.
—¿Entonces no son autosuficientes? —preguntó Maya.
—No, no. Ni de lejos. Pero cultivan buena parte de la comida que necesitan, e intercambian cosechas, o las regalan.
Entonces, Nirgal trabajaba en la eco-economía también. Ya había hecho muchos amigos allí: la gente se acercaba constantemente y lo abrazaba, y como él le había echado el brazo por los hombros a Maya, también se veía incluida en el abrazo, y luego la presentaba a los jóvenes nativos, contentos de ver a Nirgal de nuevo. Él recordaba todos los nombres, les preguntaba cómo les iba, y seguía preguntando mientras continuaban la visita al mercado, pasando delante con mesas de pan y verduras, con bolsas de cebada y fertilizantes, con cestas de bayas y ciruelas. Pronto hubo una pequeña muchedumbre siguiéndolo, y finalmente se instalaron alrededor de unas largas mesas de pino fuera de una taberna. Nirgal retuvo a Maya junto a él el resto de la tarde, y ella miró las caras jóvenes, relajadas y felices, advirtiendo lo mucho que Nirgal se parecía a John —la gente se sentía atraída por su calidez, y luego la compartían con otros—, todo se convertía en una fiesta tocado por su gracia. Se sirvieron las bebidas unos a otros, y ofrecieron un banquete a Maya, «todo local, todo local», y hablaron con aquel rápido inglés marciano, contando chismes y explicando sus sueños. Oh, sin duda era un muchacho especial, tan mágico como Hiroko, y sin embargo sencillo. Diana, por ejemplo, no se despegaba de su lado, y muchas mujeres jóvenes parecían deseosas de ocupar su lugar o el de Maya. Quizás habría sido así en el pasado. Bien, ser una anciana
babushka
tenía algunas ventajas. Podía mimarlo desvergonzadamente, y él reía, y ellas no podían hacer nada. Sí, había algo carismático en Nirgal: el mentón delgado, la boca inquieta y risueña, los ojos castaños, muy separados, ligeramente asiáticos, las cejas pobladas, el cabello negro y revuelto, el cuerpo largo y lleno de gracia, aunque era más bajo que la mayoría. Nada excepcional. Era más bien su forma de ser, amigable, curiosa y risueña.