Marte Verde (91 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Verde
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Zeyk sonreía.

—¿Hacia Saturno, entonces?

—Es probable que pasen muy cerca de varios asteroides secuenciales —dijo Sax— y puedan reorientar su choque... su
curso
.

Zeyk soltó una carcajada, y aunque Sax siguió hablando sobre estrategias de corrección de trayectorias, las numerosas conversaciones que surgieron impidieron que nadie lo oyera.

De modo que ya no tenían que preocuparse por los refuerzos de la Tierra, al menos por el momento. Pero a Nadia se le ocurrió que esa noticia podía hacer que la policía de la UNTA en Burroughs se sintiera atrapada y por tanto fuese más peligrosa. Los rojos seguían aproximándose a la ciudad por el norte, lo que sin duda acentuaría la desazón de los policías. La misma noche que el transbordador pasó de largo, grupos de rojos en rovers blindados completaron la toma del dique. Eso significaba que estaban muy cerca del puerto espacial de Burroughs, diez kilómetros al norte de la ciudad.

Maya apareció en la pantalla.

—Si los rojos toman el puerto espacial —le dijo a Nadia—, el cuerpo de seguridad estará atrapado en Burroughs.

—Lo sé. Eso es justo lo que no nos conviene. Especialmente ahora.

—Lo sé. ¿Puedes manejar a esa gente?

—Ya no me consultan.

—Creía que tú eras el gran líder allí.

—Yo creía que lo eras tú —replicó Nadia. La risa de Maya fue áspera y desabrida.

Llegó otro informe de Praxis, un paquete de noticiarios terranos retransmitido a través de Vesta con la última hora de las inundaciones y los desastres que había provocado en Indonesia y otras zonas costeras, pero también con algunas noticias políticas, incluyendo solicitudes de nacionalización de holdigns metanacionales presentadas por los militares de algunos países clientes del Club del Sur, que los analistas de Praxis interpretaban como el inicio de una revuelta de los gobiernos contra las metanacionales.

La multitudinaria manifestación de Burroughs había aparecido en las noticias de muchos países y era tema de conversación en los gabinetes públicos o privados de todo el mundo. Suiza había confirmado que establecería relaciones diplomáticas con un gobierno marciano «que sería designado en el futuro», como subrayó Art con una sonrisa. Praxis había hecho lo mismo. El Tribunal Mundial anunciaba que consideraría la demanda presentada por la Coalición Neutral Pacífica de Dorsa Brevia contra la UNTA —demanda que los medios de comunicación terranos habían bautizado «Marte vs. Terra»— lo antes posible. Y el transbordador continuo había informado de su inserción abortada; al parecer planeaban girar en los asteroides. A Nadia le pareció muy alentador que ninguno de estos sucesos fuese tratado como noticia de primera página en la Tierra, donde el caos provocado por la inundación seguía siendo de máxima importancia. Los refugiados se contaban por millones y a muchos les faltaba lo indispensable...

Precisamente por eso habían iniciado la revolución entonces. En Marte los movimientos en favor de la independencia controlaban la mayoría de las ciudades. Sheffield seguía siendo un bastión metanacional, pero Peter Clayborne estaba allí al mando de los insurgentes de Pavonis, coordinando las actividades con una envidiable serenidad. Eso era así en parte porque los elementos más radicales habían evitado Tharsis y porque la situación en Sheffield era tan complicada que no quedaba mucho margen de maniobra. Los insurgentes controlaban Arsia y Ascraeus y la pequeña estación científica del Cráter Zp en el Monte Olimpo, e incluso buena parte de la ciudad de Sheffield. Pero el enchufe del ascensor y el barrio de la ciudad que lo rodeaba estaban en manos de las fuerzas de seguridad, muy bien pertrechadas y dispuestas a todo. De manera que Peter ya tenía bastante trabajo en Tharsis y no podría ayudarlos con Burroughs. Nadia mantuvo una breve conversación con él, describiéndole la situación en Burroughs y rogándole que llamara a Ann y le pidiese que frenara a los rojos. Él prometió hacer lo que pudiese, pero no parecía confiar en que convencería a su madre.

Nadia intentó hablar con Ann pero no lo consiguió. Luego llamó a Hastings, pero la conversación fue improductiva. Hastings ya no era la figura enfadada y arrogante con la que había hablado la noche anterior.

—¿Qué tratan de probar con la ocupación del dique? —exclamó él con furia—. ¿Es que piensan que voy a creerme que reventarán el dique con doscientas mil personas en la ciudad, la mayoría del lado de ustedes? ¡Es absurdo! ¡Pero escúchenme, hay gente en esta organización a la que le disgusta que pongan en peligro a la población de esa manera! ¡Les advierto que no me hago responsable de lo que pueda suceder si no abandonan el dique de inmediato, y toda Isidis Planitia! ¡Sáquelos de ahí!

Y cortó la comunicación antes de que Nadia tuviese tiempo de contestar, requerido por alguien que había entrado en la habitación durante su diatriba. Un hombre asustado, pensó Nadia, y la nuez de hierro volvió a empujar en su interior. Un hombre desbordado por la situación. Una evaluación precisa, sin duda. Pero no le había gustado la última expresión de la cara de Hastings. Intentó reestablecer el contacto, pero nadie respondió en la Montaña Mesa.

Un par de horas después Sax la despertó en su silla y ella supo qué era lo que preocupaba tanto a Hastings.

—La unidad de la UNTA que incendió Sabishii salió en vehículos blindados e intentó arrebatarles el dique a los rojos —dijo Sax con expresión grave—. Al parecer lucharon por el sector más cercano a la ciudad. Y acabamos de enterarnos por algunos rojos de que han abierto una brecha en el dique.

—¿Qué...?

—Habían enterrado cargas explosivas como amenaza y en medio del combate decidieron detonarlas. Eso es lo que dicen.

—Dios mío. —Su somnolencia se desvaneció arrastrada por una explosión interna, una descarga de adrenalina que le recorrió todo el cuerpo.— ¿Tienes alguna confirmación?

—Una gran nube de polvo oculta las estrellas.

—Dios mío. —Se acercó a una pantalla con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho. Eran las tres am.— ¿Existe alguna posibilidad de que el hielo obstruya el agujero?

Sax desvió la mirada.

—No lo creo. Depende de lo grande que sea la brecha.

—¿No podrían utilizar explosivos para cerrarla?

—Me parece que no. Mira, éste es el vídeo que enviaron unos rojos que se encontraban al sur del dique. —Señaló la pantalla, que mostraba una imagen de infrarrojos negra en la parte izquierda y verde negruzco en la derecha, y atravesada por una línea verde bosque.— Eso del centro es la zona de explosión, más caliente que el regolito. Las cargas debían de estar colocadas cerca de una bolsa de agua o tal vez prepararon otra deflagración para licuar el hielo detrás de la brecha. El caso es que está saliendo mucha agua y eso ensanchará la brecha. Tenemos un serio problema.

—¡Sax! —exclamó ella y se aferró al hombro de él mientras miraba la pantalla—. La gente de Burroughs, ¿qué van a hacer ahora? Maldita sea, ¿en qué estaría pensando Ann?

—Tal vez no haya sido cosa de Ann.

—¡Ann o cualquiera de los rojos!

—Los atacaron. Puede haber sido un accidente. O quizás alguien en el dique pensó que las fuerzas de seguridad se apoderarían de los explosivos, en cuyo caso todos estaríamos en un callejón sin salida. — Meneó la cabeza.— Esas situaciones siempre acaban mal.

—Malditos sean. —Nadia sacudió la cabeza con fuerza, como si tratara de aclarar sus ideas.— ¡Tenemos que hacer algo! —Pensó frenéticamente.— ¿Quedarán las cimas de las mesas por encima de la inundación?

—Durante un tiempo. Pero Burroughs se encuentra en el punto más bajo de esa pequeña depresión. Por eso la ubicaron allí, porque los flancos de la cuenca proporcionaban horizontes amplios. No, las cimas de las mesas también acabarán cubiertas. No puedo precisar cuánto tardará en ocurrir porque desconozco la velocidad y el caudal de la inundación. Pero veamos, el volumen a llenar es de unos... —Tecleó deprisa, pero tenía una mirada vacía y de pronto Nadia comprendió que otra parte del cerebro de Sax estaba haciendo los cálculos más deprisa que su IA, una visión gestalt de la situación, mirando al infinito, meneando la cabeza adelante y atrás como un hombre ciego.— Podría tardar muy poco —susurró antes de terminar los cálculos—. Si la bolsa es suficientemente grande.

—Tenemos que suponer que así es. Él asintió.

Se sentaron lado a lado mirando la IA de Sax.

—Cuando trabajaba en Da Vinci —dijo Sax, vacilante— intenté anticipar posibles escenarios. La forma que tendrían las cosas futuras. Me preocupaba que algo así pudiese suceder. Ciudades destrozadas. Aunque yo pensaba más bien en las ciudades tienda. O en incendios.

—¿Y? —dijo Nadia mirándolo.

—Se me ocurrió un experimento...
un plan.

—Cuéntame —dijo Nadia con calma.

Pero Sax leía en ese momento lo que parecía ser un informe meteorológico de última hora que acababa de aparecer sobre los números de la pantalla, Nadia esperó pacientemente y cuando él levantó la vista preguntó:

—¿Y bien?

—Hay una bolsa de altas presiones que está bajando hacia Syrtis desde Xanthe. Estará sobre nosotros poco antes de que acabe el día. En Isidis Planitia la presión será de unos trescientos cuarenta milibares, con aproximadamente cuarenta y cinco por ciento de nitrógeno, cuarenta de oxígeno y quince de dióxido de carbono...

—¡Sax, me importa un comino el tiempo que hará!

—Es respirable —dijo. La miró con esa expresión de reptil tan suya, la expresión de un lagarto, un dragón o una fría criatura posthumana apta para habitar en el vacío—. Casi respirable, si filtras el dióxido de carbono. Y podemos hacerlo. En Da Vinci fabricamos unas mascarillas de una aleación de circonio reticular. El principio es muy sencillo. Las moléculas de CO2 son más grandes que las del oxígeno y el nitrógeno, así que hemos creado un filtro molecular. Es un filtro activo además, porque incorporamos una capa piezoeléctrica y la carga generada cuando el material se dobla durante la inhalación y la exhalación potencia la transferencia activa del oxígeno a través del filtro.

—¿Y qué pasa con el polvo? —preguntó Nadia.

—Hay una serie graduada de filtros. Primero detienen las arenas menudas, luego el polvo y finalmente el CO
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. —Miró a Nadia.— Se me ocurrió que tal vez la gente se vería en la necesidad de salir de una ciudad. Así que fabricamos medio millón de ellas. Los bordes están hechos con un polímero fijador que se adhiere a la piel. Así que te pones la mascarilla en la cara y respiras el aire ambiente. Sencillo.

—Entonces evacuaremos Burroughs.

—No veo que tengamos otra alternativa. No podemos sacar a tanta gente por aire o por tren con la rapidez necesaria. Pero sí podemos caminar.

—¿Caminar hacia adonde?

—A la Estación Libia.

—Sax, hay setenta kilómetros entre Burroughs y la Estación Libia.

—Setenta y tres.

—¡Eso es un paseo muy largo!

—Creo que la mayoría conseguirá llegar si se ven obligados —dijo él sin alterarse—. Y los que no aguanten pueden viajar en rovers o dirigibles. Luego, conforme vayan llegando a Libia partirán en los trenes. O en dirigibles. La estación puede albergar a unas veinte mil personas. Si las apretujas un poco, claro.

Nadia escrutó el rostro inexpresivo de Sax.

—¿Dónde están esas mascarillas?

—En Da Vinci. Pero ya están cargadas a bordo de aviones rápidos y podríamos tenerlas aquí en un par de horas.

—¿Estás seguro de que funcionarán? Sax asintió.

—Las hemos probado. Y traje unas cuantas conmigo. Puedo mostrártelas. —Se levantó, fue hasta su vieja bolsa negra, la abrió y sacó un manojo de mascarillas blancas. Le dio una a Nadia. Era una de esas máscaras que cubren la nariz y la boca, parecida a las antipolvo utilizadas en la construcción, sólo que más gruesa y con un borde pegajoso.

Nadia la inspeccionó, se la puso y tensó la delgada correa detrás de la cabeza. Respiraba fácilmente, sin sensación de ahogo, igual que con las mascarillas antipolvo, y el sello parecía correcto.

—Quiero probarla fuera —dijo.

Sax pidió que enviaran las mascarillas desde Da Vinci y luego se dirigieron a la antecámara del refugio. Se había corrido la voz del plan y de la prueba, y todas las mascarillas que Sax había traído fueron rápidamente solicitadas. Acompañando a Nadia y Sax saldrían otras diez personas, entre ellos Zeyk, Nazik y Spencer Jackson, que había llegado a Du Martheray una hora antes.

Todos llevaban el último modelo de traje de superficie, monos hechos de varias capas de tejido aislante que aún llevaban filamentos calefactores pero no los materiales constrictores necesarios para las presiones bajas de los primeros tiempos.

—Intenten pasar sin la calefacción —les dijo Nadia a los demás—. Así veremos qué tal se aguanta el frío llevando ropas de ciudad.

Se pusieron las máscaras y entraron en la antecámara del garaje. El aire se enfrió muy deprisa y la puerta exterior se abrió.

Salieron a la superficie.

El golpe del frío hizo que a Nadia le dolieran las sienes y los ojos, y costaba no jadear un poco, seguramente porque habían pasado de 500 milibares a 340. Le lloraban los ojos y le goteaba la nariz, pero lo que más impresionó a Nadia fue llevar los ojos al descubierto. El frío penetró a través del traje y ella tembló. Un frío muy parecido al siberiano, pensó.

260°K, -13° centígrados. No era tanto después de todo. Simplemente no estaba acostumbrada. Las manos y los pies se le habían helado más de una vez en Marte, pero hacía muchos años —¡más de un siglo en verdad!— que su cabeza y sus pulmones no sentían un frío como aquél.

Los otros conversaban en voz alta y las voces sonaban extrañas al aire libre, sin cascos ni intercoms. Sentía el cuello del traje, donde debía haber descansado el casco, muy frío sobre las clavículas y la nuca. Una delgada escarcha nocturna cubría la fracturada y antiquísima roca negra del Gran Acantilado. Nadia disfrutaba del viento y de una visión periférica que nunca había tenido con un casco. Las lágrimas le corrían por las mejillas debido al frío. No sentía ninguna emoción particular. La sorprendía sin embargo lo despejado que se veía todo sin visor, con una definición casi alucinatoria incluso a la luz de las estrellas. El cielo oriental mostraba un profundo azul de Prusia y unos cirros altos reflejaban la luz como una rosada cola equina. Las ondulaciones dentadas del Gran Acantilado aparecían grises bajo las estrellas, orladas de sombras negras.

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