Authors: Kim Stanley Robinson
Otro silencio. Zeyk suspiró y volvió a llenar su taza. Nazik y Maya declinaron.
—Pero, ya ves, eso es sólo el principio —dijo Zeyk—. Eso es lo que vimos, lo que podemos contar. Después de eso, ¡nada! —hizo una mueca.— Discusiones, especulación, teorías sobre todo tipo de conspiraciones. Lo corriente. Ya no asesinan a nadie a secas. Desde los Kennedy, parece que todo se reduce a ver cuántas historias se pueden inventar para explicar los mismos hechos, está el encanto de la teoría de la conspiración: no en la explicación, sino en la narrativa. Como Scherezade.
—¿No crees en ninguna de ellas? —preguntó Maya, sintiéndose de pronto desesperada.
—No. No hay ninguna razón para que lo haga. La Ahad y la Fetah estaban enfrentadas. Frank y Selim estaban relacionados de alguna manera. Cómo eso afectó a Nicosia, si la afectó... —soltó resoplido—. No sé, no alcanzo a ver cómo alguien puede saberlo. El pasado... Que Alá me perdone, el pasado parece un demonio que viene a torturar mis noches.
—Lo siento. —Maya se puso de pie. La pequeña habitación de repente pareció estrecha y sofocante. Al vislumbrar las estrellas vespertinas por la ventana, dijo:— Voy a dar un paseo.
Ellos asintieron y Nazik la ayudó a ponerse el casco.
—No tardare.
El cielo estaba cubierto por una espectacular maraña de estrellas y sobre el horizonte occidental se veía una banda de color malva. Los Hellespontus se levantaban al este, y el resplandor incandescente confería a sus picos un rosado oscuro que dentaba el índigo sobre ellos, ambos colores tan puros que la línea de transición parecía vibrar.
Maya caminó lentamente hacia un afloramiento, tal vez a un kilómetro de distancia. Algo crecía en las grietas del suelo, liquen o musgo rastrero, los verdes eran ahora negros. Procuró pisar sobre las piedras. Las plantas ya lo tenían bastante difícil en Marte para que encima las pisaran. Todos los seres vivos. El frío del crepúsculo la caló, y sintió la X de los filamentos térmicos de sus pantalones contra las rodillas mientras caminaba. Tropezó y parpadeó para aclararse la vista. El cielo estaba lleno de estrellas brumosas. En algún lugar del norte, en el Aureum Chaos, el cuerpo de Frank Chalmers yacía bajo una capa de hielo y sedimentos, con su traje como ataúd. Muerto mientras salvaba a los demás de ser arrastrados. Aunque él habría desdeñado una descripción así con todas sus fuerzas. Un error de cálculo, insistiría él, nada más. Consecuencia lógica de tener más energía que los demás, una energía alimentada por su ira: contra ella, contra John, contra la UNOMA y todos los poderes terrestres. Contra su esposa. Contra su padre. Contra su madre, contra sí mismo. Contra todo. El hombre airado; el hombre más airado que había existido. Y su amante. Y el asesino de su otro amante, el gran amor de su vida, John Boone, que podía haberlos salvado a todos. Que habría sido su compañero para toda la vida.
Y ella los había azuzado el uno contra el otro.
Hay cosas que hay que olvidar.
Shikata ga nai.
Cuando regresó a Odessa, Maya hizo lo único que podía con lo que había aprendido, olvidarlo, y se sumergió en el proyecto de Hellas. Pasaba muchas horas en la oficina estudiando informes y asignando operarios a las distintas obras de perforación y construcción. Con el descubrimiento del Acuífero Occidental las expediciones de prospección dejaron de ser urgentes, y los esfuerzos se concentraron en canalizar y bombear los acuíferos ya descubiertos, y en construir la infraestructura de los asentamientos del borde. Así, las perforadoras siguieron a las prospecciones, y los equipos de canalización salieron detrás de las perforadoras, y los techadores trabajaron en torno a la pista y en el cañón Reull, sobre Harmakhis, ayudando a los sufíes a enfrentarse con una pared terriblemente fracturada. Ya habían empezado a llegar inmigrantes al puerto espacial construido entre Dao y Harmakhis, que se trasladaban a la cuenca alta de Dao. Participaban en la transformación de Harmakhis- Reull y colonizaban las nuevas ciudades tienda del borde. Era un imponente ejercicio de logística, que se ajustaba casi en todos los detalles a su viejo sueño de desarrollo para Hellas. Pero ahora que estaba sucediendo, se sentía irritable y extraña en extremo; ya no estaba segura de lo que quería para Hellas, o para Marte, o para ella misma. A menudo se sentía a merced de sus cambios de humor, y los meses que siguieron a su visita a Zeyk y Nazik (aunque ella no advirtió la correlación) fueron especialmente violentos, una oscilación irregular entre la euforia y la desesperación, con el período equinocial estropeado por el conocimiento de que estaba de paso hacia arriba o hacia abajo.
En estos meses con frecuencia vapuleó a Michel, molesta por su serenidad, por la aparente paz consigo mismo, canturreando por la vida como si sus años con Hiroko le hubieran permitido encontrar respuestas a todas sus preguntas.
—Fue culpa tuya —le dijo ella, para forzarlo a reaccionar—. No estabas cuando te necesité. No estabas cumpliendo con tu obligación.
Michel ignoraba el comentario y trataba de apaciguarla, y eso la ponía frenética. Ahora ya no era su terapeuta, sino su amante, y si no podías conseguir que tu amante se pusiera furioso, ¿qué clase de amante era ése? Advirtió entonces el lío espantoso que suponía que el amante fuese también terapeuta, cómo la visión objetiva y el tono tranquilizador se convertían en mero distanciamiento profesional. Un hombre haciendo su trabajo: era intolerable estar expuesta al juicio de esa mirada, como si él estuviese por encima de todo y no tuviese problemas ni emociones que no podía dominar. Había que desafiar esa postura. Y por eso (olvidándose de olvidar) gritó: ¡Yo los maté a los dos! Los atrapé y jugué a enfrentarlos para acrecentar mi poder. ¡Lo hice deliberadamente y tú no me serviste de ninguna ayuda! ¡También fue culpa tuya!
Él murmuró algo, empezando a preocuparse, porque veía lo que se avecinaba, como una de esas frecuentes tormentas que se abalanzaban sobre la cuenca desde Hellespontus, y ella rió y le dio una bofetada, y al verlo retroceder, lo provocó gritándole «¡Vamos, cobarde, defiéndete!», hasta que finalmente él se refugió en el balcón, aguantando la puerta con el talón, mirando los árboles del parque y maldiciendo en voz alta en francés mientras ella aporreaba el cristal. Una vez Maya rompió uno de los cristales y Michel abrió la puerta con violencia, todavía maldiciendo en francés, la apartó de un empujón y salió de la casa.
Pero por lo común Michel esperaba a que ella se derrumbara y empezara a llorar, y entonces entraba y hablaba en inglés, lo que señalaba el retorno de su compostura. Y con un aire apenas disgustado retomaba de nuevo la intolerable terapia.
—Mira —decía—, todos estábamos sometidos a una gran presión entonces, fuéramos o no conscientes de ello. Vivíamos una situación completamente artificial, y peligrosa. Si hubiésemos fracasado, todos habríamos muerto. Teníamos que seguir adelante. Algunos soportaron la tensión mejor que otros. Yo no salí demasiado bien, ni tampoco tu. Pero aquí estamos. Y las presiones continúan, algunas las de entonces y algunas nuevas. Pero ahora las estamos soportando mucho mejor que entonces. Al menos la mayor parte del tiempo.
Y entonces Michel salía e iba a un café de la cornisa, y estaba una hora o dos sentado ante un cassis, dibujando caricaturas de caras en su atril, que borraba en cuanto las terminaba. Maya sabía porque algunas noches iba a reunirse con él, y se sentaba a su lado con un vaso de vodka, con una disculpa en sus hombros caídos. ¿Cómo podía decirle que pelearse de cuando en cuando ayudaba, que la ponía en el camino ascendente de la curva, cómo podía decírselo sin provocar aquel pequeño encogimiento de hombros de Michel, deprimido y angustiado? Además, él ya lo sabía. Lo sabía y la perdonaba.
—Tú los querías a los dos —decía—, pero de diferente manera. Y había cosas que no te gustaban de ellos. Además, hicieses lo que hicieses, no puedes asumir la responsabilidad de sus acciones. Ellos las eligieron, y tú sólo fuiste un factor más.
La ayudaba oír aquello. Y la ayudaba pelear. Se sentía mejor, al menos durante unas semanas o unos días. El pasado era demasiado incompleto, una desordenada colección de imágenes. Con el tiempo olvidaría, seguramente. Aunque los recuerdos más firmes parecían mantenerse gracias a un cemento en el que se mezclaba la pena y el remordimiento. Quizá tardaría un tiempo en olvidarlos, a pesar de que eran tan corrosivos, tan dolorosos e inútiles. ¡Inútiles! Era mejor concentrarse en el presente.
Pensando en eso una tarde, sola en el apartamento, miró largamente la fotografía del joven Frank sobre la fregadera, pensando en arrancarla y destruirla. Un asesino. Concentrarse en el presente. Pero ella también era una asesina, y la persona que lo había empujado al asesinato. Si es que uno podía empujar a alguien. En cualquier caso, ella era su compañera en ese asunto. Así que después de mucho reflexionar dejó la fotografía donde estaba.
Sin embargo, con el paso de los meses, por el ritmo lento de los días marcianos y las estaciones de seis meses, la fotografía se convirtió en poco más que un elemento decorativo, como utensilios de madera o la hilera de cazos y ollas de fondo de cobre colgados de la pared, o el pequeño velero de la sal y la pimienta. Parte del decorado dispuesto para ese acto de la obra, podía desaparecer por completo en cualquier momento, como habían desaparecido todos los decorados anteriores, mientras ella pasaba a la siguiente reencarnación. O no.
Pasaron las semanas, y luego los meses, veinticuatro por año. El primer dia del mes caía en lunes tantas veces que parecía casi siempre. De pronto ya había transcurrido un tercio del año marciano y una nueva estación hacía hecho acto de presencia, y el mes de veintisiete días pasaba y de pronto un domingo era el primer dia del mes, hasta que finalmente también esto empezaba a ser una norma inmutable, mes tras mes. La rueda de los años marcianos seguía su lento curso. Ya se habían descubierto los acuíferos más importantes en torno a Hellas, y el trabajo se concentró en la excavación y la canalización. Los suizos habían desarrollado lo que llamaban la tubería andante, creada especialmente para las obras en Hellas y Vastitas Borealis. Estos artilugios se desplazaban sobre el paisaje distribuyendo el agua uniformemente, de manera que cubrían el suelo de la depresión sin crear montañas de hielo en las bocas de las tuberías fijas, como había venido ocurriendo hasta ese momento.
Maya fue a ver una de esas tuberías en acción acompañada de Diana. Vista desde un dirigible, se parecía notablemente a una manguera de jardín, serpenteando a causa de la alta presión del agua.
De cerca era impresionante y casi pintoresca. Enorme, se desplazaba majestuosamente sobre las capas de hielo liso ya depositadas, suspendida a unos dos metros sobre pilares ventrudos que terminaban en grandes esquíes de pontón. La tubería avanzaba varios kilómetros por hora, empujada por la presión del agua que vomitaba, que salía en diferentes ángulos, determinados por ordenador. Una vez que se había deslizado hasta el fin del arco, los motores volvían la boquilla y la tubería reducía la velocidad, se detenía y avanzaba en dirección opuesta.
El agua salía disparada en un denso chorro blanco, describía un arco en el aire y caía sobre la superficie como una lluvia menuda de polvo rojo y vapor de escarcha. Corría sobre la superficie en amplias oleadas fangosas que de inmediato empezaban a desplazarse con lentitud, hasta detenerse, lisas y blancas, ya congeladas. No se trataba de hielo puro, sin embargo; habían añadido al agua nutrientes y diferentes tipos de bacterias, y por eso tenía un tono rosa lechoso y se derretía más deprisa que el hielo puro. En verano y en los días cálidos de primavera y otoño, en la superficie afloraban con frecuencia numerosos estanques de agua, poco profundos y de muchos kilómetros cuadrados de extensión. Los hidrólogos informaban también que había grandes bolsas de agua bajo la superficie. Y a medida que las temperaturas continuaban subiendo en todo el planeta y los depósitos de hielo en la cuenca se engrosaban, las capas del fondo se derretían a causa de la presión. Las grandes placas de hielo que cubrían las zonas derretidas se deslizaban por las pendientes, por ínfimas que fuesen, y se acumulaban en montones fracturados en los puntos más bajos de la depresión, formando fantásticos yermos poblados de crestas de presión, seracs, lagunas que se helaban cada noche, bloques de hielo que semejaban rascacielos caídos. Esas grandes pilas inestables se movían y se resquebrajaban con el calor del día, con estampidos atronadores que alcanzaban a oírse en Odessa y las ciudades del borde. Volvían a congelarse cada noche con fuertes estampidos y crujidos, hasta que el ciclo convirtió algunos puntos del suelo de la cuenca en un caos indescriptible.
No era posible viajar sobre esas superficies, y la única manera de observar el proceso era desde el aire. Una semana del otoño de M-48, Maya decidió unirse a Diana, Rachel y algunos más que iban a visitar el pequeño asentamiento en la pendiente del centro de la cuenca, al que llamaban Isla Menos Uno, aunque todavía no era una isla, puesto que Zea Dorsa aún no había sido cubierta. Pero iban a inundar la última parte de Zea Dorsa dentro de pocos días, y Diana y otros hidrólogos de la oficina pensaban que era una buena idea presenciar aquel acontecimiento histórico.
Justo antes de la partida, Sax se presentó en el apartamento, solo. Venía de Sabishii y se dirigía a Vishniac, y pasaba por allí para visitar a Michel. Maya se alegró de estar a punto de irse. Aún se sentía incómoda con él, y el sentimiento era mutuo: Sax habló con Michel y Spencer evitando mirarla a los ojos. ¡Ni una palabra para ella! Desde luego Michel había pasado muchas horas conversando con él durante su rehabilitación, pero a pesar de todo se puso furiosa.
Por eso, cuando Sax se enteró de su inminente viaje a Menos Uno y preguntó si él también podía ir, Maya quedó desagradablemente sorprendida. Pero Michel le echó una mirada implorante, fugaz como un relámpago, y de inmediato Spencer manifestó también el deseo de acompañarla, seguramente para impedir que arrojase a Sax fuera del dirigible. Maya accedió, malhumorada.
Cuando partieron, un par de mañanas después, «Stephen Lindholm» y «George Jackson» los acompañaban, dos ancianos que Maya no se molestó en presentar a los demás, comprendiendo que Diana, Rachel y Frantz ya sabían quiénes eran. Los jóvenes parecieron muy entusiasmados al subir la escalerilla y la góndola alargada del dirigible, y Maya frunció los labios con irritación. El viaje no iba a ser lo mismo con Sax.